Será un trabajo arduo. Habrá que adaptar leyes y políticas públicas, crear nuevos organismos, reformar el sistema político, instaurar la regionalización. Todo esto, para cimentar juntos un Estado social y democrático de derecho, en el cual los derechos fundamentales estén garantizados, se asegure un desarrollo sostenible, sin zonas de sacrificio y con estricta protección de la naturaleza. Cada persona pesará lo mismo, sin importar su identidad, su género ni sus creencias. Es lo que ocurre en los países que admiramos, y que lo lograron con gran esfuerzo.
Un sector de la ciudadanía –cuya magnitud es difícil de dimensionar– insiste una y otra vez en que la Constitución que se está proponiendo para Chile no es “la casa de todos”.
Quizás estamos frente a un error conceptual. Le estamos pidiendo a un texto constitucional que milagrosamente –cual varita mágica– arregle nuestros problemas, sane heridas que sangran desde hace medio siglo, termine con desigualdades obscenas, mantenga el crecimiento económico, no afecte a ningún sector y un largo etcétera.
No tengo claro si estas miradas son parte de la campaña para rechazar o, efectivamente, algunos piensan que este texto puede ser en sí mismo ese hogar en el que cabemos todos.
La Constitución es un conjunto de reglas, valores y principios que los habitantes de esta tierra debemos acatar. No es ni menos ni más que esto. Es una guía para mirar el futuro y comenzar a construir la ansiada “casa de todos”.
Es un texto robusto, producto de intensas negociaciones, de muchas noches de trabajo hasta la madrugada, de palabras duras y dolorosas, de ojos vidriosos porque lo que parecía esencial no logró adhesión. Algunos –entre quienes me cuento– hubiéramos preferido una Constitución más minimalista, sin tanto detalle que podía dejarse a la ley. Sin embargo, a poco andar, resultó evidente que el minimalismo era imposible ante una desconfianza generalizada, que obligó a reconocer la convicción mayoritaria de que aquello que no quedara escrito en la Constitución jamás sería realidad.
La Convención fue el primer espacio de encuentro abierto y democrático entre los más diversos sectores de nuestra sociedad. Personas muy diferentes, muchas de las cuales ni siquiera se habrían saludado al tropezar una con otra, tuvieron que sentarse a la mesa de igual a igual, mirarse a los ojos, escuchar lo que consideraban barbaridades y dialogar hasta llegar a un acuerdo. Por más tensiones que se vivieron, el diálogo nunca se interrumpió. Más aún, en promedio, sus artículos fueron aprobados por más del 75% de los votos, es decir, mucho más de los dos tercios que se exigió para asegurar su legitimidad.
A veces se olvida que este proceso constitucional surge de la aguda crisis política y social que estalló en octubre de 2019. Fue el camino que el país definió para superar esta situación de riesgo. Pretender que la Constitución en sí misma lograría unir a un país dividido, frustrado, enojado, asustado, es simplemente un absurdo. Es apenas el primer paso.
Será un trabajo arduo. Habrá que adaptar leyes y políticas públicas, crear nuevos organismos, reformar el sistema político, instaurar la regionalización. Todo esto, para cimentar juntos un Estado social y democrático de derecho, en el cual los derechos fundamentales estén garantizados, se asegure un desarrollo sostenible, sin zonas de sacrificio y con estricta protección de la naturaleza. Cada persona pesará lo mismo, sin importar su identidad, su género ni sus creencias. Es lo que ocurre en los países que admiramos, y que lo lograron con gran esfuerzo.
Las transformaciones que el país demanda empezarán a materializarse después del 4 de septiembre, si el pueblo aprueba la Constitución del 22.
El camino es largo, quizás tomará más tiempo del que cada uno quisiera, pero solo en ese tránsito progresivo del que todos somos parte, se podrá levantar de verdad la Casa de Todos, así con mayúsculas.