“Ojalá hubiéramos partido como terminamos”, declararon varios de los que consideran un fracaso este proceso constituyente. Y es cierto, porque, de haber empezado como finalizamos, hoy estaríamos celebrando haber llegado todavía más lejos. Lo importante, sin embargo, es que concluimos mejor que como empezamos: sin revuelta callejera, sin gritos altisonantes, cuidando las formas y conviniendo un nuevo punto de partida, democrático y socialmente más exigente, atento a las nuevas realidades culturales y a los riesgos que corre la naturaleza en que nos hallamos inmersos. Lo hicimos ciudadanos elegidos por otros iguales a nosotros. Los antecedentes son muchos y el recorrido ha sido largo. No parece buena idea volver a foja cero y entregar a las fuerzas conservadoras una vez más la llave de los cambios. El resultado, evidentemente, no es perfecto, pero señala un nuevo hito a partir del cual cimentar la construcción del ciclo político que viene.
El martes 28 de junio, pasadas las 09:30 a.m., comenzó la última sesión plenaria de la Convención Constitucional. Entre ese día y los dos siguientes, debíamos votar la propuesta de armonización trabajada por el grupo de convencionales a cargo de estructurar, cohesionar y editar las normas previamente aprobadas por el Pleno. Esta votación, pensada para durar tres días, concluyó esa misma mañana. En lugar de sancionarse cada norma por separado, las terminamos votando en bloque. Fueron poquísimas las que se sufragaron de manera aislada.
La derecha, ya enteramente comprometida con la opción del Rechazo en el plebiscito de salida, llevaba días sin participar en la deliberación de las comisiones de cierre –Armonización y Transitorias– y evitando manifestar sus preferencias en las votaciones, ya sea pasando de largo u optando por la abstención. Si algún moderado se acercaba a uno de ellos para pedirles apoyo en contra de cierta propuesta desmedida, no faltaban los que respondían: “Que quede la grande nomás”. Fueron varias las normas que, atendiendo a sus propias preocupaciones, echaron a su suerte. Total, así después tenían mejores argumentos para denunciar que había sido todo una locura. Los distintos poderes constituidos hicieron gestiones con muchos de ellos, además de los otros, para mejorar normas problemáticas –las transitorias referidas a la permanencia de los jueces, a la situación de las aguas o del consentimiento indígena–, pero hicieron oídos sordos. “No estamos para solucionar problemas ajenos”, respondían. Debieron ser discusiones al interior de las izquierdas, no precisamente calmas, las que se hicieran cargo de resolver, en la medida de lo posible, dichos incordios.
Esa última sesión se interrumpió poco después del mediodía con la intención de retomarse el lunes siguiente, en lo que sería la ceremonia de clausura y entrega del texto constitucional al Presidente de la República.
El lunes 4 amaneció heladísimo. Había pasado justo un año desde el evento inaugural de la Convención, donde nos habíamos visto las caras por primera vez. Ese día también hacía frío, pero no tanto; la temperatura del ambiente, sin embargo, era altísima. El estallido social mantenía vivas sus brasas y muchos de los que llegaron las soplaban desde adentro. Un porcentaje para nada insignificante de los elegidos provenía del activismo callejero. Marchas organizadas desde Plaza “Dignidad” los acompañaron hasta las puertas del edificio del ex Congreso Nacional. Como la pandemia aún campeaba con fuerza, aquella vez no pudimos entrar al Salón de Honor y nos instalaron en unas graderías frente a su entrada, al aire libre. Ahora estaban las mismas bancas azules para dar espacio a los invitados, pero nosotros nos sentamos al interior, sobre sillones de madera y cuero negro, frente a la pintura de Fray Pedro Subercaseaux, donde Almagro y su armadura montan un caballo blanco, y un mapuche semidesnudo se inclina a sus pies.
Ese 4 de julio de 2021, que hoy parece lejanísimo, las fronteras entre la revuelta que había obligado al mundo político a convocar a este proceso constituyente, y nosotros, los elegidos para darle un cauce, era delgadísima. De hecho, apenas comenzaron las manifestaciones afuera, tuvieron su réplica adentro con gritos que exigían libertad para sus presos. “¡Liberar, liberar, a los presos por luchar!”. Gritos muchas veces desaforados y furiosos, de esos que asoman las venas del cuello. En el escritorio instalado entre ambas graderías, Carmen Gloria Valladares esperaba dar inicio a la ceremonia en medio de una batahola que por momentos la ocultaba. A su lado, un personaje completamente desconocido, funcionario de la Cámara de Diputados, llamado John Smok, se mantenía impertérrito.
