¿Qué hay aspectos que pueden reformase?: es obvio en un Estado democrático; ¿Qué se pudo ser más breves?: por supuesto, pero se quiso ser detallado en la garantía de nuestros derechos y libertades, en una línea excepcional de cuidado de los derechos sociales y de los derechos de ancianos, niños y adolescentes, personas con discapacidad, mujeres y minorías. El texto posee, finalmente, una apertura grande hacia el futuro y a la construcción de una sólida y moderna institucionalidad democrática. Aprobar es un imperativo.
El 4 de septiembre próximo los chilenos decidiremos sobre nuestro futuro. El país busca un camino institucional en medio de una crisis profunda y de una gran desconfianza en las élites que, por años, no fueron seriamente renovadas. La Constitución de 1980, barrera formidable a las transformaciones que la mayoría del país esperaba, en temas tan vitales como la salud, la educación o el sistema de pensiones, finalmente se desmorona como un castillo de naipes. Nadie (en apariencia al menos) defiende la vieja y vigente Constitución. La estrategia entonces de los detractores parece ser instalar la idea de que la propuesta elaborada por los convencionales constituyentes no es la que se esperaba, que hay que reformarla (aprobar para reformar), etc.
Sin embargo, llama la atención este lenguaje, teniendo en cuenta que el texto propuesto es un texto de alta calidad que supera con creces los estándares más estrictos de una constitución democrática.
Una Constitución se estructura básicamente sobre dos pilares: la organización y distribución del poder y una carta de derechos y libertades; ello, por cierto, a partir de un conjunto de decisiones sobre el modo y forma de constituir la unidad política.
La decisión de los convencionales constituyentes, representativos como nunca antes en nuestra historia de todas las capas y expresiones de la sociedad, fue la siguiente: constituir al Estado de Chile como un Estado Democrático y Social de Derecho (siguiendo el modelo de los sistemas constitucionales más avanzados), descentralizar al país bajo la fórmula del Estado Regional, al conspicuo estilo de Italia, Francia o España, aunque significativamente con más moderación en la intensidad de las autonomías políticas de las entidades territoriales; el establecimiento de una Republica Solidaria (vieja expresión de la Constitución de Egaña de 1823) y la decisión notable y fundamental de asentar la soberanía no en la nación, sino en el pueblo, es decir, como el propio texto indica, siguiendo el concepto amplio americano de “citizenship”, en los chilenos. Esta última decisión permite comprender mejor el concepto de plurinacionalidad. La soberanía no recaerá en “los pueblos y naciones”, sino en los chilenos, ciudadanos indígenas o no. En ese contexto, el principio de plurinacionalidad es una razonable expresión de decencia (es difícil además encontrar un estado que no sea plurinacional desde un punto de vista antropológico), de reconocimiento y significación de nuestros pueblos originarios, de un modo menos intenso, incluso, que las formas adoptadas por países como Canadá, Estados Unidos o México.
Con sabiduría los constituyentes no siguieron la opinión mayoritaria de los expertos, partidarios de fórmulas parlamentarias o semipresidenciales, y mantuvieron la tradición del régimen presidencial chileno, consignando algunas correcciones. La configuración de una Cámara Regional con 19 importantísimas atribuciones, entre ellas, en materia de presupuesto, ampliables por decisión mayoritaria de la misma a todas las demás de que conozca la Cámara de Diputadas y Diputados. Su principio de conformación es regional: 3 representantes al menos por región en términos igualitarios, electos tres años después de la elección presidencial; lo que muy probablemente favorecerá a los opositores al gobierno de turno. El Presidente de la Republica mantiene la decisión en materia de gastos, limitando la iniciativa parlamentaria a su patrocinio y a la exigencia de un quórum acotado de iniciativa, que da también seriedad a la política y a la función representativa, como en la mayor parte de las democracias más reputadas.
La distribución de competencias en el Estado se hace de abajo hacia arriba, entregando la competencia residual al Estado central, demostrando otra vez los convencionales una gran moderación.
Cuesta entonces entender el apasionamiento de algunos detractores. El texto es abierto a su reforma e incluso a su reemplazo total de un modo más flexible que la Constitución actual. Se establecen límites y controles importantes al Estado, a través de la tutela amplia de los derechos y el control de la administración por medio de la creación de los tribunales administrativos; todo ello en beneficio de los ciudadanos que no quedarán a merced de la arbitrariedad de la administración. Un régimen muy superior al existente. El derecho de propiedad se garantiza a estándares superiores a Italia o Alemania y los constituyentes no incorporaron, expresamente, la nacionalización, mientras, por ejemplo, Francia avanza hacia la nacionalización de todo el sector eléctrico. A diferencia de los países mencionados (excepto Francia) la indemnización expropiatoria debe ser previa, a precio de mercado (“justo precio”, así interpretado por nuestra Corte Suprema). El estatuto de la minería es irreprochable. Cuesta entender entonces la pasión de algunos contra el texto. La autoría del texto no es de “radicales de izquierda”, como se descalifica. Quizá lo que duele a las élites es la distribución del poder, el establecimiento de un régimen que propicia la transparencia y la responsabilidad fiscal a todo nivel y el fin del lobby en las más altas designaciones. ¡Qué difícil será obtener ayudas fuera del régimen de concursos para los cargos en la administración de justicia, por ejemplo, con la existencia de un Consejo Superior de la Justicia transparente y sujeto a reglas de concurso público y probidad!, ¡qué mundo nuevo para las mujeres!, que tendrán acceso real a las decisiones. Una propuesta que garantiza la unidad de jurisdicción en la Corte Suprema y que en el ámbito de las autonomías sanciona la más estricta unidad e indivisibilidad del Estado, bajo un régimen, eso si, de amplio control y participación ciudadana.
Es la Constitución que deseamos para nuestros hijos. Restablecerá el compromiso de todos con el Derecho en tiempos de anomia, y favorecerá el desarrollo económico y social del país, a través de instituciones equilibradas y aptas para la gobernanza.
Aprobar la propuesta de los constituyentes es importante. La dificultad no se encuentra en el texto, sino en la madurez de que sean capaces nuestros liderazgos políticos y empresariales. Una casa de todos se construye, como hizo la Convención, con respeto a las exigentes reglas, incluso superadas, de los dos tercios y no queriendo llevarse -como esos niños taimados que todos recordamos- la pelota para la casa. El respeto a la naturaleza en tiempos de crisis ambiental y ecológica dramática, es un colofón de la lectura inteligente de la realidad realizado por los constituyentes.
¿Qué hay aspectos que pueden reformase?: es obvio en un Estado democrático; ¿Qué se pudo ser más breves?, por supuesto, pero se quiso ser detallado en la garantía de nuestros derechos y libertades, en una línea excepcional de cuidado de los derechos sociales y de los derechos de ancianos, niños y adolescentes, personas con discapacidad, mujeres y minorías. El texto posee, finalmente, una apertura grande hacia el futuro y a la construcción de una sólida y moderna institucionalidad democrática. Aprobar es un imperativo.