Solo en cuatro ocasiones la propuesta de la CC menciona a los partidos. Tres de ellas son prohibiciones a integrantes de tres instituciones estatales de pertenecer a partidos políticos: los jueces (art. 310.5.), las policías (art. 297.4.) y los militares (art. 299.4.). Tales prohibiciones son comprensibles, porque se trata de poderes que deben ser neutrales, dadas sus enormes atribuciones para asegurar la vigencia del Estado de derecho en situaciones críticas (Linz, 1978).
Con este título, y con signos de interrogación, escribí hace un cuarto de siglo una columna en El Mercurio (21 de diciembre de 1997), advirtiendo del peligro que entrañaba la decisión de los partidos de esconder su nombre, símbolos y banderas identitarias en la campaña para las elecciones parlamentarias, por el peligro de incentivar una competencia política sin partidos que los perjudicaría a mediano y largo plazo y contribuiría a debilitar la democracia.
Solo la UDI fue la excepción ese año, obteniendo un buen resultado electoral. Dos años después, Joaquín Lavín, exsecretario general de ese partido y exalcalde de Las Condes, estuvo a escasos votos de derrotar a Ricardo Lagos, candidato de la Concertación, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1999. ¡Fueron apenas 31.140 votos de ventaja del concertacionista sobre el representante de la derecha, cerca de uno por cada mesa de votación!
Como persistió esa decisión de los partidos políticos de esconder sus emblemas en las siguientes elecciones, reiteré mi preocupación en posteriores oportunidades, sin signo de interrogación, en El Mostrador, en la revista Mensaje y en artículos académicos y seminarios, en el país y en el exterior. En mi libro La democracia semisoberana (Taurus, 2014) profundicé sobre este tema, mostrando cómo la participación de los partidos en los cuatro gobiernos consecutivos de la Concertación durante 20 años los debilitó. Argumenté algunas causas del fenómeno y destaqué, entre ellas, el enorme poder alcanzado por la tecnocracia, que descuidó y maltrató a los partidos, dejando un legado que los debilitó.
La práctica política confirmó esas advertencias. Desde hace años, Chile tiene una democracia semisoberana con escasa visibilidad de los partidos en los comicios. Se acepta su ausencia en la competencia electoral, sin que los candidatos indiquen el partido que representan y que ellos planteen una autocrítica por su responsabilidad en el deterioro de la calidad de la política y en el debilitamiento de la participación electoral. Los representantes elegidos (Presidente, parlamentarios y alcaldes) no representan al pueblo, sino que a una fracción de este, a quienes concurren a las urnas.
Incluso en la campaña para el plebiscito del próximo 4 de septiembre, un sector completo del espectro político, la derecha, y su ex Presidente, se han omitido de aparecer públicamente en la propaganda del Rechazo, dejando toda la visibilidad de la propaganda y el protagonismo y responsabilidad de los debates en sectores y dirigentes de la centroizquierda. Esta “invisibilización” de la derecha puede tener consecuencias después del plebiscito.
Jamás imaginé que la propuesta de la Convención Constitucional (CC), la primera con integrantes elegidos por el pueblo, casi omitiría a los partidos políticos. Los partidos en Chile han sido fundamentales en nuestra historia de alternancia de gobiernos en elecciones competitivas y en el desarrollo del Estado de derecho.
Esta omisión es de extrema gravedad. Significa que la propuesta de la CC desconoce que los partidos son el principal pilar de la democracia representativa. No hay democracia representativa sin partidos. Esto es así porque los partidos cumplen funciones esenciales e irremplazables en el sistema político.
El prestigioso politólogo italiano Daniele Caramani sintetiza muy bien las funciones de los partidos en la democracia:
“El funcionamiento de la democracia depende de partidos y de las funciones que cumplen, la más importante de las cuales es estructurar el voto. Los partidos ofrecen alternativas de políticas que los ciudadanos eligen y mandatan a los representantes, los cuales son responsables ante el electorado. La democracia representativa es, así, primeramente, partidos en el gobierno (party government), en la cual los partidos representan –es decir, responden a las preferencias del pueblo– y gobiernan” (Caramani, 2017: 54).
La omisión de los partidos implica que la propuesta de la CC no adoptó el paradigma de la democracia representativa a través de estos. El texto optó en forma explícita por una representación política paritaria (art. 1.2) y una representación política participativa (capítulo IV). Sin embargo, detrás de estas definiciones se encuentra otro tipo de representación política, antagónica a la representación política a través de partidos, llamada por Caramani (2017: 55) representación política tecnocrática y la representación política populista.
Solo en cuatro ocasiones la propuesta de la CC menciona a los partidos. Tres de ellas son prohibiciones a integrantes de tres instituciones estatales de pertenecer a partidos políticos: los jueces (art. 310.5.), las policías (art. 297.4.) y los militares (art. 299.4.). Tales prohibiciones son comprensibles, porque se trata de poderes que deben ser neutrales, dadas sus enormes atribuciones para asegurar la vigencia del Estado de derecho en situaciones críticas (Linz, 1978).