Cuando quiso dar inicio al evento, una de las convencionales, vestida de naranja, Elsa Labraña, corrió a increparla. Había quienes no estaban dispuestos a participar de ninguna martingala institucionalizadora hasta que les dieran garantías de que todos sus compañeros se hallaban a salvo, libres del acoso policial. Ese, más o menos, era el lenguaje. Salió un grupo de constituyentes a ver lo que sucedía en las calles. La machi Linconao deambulaba con un ramo de canelo y, un par de horas más tarde, cuando los niños de la orquesta juvenil quisieron interpretar el himno patrio, los más exaltados abuchearon y los hicieron callar. Cuando por fin tuvo lugar la elección de nuestra primera mesa –la llevamos a cabo depositando uno por uno su preferencia en el copón de plata que John Smok trajo de Valparaíso–, el Pelao Vade votó con los pies descalzos, Woldarsky tapándose un ojo en señal de solidaridad con los ciegos y tuertos del estallido, otros con el puño en alto o esgrimiendo consignas, y la machi gorjeando un afafán.
Todo chile siguió estas escenas por televisión. Los periodistas y camarógrafos buscaban los pocos rostros reconocibles para sacarles declaraciones. La transmisión oficial mostraba una panorámica que ocasionalmente se concentraba en algún detalle del acontecer. Las vestimentas de los distintos pueblos indígenas les resultaban especialmente llamativas. No pocos temieron que la Convención terminara ahí mismo.
El Gobierno de Sebastián Piñera, enemigo número uno de los octubristas, había hecho poco y nada por ayudar con la instalación de esta asamblea paritaria, mayoritariamente joven, donde la mitad eran mujeres, y un buen porcentaje homosexuales e indígenas que por primera vez participaban, en tanto tales, de la toma de decisiones colectivas. Nunca antes se había visto en Chile una instancia política de semejantes características. En pocas partes del mundo, a decir verdad. Entonces no sabíamos dónde sesionaríamos, cómo nos íbamos a sentar, faltaban las instalaciones necesarias y no existía nada parecido a un manual de funcionamiento. Era como si nos hubieran arrojado ahí y una voz invisible repitiera: “¿Querían ser un poder originario? Pues, ahora, arréglenselas”.
Tras su discurso, la recién electa presidenta, Elisa Loncon, le pidió al secretario Smok, quien había viajado a la capital con muda para una noche, que por favor no se fuera. Sin Smok y los demás profesionales de la Cámara de Diputados que llegaron a apoyar el quehacer de la asamblea, esta no habría podido seguir adelante. Salvo ocho exparlamentarios –el almirante Arancibia, Cristián Monckeberg, Marcela Cubillos, Rodrigo Álvarez, Fuad Chahin, Felipe Harboe, Hugo Gutiérrez y Renato Garín–, ninguno de los demás 147 convencionales tenía la más mínima experiencia legislativa. Buena parte de la Convención jamás había participado en una actividad pública. Ciento cuatro éramos independientes, es decir, nuevos en la lógica política.
Algunos llegamos pensando que esto podría funcionar sin bancadas –o “colectivos”, como les llamamos aquí–, simplemente acudiendo a las individualidades, mezclándonos unos con otros de manera espontánea y diversa, dependiendo del tema y la ocasión. Yo mismo propuse de manera informal que nos sentáramos aleatoriamente para conocernos con libertad, e insistí en la importancia de un comedor en que pudiéramos compartir y conversar sobre nosotros mismos. Pero nada de esto fue posible. Nunca hubo instalaciones que nos acogieran fuera de las salas de trabajo. Si en un comienzo al menos existió una mesa con té, café y galletas, al poco andar, los únicos estipendios de comestibles y bebestibles fueron tres máquinas que funcionaban con monedas –cuando funcionaban–, ubicadas en el corredor central: una de café y té, una de refrescos y otra con diversos productos envasados: papas fritas, brownies, frutos secos y golosinas. Durante algunas semanas se instaló a la salida del Senado un carrito que vendía completos, churrascos y fajitas, pero duró poco.
Un año más tarde y miles de risas, llantos, furias, enfermedades, búsquedas de apoyos (pirquineos), friqueríos, obsesiones, enfrentamientos, complicidades, Whatsapps, Zooms, preocupaciones, logros, derrotas, estudios, debates, alegrías, frustraciones y aprendizajes, repetíamos la escena. En 2021, para conocernos y comenzar este proceso constituyente; en 2022, para despedirnos y entregar lo comprometido.
