Tal como el autor alemán, la bancada schmittiana se halla rodeada de ayudantes, asesores que fueron exalumnos, convencionales que no pueden disimular su admiración, fans dispuestos a ejecutar cualquier genuflexión. Al igual que en Schmitt, es una estrategia que solo beneficia al líder o lideresa y no produce verdaderos discípulos intelectuales. Ni Schmitt ni la bancada schmittiana anotan, en su registro, algún discípulo digno de destacar y eso que sus ayudantes se cuentan por cientos en la última década. Estos “equipos humanos” forman verdaderas trincheras sociológicas, que combaten contra el enemigo designado por el docente iluminado, al punto de la hostilidad total. Una vez egresados, la mayoría son desechados, aunque algunos, los más fieles, son promovidos a la posición de acólitos del profesor o la profesora. Fue así como avanzaron en las escuelas de Derecho, fue así como fundaron facciones dentro de partidos políticos, fue así como llegaron a la Convención.
Carl Schmitt, el famoso kronjurist de Hitler, ingresó tardíamente al Partido Nazi. Como relatan los biógrafos, sus raíces intelectuales se hallan en el catolicismo de minoría en Plettenberg, un pueblo rural en la provincia protestante de Renania. Allí creció con una profunda pulsión teológica, siendo parte de una pequeña fracción católica. Según los estudiosos, aquello marcó su vida, en tanto determinó un “sentido de extranjería”. En un contexto de protestantismo rural, el joven Schmitt creció cerca de la parroquia local, pues su padre era el administrador laico de la misma. Sus amistades de infancia provienen del mismo círculo.
Décadas después, al triunfar el nazismo, Schmitt salta desde la academia a la administración del Estado, convirtiéndose en uno de los orejeros del Führer. Sus escritos fundamentales, sin embargo, datan de antes del ascenso hitleriano. Uno de sus textos clave es Catolicismo romano y forma política, publicado en 1922, donde asoma la idea de una conexión sustantiva entre las formas jurídicas y los conceptos teológicos. La presencia del catolicismo intelectual en el autor es sumamente intensa, al punto de definir la política a través de las formas católicas. Este es un escrito determinante para entender la clave fanática de sus textos. Ya en su Teoría de la Constitución, de 1928, Schmitt deja en claro que el marco teológico es la arquitectura de referencia institucional más abstracta, que se refleja en la Carta Fundamental como un proyecto salvífico dirigido por un líder. En 1932, aparece su ensayo más famoso, titulado El concepto de lo político, donde señala que la distinción fundamental del quehacer de la política es entre amigos y enemigos, enfrentados en el campo institucional.
Esta intuición acerca de la negación existencial entre prójimos, llevada a su extremo hasta el punto del fanatismo, es lo que explica que Schmitt ingresara al Partido Nazi en mayo de 1933, cincuenta días después del segundo triunfo electoral de Hitler. Exactamente tres meses después del incendio del Reichstag, un atentado de falsa bandera utilizado por los jerarcas nazis para pasar a gobernar por decreto y estado de excepción. El paso definitivo, su genuflexión absoluta, se produce en 1934, cuando publica el insólito texto denominado El Führer defiende el Derecho». Allí, se lee una metafórica relación entre la figura del mesías cristiano y el líder del proyecto escatológico, esto es, aquel que ofrece un mundo por venir, un nuevo estadio de la humanidad.
La singular tesis de Schmitt resulta clave para comprender el Tercer Reich: soberano es quien decide sobre el estado de excepción; en ese momento se cristaliza la amistad de unos versus la enemistad de otros. Así es como el Führer es soberano, pues en el estado de excepción apunta al enemigo del pueblo. Fue ese, precisamente, el razonamiento institucional del nazismo. Todos sus escalones argumentativos pueden remitirse, en último término, a Schmitt.
