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Precariedad republicana y simbólica del proyecto constitucional Opinión

Precariedad republicana y simbólica del proyecto constitucional

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Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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No es extraño, entonces, que hayamos pasado de un extremo –economicista, subsidiario, de Estado mínimo– al otro, el de un Estado sin los límites, las divisiones y equilibrios del poder político y social que permiten hablar con claridad de una democracia propiamente republicana. Abstracciones de lado y lado son las responsables de la situación en la que nos hallamos. Una situación que es de malestar en la precisa medida en que no encuentra expresión en las instituciones y discursos dominantes. Tal como es ingenuo “creer que el viejo modelo, remendado con buen hilo, pueda resultar correcto”, e ignorar la exigencia actual de reformas estructurales que apunten a controlar los abusos del poder económico y asegurar condiciones razonables de existencia para todos, es ingenuo también esperar, como parece hacerlo una izquierda radical en ebullición ensimismada, que con las fórmulas abstractas de condena moral del mercado, y afirmación de una plenitud humana como debate racional escrutador, ocular, generalizante, se podrá brindar expresión adecuada a las pulsiones y anhelos populares, a la situación de la nación concreta de individuos de carne y hueso, situados en su territorio –o hacinamiento– real.


1. Republicanismo constitucional

En democracias republicanas, “Constitución” significa un texto que organiza y divide el poder, y establece un catálogo de derechos fundamentales. Todo eso, para desplegar al pueblo como totalidad, a la vez que evitar que el poder devenga tiránico o despótico.

Hay un equilibrio, difícil de lograr, pero inevitable como tarea. Es el equilibrio entre el poder para asegurar un despliegue parejo de todos los miembros de una nación política, y la división del poder requerida por la libertad popular e individual.

Nada garantiza que las autoridades –incluso las elegidas por una mayoría– no puedan, cuando carecen de límites suficientes, volverse opresivas. Para conjurar el riesgo de opresión, se aboga por la división del poder político en varios poderes; así como por el equilibrio del poder entre los centros en los cuales el poder se ha dividido. Si se divide el poder que gobierna, hay más espacio para la libertad de los sometidos a ese poder. Así, por ejemplo, cuando hay división del poder, quien critica al gobierno no ha de temer necesariamente ser juzgado y castigado, pues el Poder Judicial es independiente del criticado.

Desde la Revolución Industrial, el poder económico se ha incrementado radicalmente. Una división eficaz del poder nacional exige, entonces, incorporar, en la operación de distribución y equilibrio de poderes, al poder económico. Debe haber una esfera de poder estatal y otra esfera de poder civil, ambas balanceadas. O sea, debe haber una dimensión socio-civil amparada en un poder económico razonablemente organizado. Solo entonces es posible la libertad de quienes operan bajo el poder. Si, en cambio, la esfera de poder estatal coincide con la dimensión económica, el poder social se concentra. Entonces, la libertad para disentir se ve drásticamente limitada, en la medida en que criticar al gobierno puede significar perder el empleo y los medios de subsistencia.

A su vez, la división del poder económico debe operar al interior de la esfera civil. Monopolios y oligopolios deben ser controlados. Organizaciones de trabajadores, consumidores, vecinos han de ser apoyadas, lo mismo que las empresas pequeñas.

2. Déficit republicano del proyecto

El proyecto de nueva Constitución acusa, en este sentido, problemas severos que ponen en crisis la noción misma de Constitución. Esos problemas hacen que los méritos del proyecto queden encerrados en una estructura en definitiva dañina para el despliegue nacional.

El proyecto concentra el poder político en una cámara de representantes –estilo boliviano– que no solo domina masivamente sobre una famélica cámara regional. Además, ella goza de capacidad legislativa en principio ilimitada. Hoy el Congreso solo puede legislar acerca de aquello que está autorizado por la Constitución y en lo demás no. En el proyecto, ese límite cae.

El proyecto somete al más débil de los poderes del Estado –el Judicial– al yugo de un comisariato político: el Consejo de la Justicia. Vale decir, el poder político sale, hasta ahora, doblemente fortalecido: concentra su poder en la Cámara Baja y adquiere capacidad de conducción de la judicatura.

En el proyecto, los órganos de poder político podrán hacer avanzar, sin contrapesos efectivos, la intervención del Estado en la vida social. Estarán masivamente dotados para concentrar en ellos mismos el poder económico, para echar abajo fácilmente las barreras a la intervención y participación del Estado en la economía.

