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El proyecto constitucional como programa de marginación simbólica Opinión

El proyecto constitucional como programa de marginación simbólica

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Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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A pesar de su religiosidad, Schmitt era un pensador especialmente atento a la realidad. Advirtió que la política está definida por la posibilidad del conflicto, por la eventualidad de que las diferencias de opinión y modos de sentir y pensar terminen agrupando a los adversarios en bloques enfrentados, incluso físicamente, de amigos y enemigos. Schmitt se preocupa de aclarar, explícitamente (lo dice casi tal cual en “El concepto de lo político”), que esa descripción no debe entenderse como si la política debiera ser el conflicto entre amigos y enemigos. Dicho de otro modo: la tesis de Schmitt es expresamente descriptiva, no un programa de acción. El Estado o la unidad política en forma, existe cuando hay, precisamente, unidad; cuando consta una convivencia pacífica, idealmente colaborativa, entre miembros de diversos grupos y de tal suerte que se puede hablar de una “forma de existencia” compartida. Esta existe, cuando hay coincidencia fundamental en las maneras de pensar y de sentir, cuando se tienen a los mismos por asuntos imprescindibles.


Se habla mucho de Carl Schmitt a propósito de la convención. El hecho es que el jurista alemán tiene poco que ver con el utopismo abstracto de los convencionales radicales (salvo, quizás, en el ánimo teológico que comparte con algunos). A pesar de su religiosidad, Schmitt era un pensador especialmente atento a la realidad. Advirtió que la política está definida por la posibilidad del conflicto, por la eventualidad de que las diferencias de opinión y modos de sentir y pensar terminen agrupando a los adversarios en bloques enfrentados, incluso físicamente, de amigos y enemigos. Schmitt se preocupa de aclarar, explícitamente (lo dice casi tal cual en El concepto de lo político), que esa descripción no debe entenderse como si la política debiera ser el conflicto entre amigos y enemigos. Dicho de otro modo: la tesis de Schmitt es expresamente descriptiva, no un programa de acción. El Estado o la unidad política en forma, existe cuando hay, precisamente, unidad; cuando consta una convivencia pacífica, idealmente colaborativa, entre miembros de diversos grupos y de tal suerte que se puede hablar de una “forma de existencia” compartida. Esta existe, cuando hay coincidencia fundamental en las maneras de pensar y de sentir, cuando se tiene a los mismos por asuntos imprescindibles.

Schmitt se preocupó de advertir también, detenida, reiteradamente, del significado de los gestos y palabras, de la importancia de los modos de comprender al otro. Que una política fundada en nociones moralizantes termina fácilmente tratando al otro —al “malo”, al “alienado”— de modo discriminante (a Guantánamo es más fácil enviar enemigos denostados como malos o alienados o terroristas, que cuando se los considera simplemente como enemigos, individuos tan dignos como los del propio bando).

Nada de estas descripciones y advertencias guía realmente a los partisanos de la Convención; a los que se solazan en un proyecto a sabiendas excluyente, parcial y rigidizado con cerrojos; quienes valoran el asunto constitucional –cual neopinochetistas de signo contrario, pero en un mismo gesto– como el triunfo de un bando sobre otro. El adversario es moralmente condenado: alienado mercantil, partidario del inmoral mercado, al cual el “profeta de cátedra” de la plaza ha declarado anatema: “Mundo de Caín”. La propia posición –el comunismo de una deliberación universalizante, realizado, por cierto, con la ayuda de la coacción estatal– es, a su vez, moral y religiosamente celebrada: se funda en la fe, dice el mismo teólogo. La conexión directa con la verdad revelada, lo que define al fanático, es reivindicada expresamente por Atria (una explicación detallada del pensamiento del mentado, aquí).

Realizan, los convencionales de partido, acciones que provocan división. Se manifiestan contra toda posibilidad de consenso o unidad. Destruyen las referencias a la totalidad popular, introduciendo particularismos indígenas y hasta tribales. Vociferan por la prensa en tono desafiante (en el proyecto de Constitución “no hay nada que se deba reformar”, dice el teólogo). Usan una retórica descuidada y lo que debiese ser un proceso reflexivo lo ponen como asunto de trinchera: “La Convención se defiende”, versa la expresión de barra del panelista de programas de farándula histórica. Llaman “traidores” (Bárbara Sepúlveda) a quienes se apartan de sus designios; “desleales” a instituciones republicanas que no coincidan con la propia fe. Han pretendido desconocer hasta el significado de los ex Presidentes de la República. Ponen mordazas a los cuerpos políticos –la Cámara de Diputados y el Senado–, como si la legitimidad les resultara preferentemente atribuida.

De todos estos modos están precisamente actuando directamente contra las advertencias schmittianas acerca del riesgo de conflicto que define y amenaza siempre a la vida política, y del significado decisivo de las palabras y modos de comprensión en esa vida.

De todas estas formas, los convencionales de marras se deciden por la parte, por convertir el proyecto de Constitución en un programa de imposición –con candado– que concentra el poder en la nueva Cámara Baja, socava la independencia del Poder Judicial, destruye las nociones republicanas –la nación o el pueblo, el pasado histórico y sus rendimientos colectivos relevantes, hasta la bandera y el himno– y a partir de los cuales se vuelve recién posible una retórica unitaria o nacional.

Las indudables necesidades de un Estado social y de aseguramiento de condiciones razonables de existencia para todos, así como de una Carta Fundamental parida en condiciones democráticas, terminan siendo, entonces, la excusa para avanzar no solo hacia una concentración inusitada del poder, sino además, y esto es lo más dañino –lo que ha pervertido el proceso, destruido el espíritu del acuerdo del 15 de noviembre y vuelto el asunto una operación corrosiva de las bases republicanas–, en un programa de marginación simbólica del otro, de dejar fuera a quien piensa distinto, sea de la derecha, la centroderecha o los “amarillos”; en la práctica, la mitad del país. ¿Puede construirse un futuro conjunto de ese modo?

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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