Hoy, la superficie agrícola global cubre más de un 40% de la superficie terrestre. Este drástico cambio en el uso del suelo y la alta dependencia de insumos, hacen del modelo agrícola actual un importante precursor de la crisis ambiental global, teniendo un impacto considerable en la disminución de la biodiversidad y la emisión de gases de efecto invernadero. Por otra parte, las largas cadenas de comercialización, la concentración e integración vertical del negocio agrícola, resultan en que, a nivel global, según datos de FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), un tercio de los alimentos se desperdicia, 800 millones de personas permanecen aún desnutridas, 2.000 millones tienen deficiencias de micronutrientes y, por otro lado, la obesidad va en aumento.
Hace casi 80 años, la llamada revolución verde fue un hito que marcó el desarrollo de la humanidad. La síntesis de fertilizantes nitrogenados, el uso de pesticidas químicos y, en forma importante, el mejoramiento genético, permitió la intensificación de la agricultura, que resultó en un aumento considerable de la superficie y de los rendimientos. Obviamente, esta situación trajo consigo un sinnúmero de beneficios a la humanidad, incluyendo la seguridad alimentaria y reducción del hambre. Sin embargo, esta expansión agrícola, en desmedro de ecosistemas naturales, resultó en grandes extensiones de cultivos, productivos y genéticamente especializados, que –hasta la actualidad– y a pesar de mejoras que apuntan hacia la eficiencia en el uso de recursos, demandan una serie de insumos externos como agua, agroquímicos (fertilizantes, plaguicidas y herbicidas) y combustibles fósiles.
Hoy, la superficie agrícola global cubre más de un 40% de la superficie terrestre. Este drástico cambio en el uso del suelo y la alta dependencia de insumos, hacen del modelo agrícola actual un importante precursor de la crisis ambiental global, teniendo un impacto considerable en la disminución de la biodiversidad y la emisión de gases de efecto invernadero. Por otra parte, largas cadenas de comercialización, la concentración e integración vertical del negocio agrícola, resultan en que, a nivel global, según datos de FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), un tercio de los alimentos se desperdicia, 800 millones de personas permanecen aún desnutridas, 2.000 millones tienen deficiencias de micronutrientes y, por otro lado, la obesidad va en aumento.
Por ello, ante la crisis socioambiental global, debemos repensar el modelo actual de producción agrícola. Hoy, la agricultura es responsable directa del 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Paradójicamente, la agricultura es uno de los sectores más vulnerables a estos cambios ambientales, como variaciones en el clima, agua o cambios en la biodiversidad, como las abundancias de plagas y enfermedades.
A 80 años de este hito, el avance en el conocimiento y la tecnología ha dado luces sobre un cambio de paradigma en el modelo actual de producción agrícola. La agricultura no es una burbuja donde todo se pueda resolver con decisiones a nivel predial. Es parte y depende de los ecosistemas naturales para la producción. Por ende, el desacoplamiento de la naturaleza solo contribuye a la disminución productiva. En los últimos años, existe amplia evidencia científica que cuantifica el aporte de ecosistemas naturales a la producción. Bajo el paradigma de la intensificación ecológica, se promueven paisajes más heterogéneos, con presencia de áreas naturales y prácticas que apuntan a aumentar la biodiversidad a nivel predial para una mayor eficiencia y rendimientos en la producción agrícola.
Algunos ejemplos de lo anterior son la polinización por insectos silvestres, el control biológico de plagas por enemigos naturales, la diversidad de microorganismos benéficos del suelo que incrementan la fertilidad o mejoran la eficiencia en el uso del agua, la disponibilidad y calidad de agua, y la regulación microclimática, entre otros. Todos estos aspectos inciden, por una parte, en una mayor producción y, por otra, en aumentar la resiliencia al cambio climático, y todos en conjunto son el resultado del funcionamiento de la biodiversidad en los ecosistemas. Esto implica que, para alimentar a la creciente población global, y estar alineados con los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, no se requiere de incrementar la superficie agrícola en desmedro de ecosistemas naturales, sino que potenciar la provisión de los beneficios de la naturaleza en el agro para mejorar la eficiencia productiva.
Por ello, si queremos avanzar en transformarnos en una potencia agroalimentaria, la solución va justamente en establecer una Política de conservación, integración y restauración de los ecosistemas silvestres en el paisaje productivo, con el fin de mejorar la producción y sostenibilidad agrícola en el largo plazo. Para esto, es vital descartar la falsa dicotomía que imponen algunos gremios agrícolas, sobre conservar o producir. Debemos avanzar en forma transversal en el conocimiento sobre intensificación ecológica en los centros de formación de técnicos y profesionales del agro y, finalmente, alinear a los ministerios de Agricultura, del Medio Ambiente y de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación de Chile en pro de promover, a través de políticas públicas integradas, sistemas más productivos, resilientes y sustentables con base en los ecosistemas.