Una exigencia fundamental para limitar esa intervención, es la noción de una indemnización según el daño patrimonial efectivamente causado. Así se garantiza una expansión estatal que solo tiene lugar en la medida en que cuenta con los recursos suficientes para indemnizar el perjuicio infligido. En la medida en que los recursos estatales no son ilimitados, la obligación fuerza al Estado a priorizar y autocontenerse. Ese límite es reemplazado, en el proyecto, por la vaga idea de un “precio justo”. Piénsese en esto: ¿no puede devenir, con facilidad, el “precio justo” en algo radicalmente distinto al daño efectivamente causado, mediante la introducción de consideraciones políticas en la noción de lo “justo”?

El Estado tiene, en el proyecto, abiertas las puertas no solo para controlar y limitar la concentración del poder económico y sus abusos, asunto exigible. También tiene capacidad para quitarles arbitrariamente poder económico a los individuos y la sociedad civil. Vale decir, para concentrar el poder social, uniendo el poder político y el económico en sus propias manos.

Del polo neoliberal de un Estado subsidiario reducido a la mínima expresión, impotente para intervenir en la vida económica y fomentarla, así como para controlar con eficacia los abusos de los poderosos, pasamos al otro polo: de un Estado interventor sin límites reales, capaz de constreñir a la sociedad civil, la libertad y la capacidad crítica de los individuos. El principio republicano de la división del poder social queda comprometido, lo mismo que la existencia de una democracia efectivamente republicana.

3. Déficit simbólico del proyecto

Hace unos años, junto a un grupo de profesores de distintas universidades y sectores políticos, abordamos en dos seminarios el problema de la incapacidad de la Constitución de 1980 de operar como símbolo (cf. A. Fontaine, R. Cristi, J. Trujillo, JL Ossa, A. Mascareño y H. Herrera, 1925. Continuidad republicana y cambio constitucional; para el índice y el prólogo de S. Montecinos, ver aquí). Pese a todas las reformas que le fueron introducidas, la Constitución actual sigue careciendo de aptitud simbólica, vale decir, de fuerza para actuar como eje compartido, aceptado y respetado por todos los sectores políticos principales del país. Para desplegar eso que se ha llamado “patriotismo constitucional”, una adhesión de fondo a la configuración política que encarna en la Carta.

Lamentablemente, los testimonios son contestes respecto a la exclusión que tuvo lugar en la discusión constituyente. La mayoría de izquierda operó marginando a todo un sector político que, en la nueva democracia, es entre un 40 y un 54,6 por ciento del país electoral. No solo se evitó recoger las inquietudes y propuestas de la derecha más moderada, sino que además se hizo lo posible por vincular el proceso y su producto con una posición política determinada, con una propuesta ideológica, con las banderas exclusivas solo de una parte del país.

En lo que parece el cumplimiento de un destino fatal, la Convención y sus paladines repiten el gesto autocrático de Jaime Guzmán: de imponer un proyecto constitucional haciendo como si una parte del país no existiese, salvo para tenerla controlada (hasta en lo de los amarres ha sido replicado el gesto). Es cierto que los procedimientos ahora son democráticos y entonces fueron dictatoriales. Pero también es cierto que, más allá de las formas, no se respetó lo que cabe entender como un espíritu democrático y republicano de apertura a quienes piensan distinto –la mitad del país–, especialmente en el momento crucial de producir el símbolo y marco compartido de la existencia en común, la otrora llamada «casa de todos».

Hubiese bastado hacer algunos gestos relevantes, recoger parte de las inquietudes más sentidas por el sector de la centroderecha que, desde el inicio, impulsó el proceso constituyente, asumiendo cargas y costos relevantes en un bando político que tendió a moverse hacia el extremo. El radicalismo excluyente, sin embargo, fue el que prevaleció. Ni los planteamientos de Desbordes ni los Monckeberg –líderes de la centroderecha social o republicano-popular– fueron considerados y el texto evacuado es tan duramente de izquierda, que ambos, ya lo digo, productores del Acuerdo del 15 de noviembre e impulsores comprometidos del proceso constituyente, terminaron restándole su apoyo al proyecto. Nunca había existido la posibilidad de producir un consenso tan amplio. La izquierda la malogró.

La actitud de la mayoría de izquierda y sus conductores, arriesga así hacer fracasar la tarea constituyente. No solo por la mayoría que luce estarse fraguando, en la que confluyen sectores que van desde la derecha a la centroizquierda, opuestos al proyecto constitucional, sino porque, aun de ser aprobado el proyecto, probablemente nunca llegue a operar efectivamente según se espera de una Constitución: como marco compartido y símbolo de la unidad de la nación, capaz, como he indicado, de desencadenar algo así como un “patriotismo constitucional”.