La posición intelectual del autor se vio, entonces, consolidada como una influencia interpersonal. Uno de sus biógrafos, el mexicano Héctor Orestes Aguilar, señala: “Durante los años del nacionalsocialismo se dudaba en contradecir a Carl Schmitt: podía enviarle a uno a un campo de concentración”. Dado este manto de temor en torno a su figura, al caer el régimen, fue enviado a Núremberg, donde no fue condenado. Volvió a vivir su vejez en Plettenberg, a rezar en la misma parroquia, sin nunca abjurar su “aventura nazi”.
¿Cuánto tuvo que ver su pulsión teológica con sus tesis “académicas”? Más allá aún: ¿Cuál es la conexión entre el catolicismo salvífico y la política escatológica? ¿No será que su fanatismo no emana directamente de los hechos de 1933 en adelante, sino de una particular interpretación del catolicismo? Ejemplos similares a Schmitt, esto es, pensadores salvífico-autoritarios, han impregnado los últimos siglos. Podemos llamarles “teólogos-políticos” y en aquella categoría ubicar desde el decimonónico Donoso Cortés, ideólogo póstumo del franquismo, hasta pensadores latinoamericanos de las últimas décadas. Pues, pese a estar vinculado biográficamente con el nazismo, Schmitt es un autor sumamente citado por las izquierdas devotas de la teología de la liberación.
Así las cosas, no resulta extraño que en la Convención Constitucional se observe a constituyentes de inspiración teológica, formados en una particular lectura de Schmitt y una insondable relación con la religión. Así, por ejemplo, quien fuera vicepresidenta y coordinadora de la Comisión de Reglamento, tiene un pasado en los Legionarios de Cristo. También fue muy cercana a Gonzalo Rojas Sánchez en la Universidad Católica. Destaca por prácticas autoritarias, denuncias falsas en la Comisión de Ética contra sus detractores y otros deslices. Se trata de Amaya Álvez Marín, profesora de la Universidad de Concepción, doctora por la Universidad de York en Canadá.
Junto a ella, el otrora coordinador de la Comisión de Sistemas de Justicia tiene un pasado como seminarista, pues abandonó su vocación sacerdotal a mitad de camino. Para llegar a la Convención, consiguió un cupo con la Democracia Cristiana, para luego dejarla en el altar con la excusa de estar cerca de sus “amigos”. Se trata de Christian Viera Álvarez, profesor de la Universidad Católica de Valparaíso, doctor por la Universidad de Deusto, en el País Vasco.
Al mando del clan, podemos observar a un sobrino de Jaime Guzmán, exmilitante DC, promotor de la teología de la liberación, que destaca por avalar oblicuamente las tomas, funas y persecuciones contra sus críticos. Su filosofía política bebe directamente de las dicotomías de amigo/enemigo, las buenas/las malas, la lealtad/deslealtad. Detrás de aquello, podemos encontrar una doctrina basada en la refundación de la Iglesia, tal como argumenta en uno de sus ensayos sobre la teología de la liberación. Se trata de Fernando Atria Lemaitre, profesor de Derecho en la Universidad de Chile, doctor en Derecho por la Universidad de Edimburgo, en Escocia.
Todo muy schmittiano.
Respecto de Atria, son decenas las referencias a Schmitt en sus publicaciones. Sin embargo, es su práctica política, en relación con sus tesis, aquello que permite explicar su influencia. Esta bancada schmittiana dentro de la Convención tiene ciertas características clave que remiten a textos de Schmitt.
Podemos señalar su capacidad para apuntar a un enemigo interno de la institución, su vocación intelectual por la dicotomía y la utilización de las comisiones constituyentes como espacios adversariales. Al mismo tiempo, especialmente en Atria y Viera, es visible su compromiso con la teología de la liberación, con intensas referencias al sacerdote uruguayo Juan Luis Segundo. El propio Viera apunta hacia la Iglesia institucional, como victimaria de la teología de la liberación, supuestamente perseguida por Roma. Dice Viera, respecto de la experiencia liberacionista:
«¿Qué fue de esa experiencia? Sabemos de la intervención directa de Roma para condenar por heterodoxa esa corriente, provocando de pasadita una purga de los teólogos que pensaban y enseñaban desde esta perspectiva. La Iglesia Católica abandona las clases populares y gira en su discurso, pasando de una matriz sociológica a una neumatológica. ¿Qué caracteriza este nuevo relato de la Iglesia? Un discurso individualista y deontológico, una presencia decidida en las élites y el favorecimiento de nuevos movimientos de fuerte tinte espiritualista: Opus Dei, Legionarios, Schöenstatt. ¿Qué fue de la teología de la liberación? Por cierto, preterida» (Viera, El Desconcierto, 2018).