La cuarta mención que hace la propuesta tiene mayor relevancia y alcance porque admite la igualdad de las candidaturas de independientes y de partidos introducida por la Ley 21.216, de 20 de marzo de 2020, que estableció la composición de la CC. La propuesta establece que, ante la eventualidad del reemplazo total de la Constitución, este se realizará mediante una Asamblea Constituyente y, en la elección de sus miembros, “los independientes y los integrantes de los partidos políticos deberán participar en igualdad de condiciones” (art. 387.1.).
Dicha disposición reproduce el artículo 18 de la Constitución de 1980, que perduró durante más de cuatro décadas, sin ser tocado por las numerosas reformas que esta experimentó: “El sistema electoral público garantizará siempre la plena igualdad entre los independientes y los miembros de partidos políticos tanto en la presentación de candidaturas como en su participación en los procesos electorales y plebiscitarios”.
Constitucionalistas del Apruebo que lamentan esta omisión de los partidos, proponen corregir este error a través de una ley de partidos. Sin embargo, esta alternativa carece de sentido, pues la Constitución tiene la primacía del orden jurídico y la letra y el espíritu de la propuesta de la CC se guio por un paradigma político-constitucional distinto al paradigma de la democracia representativa mediante partidos políticos. La omisión de los partidos dañó el corazón de la propuesta de la CC.
Tampoco se resuelve este hecho por el mero expediente de reemplazar el término “organizaciones políticas” por “partidos políticos”, como plantea la declaración del PDC, que está por el Apruebo, emitida el 8 de agosto. Reducir la omisión de los partidos a una cuestión de palabras sería como caricaturizar el problema.
La omisión de los partidos no está incluida en la declaración de los partidos de las dos coaliciones del Gobierno de Gabriel Boric (Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático), del 11 de agosto, “Unidos y unidas para aprobar la nueva Constitución”. Esto confirma el acuerdo entre los diez partidos que la suscriben.
La omisión de los partidos políticos representa una ruptura con la tradición constitucional del siglo XX. La Constitución de 1925 pertenece a esta tradición, al mencionar a los partidos en su artículo 25.
Las constituciones redactadas después de la Segunda Guerra Mundial reconocieron el papel primordial de los partidos en la democracia representativa, “constitucionalizando” sus funciones, como destacó el profesor Manuel García Pelayo (1986).
Por ejemplo, la Ley Fundamental de Alemania de 1949, en su artículo 21, dispuso: “Los partidos participan en la formación de la voluntad política del pueblo. Su fundación es libre. Su organización interna debe responder a los principios democráticos”.
A su vez, la Constitución española de 1978, en su título preliminar, artículo 6, escribió: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.
En cambio, la Constitución de 1980, “tramposa” según uno de los convencionales, no constitucionalizó a los partidos. Sus “constituyentes” (los cuatro miembros de la Junta de Gobierno) siguieron el modelo de la democracia protegida y autoritaria, que rechazaba a los partidos.
¿Por qué la CC consideró las constituciones de Bolivia y Ecuador al omitir a los partidos y definir al Estado como plurinacional y no consideró las cartas fundamentales de Alemania y España? Son países más cercanos a nuestro sistema de partidos y su tradición e historia, además de que sus democracias actuales se establecieron después de dictaduras, al igual que en el caso de Chile.
España podría haber ayudado a los convencionales. Se trata de una sociedad multilinguística, multinacional y con nacionalismos periféricos, como argumentó Juan J. Linz en numerosas investigaciones. El preámbulo de la Constitución española reconoce la unidad de la nación, que luego desarrolla en el artículo 2, donde dispone: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
La omisión de los partidos que hizo la propuesta de la CC tiene límites. Varias disposiciones se refieren a materias propias de los partidos. Por ejemplo, el art. 151.3. establece que la “actividad política organizada contribuye a la expresión de la voluntad popular”. Esta disposición es una copia (un plagio, diría el profesor Lautaro Ríos) del artículo 21 de la Ley Fundamental alemana antes citada. Un texto similar tiene la Constitución Española de 1978 en su artículo 6, como se examinó antes.
Se omitió el término “partido”, pero la propuesta de la CC no pudo omitir a las elecciones y a las instituciones encargadas de su organización, desarrollo y escrutinios. Para ello, utilizó en esas situaciones el término de “organizaciones políticas” al establecer las funciones del Servel (art. 164.1.) y del Tribunal Calificador de Elecciones (art. 339.2.).
Las “organizaciones políticas” están también consideradas en otras disposiciones de la propuesta, lo que permite deducir que se emplea como un sinónimo del término “partidos”. Si fuese así, se trataría de una negación explícita a la constitucionalización de los partidos.
La omisión de los partidos por parte de la propuesta de la CC tiene una doble fundamentación. Por un lado, una crítica al estado en que se encuentran los partidos en Chile, los cuales “vienen fallando hace décadas”, como acertadamente escribió Agustín Squella, distinguido jurista, intelectual y exconvencional. Recordemos el financiamiento ilegal y secreto de campañas electorales parlamentarias, e incluso en las presidenciales de 2009 y 2013, cuyos responsables quedaron prácticamente en la impunidad. Por estas y más razones la ciudadanía les ha dado la espalda.