4. ¿Cómo llegamos a esto?

Allende los problemas de pérdida masiva y constante de legitimidad de las instituciones, de capacidades conductoras y prospectivas por parte de las élites, de procesos de centralización y correlativo abandono y fragmentación de las regiones, de concentración del poder económico, de abusos inveterados, de crisis de las organizaciones de la sociedad civil, un factor fundamental de la actual situación y el resultado de un proyecto partidista y no integrador, han sido ideologías radicales, tanto a la derecha cuanto a la izquierda.

En la derecha, la ideología de Milton Friedman y su reducción de la vida social a los intereses de individuos calculadores, causó estragos. Ella impidió, por décadas, que la derecha chilena lograse comprender la política en su dimensión comunitaria y nacional. Que “la nación no es una tienda”, sino un todo donde el bien de las partes depende también del bien del todo. De la cultura nacional se sigue el contexto espiritual donde viven y se desarrollan los individuos. Si la vida cultural es pobre, si los lazos sociales son escuálidos, si priman la desconfianza y una existencia reducida a experiencias de mero consumo y trabajos sin reales capacidades transformadoras, entonces las vidas ahí vividas serán pobres y planas. Al revés, si los lazos sociales son robustos, si la educación y la vida cultural son vigorosas, si los empleos son en tareas efectivamente transformadoras, las vidas vividas quedarán dotadas de mayor riqueza de contenido y hondura.

La hegemonía fáctica de la derecha “Chicago-gremialista” –en medios de comunicación, “think tanks” y toda una infraestructura social y económica del poder– privó a un entero sector político del país de las herramientas y capacidades para comprender adecuadamente la situación. Esa hegemonía significó una pérdida, toda vez que ese mismo sector político gozó, previo a la dictadura, de aptitudes hermenéuticas más diferenciadas, fundadas en un acervo ideológico plural y especialmente atento a la realidad telúrica y popular. Nombres como los de Tancredo Pinochet, Enrique Concha, Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina o Mario Góngora, dan cuenta de ese pasado ideológicamente más robusto en la derecha chilena (cf.  para el pensamiento de Encina, Edwards y Góngora, ver aquí).

La izquierda socialdemócrata de la transición perdió capacidades de renovación. Se estancó. Las nuevas generaciones se expandieron fuera de la Concertación. Aumentó su fuerza un PC culturalmente marginal pero bien organizado. Se difundió además una propuesta política abstracta, que condena moral y hasta teológicamente al mercado como ámbito de alienación y “mundo de Caín”; que identifica la plenitud humana con la marginación del mercado y la realización de una actividad público-deliberativa. El fanático cree férreamente en las propias concepciones, desligándose de la realidad concreta. Es lo que ha hecho Atria. Pese a sus reclamos de incomprensión, aún no ha podido explicar lo más básico: cómo por medio de una razón abstracta y universalizante se va a conseguir una plenitud concreta, para situaciones únicas e individuos singulares. O: cómo seres que son muchísimo más que su racionalidad y su visibilidad, que en la dimensión pública posan y en la privada tienden a ser más auténticos, van a encontrar plenitud en un contexto social carente de ámbitos de privacidad fuertes; expuestos a una deliberación ocular, escrutadora, eventualmente hostil –Atria llega a proponer marginar al escéptico, a quien dude que “en algún asunto” discutido haya soluciones correctas– (para más detalle, ver aquí).

5. De un extremo al otro

No es extraño, entonces, que hayamos pasado de un extremo –economicista, subsidiario, de Estado mínimo– al otro, el de un Estado sin los límites, las divisiones y equilibrios del poder político y social que permiten hablar con claridad de una democracia propiamente republicana.

Abstracciones de lado y lado son las responsables de la situación en la que nos hallamos. Una situación que es de malestar en la precisa medida en que no encuentra expresión en las instituciones y discursos dominantes. Tal como es ingenuo “creer que el viejo modelo, remendado con buen hilo, pueda resultar correcto”, e ignorar la exigencia actual de reformas estructurales que apunten a controlar los abusos del poder económico y asegurar condiciones razonables de existencia para todos, es ingenuo también esperar, como parece hacerlo una izquierda radical en ebullición ensimismada, que con las fórmulas abstractas de condena moral del mercado, y afirmación de una plenitud humana como debate racional escrutador, ocular, generalizante, se podrá brindar expresión adecuada a las pulsiones y anhelos populares, a la situación de la nación concreta de individuos de carne y hueso, situados en su territorio –o hacinamiento– real.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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