Si en la ceremonia de apertura primaron las sospechas y la rabia, en esta, de cierre, aunque una parte se mostrara a regañadientes y despreciativa, primaron los abrazos. No todos con todos, pero sí muchos con muchos, y hartas veces entre adversarios. “Fue un gusto conocerte y trabajar contigo”, les decían algunos de derecha a otros de izquierda; “no es que me vaya contento, pero se hizo lo que se pudo”. “Aunque nunca estuvimos de acuerdo, te felicito sinceramente por tu trabajo”, le dijo otra de izquierda a uno de derecha. “Casi nunca conversamos, pero te voy a echar de menos”, escuché al pasar. Jamás hubo enfrentamientos físicos. Todas las agresiones fueron verbales, y una ínfima minoría acudió alguna vez a un ataque personal. Vale la pena recordar que sesionamos en el mismo hemiciclo donde décadas atrás retiraron los ceniceros, porque, al acalorarse, los diputados se los lanzaban unos a otros.
Si al arrancar este capítulo fundamental de una historia que a todas luces será más larga y, en lo sucesivo, con otros protagonistas, reinaba la provocación y el desorden, este 4 de julio, al terminarlo, primó la mesura y la formalidad. Todos los convencionales llegamos vestidos con preocupación. Los miembros del Frente Amplio parecen haber acordado el uso de la corbata, porque hasta Achurra se la puso. Mi amigo, el profesor Javier Fuchslocher –que siempre anduvo bien peinado, pero que recién para el segundo invierno comenzó a mostrar las riquezas de su armario– llegó de terno oscuro, corbata roja y un abrigo de lana blanca colgando de los hombros. “¡Te parecís a Pinochet!”, bromeó uno, no sé si Tomás Laibe o Nicolás Núñez, el de las payas con guitarra y el voto desde la ducha, ahora con chaqueta. “Si nos hubiéramos vestido siempre así, esto hubiera sido otra cosa”, concluyó alguien, y digo “alguien”, porque eran tantos y tantas quienes iban y venían, que las frases se perdían de sus dueños.
Isabella Mamani, su marido y su hijo aymara, llegaron con tenida de fiesta. Rosa Catrileo y Elisa Loncon lucieron lo mejor de sus platerías. Adolfo Millabur, por su parte, vistió el mismo poncho gris del primer día. Estaban el Fiscal Nacional, la Defensora de la Niñez, el presidente del Senado y el de la Corte Suprema, Carmen Gloria Valladares, la ministra Izkia Siches y Giorgio Jackson (“a él –me dijo días después un senador– le tenemos lista una bandeja para poner su cabeza, y parlamentarios han ofrecido choritos, camotillos, charqui, luche, frutas de exportación, salmones y cuanto producto de sus localidades te puedas imaginar, para decorarla”).
–¿Qué sientes? –le preguntó Millabur a Yarela Gómez.
–Como si fuera el último día de clases –contestó ella.
Mario Vargas daba vueltas en círculo con su celular en la mano mientras relataba para quienes lo seguían por las redes todo lo que acontecía: “Ahora entran por el pasillo central la presidenta María Elisa Quinteros y el vicepresidente Gaspar Domínguez. Llevan en su manos el texto de la nueva Constitución”. Al igual que una pareja de novios, antes de llegar al altar, saludaron a sus padrinos Loncon y Bassa, y ya en la testera exhibieron, tal como hacen los sacerdotes con los textos santos, la edición morada de nuestra propuesta de Carta Fundamental.
María Elisa Quinteros, del mismo modo en que venía haciendo al comenzar todas las sesiones desde que asumiera el cargo, saludó en todas las lenguas de Chile. A continuación, empezó a sonar el himno nacional por los parlantes. La derecha, todos usando las mismas mascarillas con la bandera chilena impresa, aplaudió con aspavientos y comenzó a cantar con fuerza, con el evidente objetivo de resaltar y aparecer como los verdaderos defensores del himno, pero esta vez no requirió de defensores, porque la casi totalidad de los presentes lo entonó con igual entusiasmo.
El vicepresidente Domínguez tomó la palabra: “Antes no hubiera podido hablar como homosexual en una instancia como esta… y aquí hemos concluido con la Constitución de un Chile imperfecto, pero real”. El discurso de la presidenta fue mucho más deslavado e insípido. A continuación, John Smok, como ministro de fe, despejó cualquier duda de irregularidades y tergiversaciones en el texto final, e inmediatamente después hizo entrega de la versión facsimilar a MEQ y Domínguez “para estampar su firma”. Las cámaras y los celulares relampagueaban desde las galerías del segundo piso y por todo alrededor. El único grito disruptivo que se escuchó en la ceremonia provino desde uno de esos camarógrafos instalados en lo alto: “¡Despejen!”.
