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El derecho a la vivienda y la ciudad en la nueva Constitución: una mirada histórica pensando en el futuro Opinión

El derecho a la vivienda y la ciudad en la nueva Constitución: una mirada histórica pensando en el futuro

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Simón Castillo
Por : Simón Castillo Historiador y profesor de la escuela de Arquitectura UDP.
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La propuesta de nueva Constitución indica, en su artículo 51, que “toda persona tiene el derecho a una vivienda digna y adecuada”, agregando que “el Estado tomará las medidas necesarias para asegurar su goce universal”, añadiendo, asimismo, el retorno de la ejecución directa, consagrando que el aparato público “podrá participar en el diseño, la construcción, la rehabilitación, la conservación y la innovación de la vivienda”, asignándosele también la responsabilidad de proveer de suelo para lograr estos objetivos. En tanto, el art. 52 consagra el “derecho a la ciudad”, basado en el principio del bien común. Como se señala en esta columna, la falta de acceso a los servicios básicos por los pobres urbanos ha sido la tónica en nuestra historia. Al respecto, el mismo artículo establece que el aparato público garantiza su acceso equitativo. Cabe destacar que, para la redacción final de dichos artículos, se consultó a un amplio número de organizaciones de pobladores de todo el país, siendo así un proceso participativo inédito en nuestra historia constitucional.


En Chile urbano, durante más de 150 años, la vivienda ha sido objeto de lucro y vista como una mercancía más. Amparada en la falta de regulación o en la trasgresión de la norma a partir de la defensa irrestricta del derecho de propiedad, esta forma de comprender al espacio de reproducción social dice mucho de nuestra idiosincrasia y relaciones de poder. Esto se produjo primero con los conventillos pasajes angostos y antihigiénicos sobre los que daban una serie de piezas–, la modalidad mayoritaria de habitación para los sectores populares, generalmente en arriendo. A inicios del siglo XX, en Santiago y Valparaíso alrededor del cuarenta por ciento de la población vivía en este tipo de unidades, gracias a que constituía un pingüe negocio con débil fiscalización.

En 1906, plena época de la “cuestión social”, se dictó la Ley de Habitaciones Obreras, activando la demolición de conventillos insalubres o ruinosos y procurando la ejecución directa por parte del Estado, teniendo su primer resultado en Santiago con la población Huemul, del barrio Franklin (1912). Sin embargo, esta ley fue insuficiente para la gravedad del problema, manteniéndose una estructura burocrática más ligada a la caridad privada que a un Estado presente. Los particulares, por su parte, mostraron un total desinterés frente a las exenciones tributarias fijadas por aquella norma, porque era mucho más rentable arrendar piezas antihigiénicas sin inversión alguna.

En 1925, emparentada con el espíritu de reforma social de la época, plasmado en la Constitución de aquel año, se promulgó la Ley de Habitaciones Baratas, impulsando la oferta de casas para empleados públicos y militares, pero excluyendo a las clases bajas. Hubo un fuerte énfasis en la formación de cooperativas de trabajadores, fomentando la obtención de una vivienda por medio de gremios de artesanos, comerciantes y obreros. Sin embargo, estos conjuntos nuevamente no dieron abasto frente a la demanda. La vivienda siguió siendo entendida como mercancía por parte de los especuladores, ahora a través de las poblaciones por arriendo y venta de sitios, que desde inicios del siglo XX, ante la escasez de oferta en el centro y alrededores, se multiplicaron por la periferia de Santiago y otras ciudades, sin servicios ni equipamiento básicos.

Ya con la Carta Magna de 1925 en marcha, la vivienda ejecutada por el Estado de forma directa o indirecta fue entregada en arriendo y en venta. En el caso de la primera modalidad, representativas son las poblaciones de la Caja del Seguro Obligatorio durante los años treinta, como Lo Franco en Quinta Normal o los Colectivos levantados en Antofagasta y Tocopilla bajo el mandato del Presidente Aguirre Cerda. La creación de la Corporación de la Vivienda en 1953 y del Ministerio de Vivienda y Urbanismo en 1965, apuntaron a centralizar las funciones y consolidar el rol del aparato público en pleno proceso de migración campo-ciudad. Pese a dichos méritos, estas iniciativas no reconocieron el “derecho a la vivienda” en tanto obligación fiscal. Recién desde la Presidencia de Salvador Allende, como parte de un proyecto socialista en medio de un enorme y creciente déficit habitacional y una masiva movilización reivindicativa–, se reconoció esta premisa, aunque no a rango constitucional. Sin terminar con el déficit, ello generó la producción estatal de unidades más grande de nuestra historia republicana, siendo interrumpida con el golpe de Estado de 1973.

La Constitución de 1980, emanada en dictadura y que posicionó al Estado subsidiario en reemplazo del aparato público desarrollista, entregó la provisión de la vivienda al mercado, en una lógica neoliberal que terminó segregando aún más a las ciudades. Junto con ello, hubo un desmontaje de la planificación urbana, considerada una intromisión en el libre mercado. El Estado no volvió a edificar de manera directa y se pasó de un subsidio a la oferta a uno a la demanda, distinguiendo entre calidad y emplazamiento de la vivienda según capacidad de pago.

El objetivo del general Pinochet de transformar a Chile en “una nación de propietarios, no de proletarios” fue conseguida, pero al altísimo costo de crear como en anteriores ocasiones enormes territorios de pobreza y precaria calidad habitacional. Comunas como La Pintana y Puente Alto, situadas en los márgenes de Santiago, fueron en rigor «municipios para pobres», donde la baja calidad material y la falta de servicios se mezcló con serios problemas de conectividad y transporte urbano. Los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia buscaron resolver el déficit de unidades, pero mantuvieron el giro neoliberal. El caso de las “Casas Copeva” y la formación de Bajos de Mena, un vasto sector carente de todo tipo de servicios en el extremo sur de la periferia capitalina, evidenció las miserias de la política habitacional de los años 1990 y 2000.

La propuesta de nueva Constitución indica, en su artículo 51, que “toda persona tiene el derecho a una vivienda digna y adecuada”, agregando que “el Estado tomará las medidas necesarias para asegurar su goce universal”, añadiendo, asimismo, el retorno de la ejecución directa, consagrando que el aparato público “podrá participar en el diseño, la construcción, la rehabilitación, la conservación y la innovación de la vivienda”, asignándosele también la responsabilidad de proveer de suelo para lograr estos objetivos. En tanto, el art. 52 consagra el “derecho a la ciudad”, basado en el principio del bien común. Como se ha señalado en esta columna, la falta de acceso a los servicios básicos por los pobres urbanos ha sido la tónica en nuestra historia. Al respecto, el mismo artículo establece que el aparato público garantiza su acceso equitativo. Cabe destacar que, para la redacción final de dichos artículos, se consultó a un amplio número de organizaciones de pobladores de todo el país, siendo así un proceso participativo inédito en nuestra historia constitucional.

En consecuencia, se trata de un desafío mayúsculo sobre todo por el explosivo crecimiento de asentamientos informales durante la última década–, pero que retoma un rol crucial del Estado después de casi medio siglo, como es el de apuntar a la vivienda no en su faceta de mercancía, sino en su función original: la de abrigo, cuidado y espacio de reproducción social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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