Se observa con claridad, entonces, el verdadero clivaje intelectual de Viera: la Iglesia institucional con los poderosos, como el Opus, versus la otra Iglesia, la que no sería individualista, ni deontológica, ni espiritualista. En un texto de Atria, podemos encontrar una descripción de esa “otra” Iglesia, la que el autor relaciona con las “criaturas oprimidas”. Respecto de la crisis de la Iglesia, Atria sostiene, citando al sacerdote jesuita Jorge Costadoat:
«Es demasiado temprano para saber cómo se desenvolverá la crisis actual, y qué impacto tendrá en la Iglesia institucional. Parte de los recursos con los que en el pasado la Iglesia podría haber contado para enfrentarla ya no están disponibles, en parte como consecuencia del giro moralista ya comentado. Costadoat dice que el mayor problema de la teología de la liberación es que fue quedándose sin iglesia (…). A mi juicio, esto no es solo un problema para la teología de la liberación. Es un problema para una Iglesia que, por arrogarse la función de moralizar y juzgar, dejó de ser vista como una esperanza para los marginados y los oprimidos. Esas han sido las consecuencias de la opción por los ricos.
«¿Hay espacio para revertir esta situación, para volver a una Iglesia que anuncie una esperanza que se conecta con la vida de los que sufren en vez de juzgar y moralizar? Costadoat tiene algunas sugerencias, formuladas desde el lugar en que lo ha dejado el trato soviético recibido de la jerarquía (puede investigar, puede estudiar, pero no puede enseñar). Si al giro ‘personal’ de la iglesia correspondía la teología que Segundo leía en la Instrucción, a una vuelta a lo ‘social’ (o mejor, una superación de la ‘separación’ ya advertida por Segundo) debe corresponder otra teología. Costadoat sostiene, correctamente a mi juicio, que debe ser una hecha por ‘teólogos orgánicos’, es decir ‘intelectuales capaces de interactuar con una comunidad creyente oprimida en términos de colaboración entre iguales y en pos de su liberación’, para de ese modo construir una interpretación ‘inductiva’ de la fe cristiana, que surja desde el suspiro de la criatura oprimida» (Atria, sin fecha, Intersecciones).
Observamos, de esta manera, que la tesis central de Atria pasa por una refundación eclesiástica a partir de los “intelectuales orgánicos”. Como es evidente, Atria y Viera serían parte de esta intelectualidad orgánica, estos Lenin de la liberación, que le darían forma a una nueva Iglesia. Esta pulsión refundacional podemos hallarla también en su desempeño político, su conducta dentro de la Convención y su proyección como juristas schmittianos.
A partir de este acercamiento a la teología, podemos establecer algunas bajadas políticas contingentes.
En primer lugar, vemos un marcado antiliberalismo que se presenta como un antineoliberalismo. Esta estrategia se materializa en tres niveles según el convencional-autor analizado.
En un caso, vemos un enfoque en las políticas públicas y derechos sociales. En otro, una dedicación especial al “derecho constitucional económico”, una disciplina reciente, mediante la cual se le imputan todas las faltas imaginables al “modelo neoliberal”. En el fondo, se observa un sustrato socialcristiano sobre la igualdad política en contraposición a las ideas liberales. Estos tres elementos se repiten en las publicaciones académicas de la bancada descrita.