Además, el sistema de partidos se ha fragmentado como nunca antes en nuestra historia. Hoy existen 17 partidos que tienen representación parlamentaria, una suerte de sopa de letras y siglas, lo que torna muy compleja la toma de decisiones y favorece el inmovilismo del sistema político.
Por otro lado, hay una crítica a los partidos en tanto instituciones encargadas de funciones indispensables, que Caramani (2017) expuso con claridad, como se mencionó. Hubo convencionales –académicos y políticos–, que creen en una representación política sin la necesaria intermediación de los partidos, mediante la participación directa del “pueblo”, al cual se dirige el líder. Es una representación política populista, siguiendo a Caramani, que apunta a establecer una democracia delegativa en el concepto de Guillermo O’Donnell, el gran politólogo argentino, sin instituciones intermedias (partidos, grupos de presión) y un presidente elegido en forma plebiscitaria.
También en las democracias avanzadas los partidos son criticados por sus limitaciones y carencias. Sin embargo, junto con las críticas, y a diferencia de lo que ocurre en Chile, los estudiosos y políticos formulan propuestas para que superen sus deficiencias. Estas buscan mejorar el estado de los partidos y, con ello, la calidad de la democracia representativa.
La reiteración de la crítica al estado de los partidos chilenos durante la tramitación parlamentaria de la Ley 21.216 llevó a la conclusión de que estos carecían de las capacidades necesarias para movilizar al electorado. En cambio, las candidaturas independientes sí las tendrían. De ahí el retorno del artículo 18 de la Constitución “tramposa”, cuando se estableció la igualdad de candidaturas independientes y de partidos.
Las candidaturas independientes no mejoraron la participación electoral y tampoco hicieron una contribución sustantiva al trabajo de la CC. Estas candidaturas, junto al mal estado de los partidos, explican que en las elecciones de convencionales en mayo de 2021 la participación electoral cayera al 43,4%, la más baja desde las elecciones de 1989, a pesar de que los comicios se efectuaron en dos días por las medidas sanitarias frente a la pandemia.
Además, la participación fue considerablemente menor a la del plebiscito de octubre de 2020, cuando votó un 50,95% del padrón electoral. Fue una caída en seis meses de 6,55 puntos porcentuales y más de un millón de votantes se quedaron en su casa.
Por las razones mencionadas, es improcedente conservar la igualdad entre candidaturas independientes y de partidos como plantea la propuesta de la CC (art.387.1.).
Los “independientes” fueron los ganadores de los comicios de mayo de 2021. Un total de 90 de los 155 convencionales eran independientes, elegidos en listas propias o en listas de partidos. Algunos partidos lograron incorporar a destacados profesionales a sus listas, quienes se esforzarían por contribuir al desarrollo de la CC. Sin embargo, los partidos tuvieron en no poca medida el control de su trabajo.
En el balance final, las candidaturas independientes no ayudaron al trabajo de la CC. Además de su apoyo a la definición del Estado como plurinacional y de un tipo de presidencialismo que se aparta de los existentes –un híbrido con un Presidente débil y un Congreso bicameral “asimétrico» fuerte, que puede ocupar espacios tradicionales del Ejecutivo–, contribuyeron a que otras decisiones alcanzaran la mayoría de dos tercios. Varias de estas decisiones mayoritarias acogieron demandas particulares, latentes en las propuestas de los partidos desde hace muchos años (resolver “las cosas concretas de la gente”), y recargaron la lista de derechos sociales, una agenda valórica divisiva (constitucionalización del aborto y la eutanasia) y disposiciones insólitas (derechos de la naturaleza; animales sintientes; derecho al placer y al ocio, etc.).
Estas disposiciones –que para sus defensores son, en algunos casos, derechos de segunda o tercera generación–fueron adoptadas por la mayoría de dos tercios, sin considerar la oposición de los convencionales de derecha. La propuesta de la CC omite a los partidos, en cuanto instituciones fundamentales de la democracia representativa, y excluyó a los partidos de derecha.
Excluir a la derecha es una miopía política mayor y una tremenda irresponsabilidad. Empuja a sus partidos a ponerse fuera de la Constitución, a que predominen las posiciones extremas y más radicales en ese sector, y a buscar una nueva Carta Fundamental. Prorroga el proceso constituyente si gana el Apruebo.
No tendremos una democracia soberana sin partidos de derecha integrados a la Constitución de forma voluntaria, no compulsiva. Eso les daría incentivos para identificarse con los derechos fundamentales, las instituciones y reglas procedimentales. Incluso, una nueva Constitución que incorpore la opinión de los partidos de derecha podría llevar a estos a tener autonomía del poder económico, la cual no ha existido después de la dictadura y especialmente en las dos presidencias de Sebastián Piñera.