Mario Vargas retomó su narración cuando entró el Presidente de la República, y otros varios lo imitaron. “Este día quedará en los anales de la Historia”, fue lo primero que dijo Gabriel Boric al tomar la palabra, inflando el pecho y apretando la panza, como suele hacer. Después, con una agilidad y precisión nunca antes vista durante este proceso, pusieron un escritorio en el centro del pasillo para que Izkia, Giorgio y el Presidente firmaran el decreto que llamaba a un plebiscito ratificatorio para el día 4 de septiembre. De inmediato, el maestro Valentín Trujillo comenzó a interpretar en piano el himno nacional. Una vez más, todos los convencionales lo cantaron. Alguien me comentó que el tío Valentín tenía una larga lista de temas preparados para deleitar a la audiencia, pero apenas pudo comenzar su segunda melodía cuando el Presidente emprendió la retirada y debió interrumpirla. Antes de dejar la testera, le hizo un gesto de namasté al ya viejo pianista de televisión, y abandonó el Salón de Honor.
La misma Convención que se encargó de conquistar hastíos y desilusiones mostrando arrogancias, conflictos, desmesuras y más particularismos que vocación por el encuentro, que en lugar de abstraerse de las propias cuitas procuró exhibirlas como argumento, que representó los desprecios de unos por otros en lugar de abrirse a la curiosidad, que conoció las burlas en momentos en que correspondían los reconocimientos, a empellones, se fue acercando.
No supimos modelar las normas en conjunto, buscando los unos lo mejor de los otros, sino que las tallamos a cincelazos. En todas hay huellas de todos y ninguna se impuso tal como fue presentada primeramente. La necesidad de obtener los 2/3 en el Pleno impidió la imposición de los rabiosos. Es cierto que a la derecha poquísimas veces se le dio el espacio para instalar sus propuestas como punto de partida, pero hasta antes de renunciar, no escasearon las ocasiones en que limitaron su alcance. Un alto porcentaje de los artículos que hoy forman parte de la propuesta constitucional contó con la aprobación de a lo menos una porción de los suyos.
Si tantas normas terminaron relegando su especificación y desarrollo a la ley, es decir, al debate parlamentario, fue precisamente porque la Convención no consiguió un acuerdo que las llevara más lejos. Muchos, los maximalistas que desconfiaban de los poderes constituidos, lo hubieran querido, pero no consiguieron imponerse. La única ronda que bailaron juntos derechistas e izquierdistas aconteció en los comienzos, luego unas ceremonias chamánicas. Se trató más de una declaración de intenciones que de una verdad consumada. La ronda definitiva, seguramente, es imposible, pero avanzar para conseguirla es la utopía de la democracia. Una en la que hasta quienes odian bailar, desde sus rincones, se saben parte de ella. La meta parece aún distante, pero si se considera la gran cantidad de voces que aquí se incluyeron, no es cierto decir que ahora estamos más lejos que antes.
“Ojalá hubiéramos partido como terminamos”, declararon varios de los que consideran un fracaso este proceso constituyente. Y es cierto, porque de haber empezado como finalizamos, hoy estaríamos celebrando haber llegado todavía más lejos. Lo importante, sin embargo, es que concluimos mejor que como empezamos: sin revuelta callejera, sin gritos altisonantes, cuidando las formas y conviniendo un nuevo punto de partida, democrático y socialmente más exigente, atento a las nuevas realidades culturales y a los riesgos que corre la naturaleza en que nos hallamos inmersos. Lo hicimos ciudadanos elegidos por otros iguales a nosotros. Los antecedentes son muchos y el recorrido ha sido largo.
El proyecto de una Constitución que represente a las mayorías comenzó con el discurso de Frei Montalva en el Teatro Caupolicán el año 1980, lo retomó con fuerza y nuevas ínfulas Michelle Bachelet en 2015, cuando nos invitó a todos a discutir sus contenidos posibles, hubo cabildos populares durante el estallido social que reposicionaron su urgencia, y tomó forma definitiva en la elección de una Convención Constitucional el año pasado.
No parece buena idea volver a foja cero y entregar a las fuerzas conservadoras una vez más la llave de los cambios. El resultado, evidentemente, no es perfecto, pero señala un nuevo hito a partir del cual cimentar la construcción del ciclo político que viene. Si los chilenos y chilenas lo aprueban el 4 de septiembre próximo, lo que vendrá por delante es un largo camino de adecuación, perfeccionamiento y actualización que, inevitablemente, nos llevará a otro punto de partida, cuando generaciones venideras concluyan, una vez más, que el acuerdo del que nosotros arrancamos ha vuelto a parecer insuficiente.
Aquí nadie sobra, y es de esperar que este esfuerzo de inclusión escuche, con creciente respeto y esmero, a todos aquellos que se han sentido ignorados.