En segundo lugar, encontramos una determinada comprensión de la “comunidad” en contra del “individuo”. Al igual que en Schmitt, en los escritos de la bancada schmittiana se encuentra un marcado antiindividualismo, al cual se le adjudican todo tipo de consecuencias malignas. En contraposición, encuentran en la comunidad, el territorio, el colectivo, una virtud per se. En el razonamiento de los schmittianos habita un insondable dogma sobre la ecclesia cristiana y su materialización en la polis moderna. Así, ven en la comunidad una superación del individuo, sumamente similar a lo que pensaba Schmitt. La similitud está, como vemos, en el catolicismo compartido y no, meramente, en alguna mirada autoritaria del colectivo.
En tercer lugar, detrás del telón intelectual, se halla una determinada comprensión sobre la espiritualidad. No estamos ante pensadores del materialismo histórico. Al contrario, son autores que reconocen, de una forma u otra, la dimensión espiritual. Incluso diseñaron una norma constitucional al respecto. Así, entonces, son una bancada de pensadores espiritualistas, católicos de izquierdas, y no marxistas materialistas. Por ende, la manifestación de aquello remite no a ideas sobre la lucha de clases, la plusvalía o la revolución proletaria, sino a la ampliación del gasto público dentro del marco del Estado burgués. En lugar del odio de clases, el resentimiento burgués. En lugar de las instituciones cínicas, las instituciones de la esperanza. En lugar de la Iglesia institucional, la Iglesia de las criaturas oprimidas. Ellos, los intelectuales orgánicos dispuestos a pensar la nueva Iglesia.
Estas aristas intelectuales, que podríamos remitir a un socialcristianismo radicalizado, coinciden con los postulados fundamentales de la teología de la liberación. Esta es una subtradición especialmente influyente en metodistas y católicos en América Latina. Su hito fundamental se halla en el Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968. En un contexto de ascendente ideologización, la teología de la liberación surgió como una vía de izquierdas cristianas en alianza con marxistas leninistas. Esto, en el ejemplo chileno, posibilitó que la Unidad Popular agrupara no solo al PC y al PS, sino también –y fundamentalmente– a jóvenes católicos escindidos de la DC con las etiquetas de “MAPU” e “Izquierda Cristiana”.
La presencia actual de ideas originalmente falangistas, entonces, no debiera sorprendernos. El giro schmittiano, sin embargo, sí merece mayor atención, pues allí radica la base de la estrategia política de esta bancada. Detrás de sus convicciones religiosas, el antiliberalismo germina en un antiindividualismo que presentan como un antineoliberalismo. Este enemigo conceptual se materializa en la obra de la Concertación y todo aquello relacionado con los treinta años. Por ende, su acción política se basó en atacar, desarticular e infiltrar a la centroizquierda de inspiración liberal o socialdemócrata. Fue ese el espacio que fue señalado hostilmente en las comisiones temáticas como el arrastre institucional de la dictadura.
La bajada táctica de esta estrategia es fascinante. Su práctica social es, a su vez, sumamente similar a la de Schmitt. Tal como el autor alemán, la bancada schmittiana se halla rodeada de ayudantes, asesores que fueron exalumnos, convencionales que no pueden disimular su admiración, fans dispuestos a ejecutar cualquier genuflexión. Al igual que en Schmitt, es una estrategia que solo beneficia al líder o lideresa y no produce verdaderos discípulos intelectuales. Ni Schmitt ni la bancada schmittiana anotan en su registro algún discípulo digno de destacar y eso que sus ayudantes se cuentan por cientos en la última década. Estos “equipos humanos” forman verdaderas trincheras sociológicas, que combaten contra el enemigo designado por el docente iluminado, al punto de la hostilidad total. Una vez egresados, la mayoría son desechados, aunque algunos, los más fieles, son promovidos a la posición de acólitos del profesor o la profesora. Fue así como avanzaron en las escuelas de Derecho, fue así como fundaron facciones dentro de partidos políticos, fue así como llegaron a la Convención.
Es hora de que Chile los conozca.