Es verdad: una nueva Constitución no cambiará mágicamente nuestras condiciones reales de existencia ni asegura por sí misma que será capaz de remover las condiciones estructurales que nos mantienen anclados al subdesarrollo y a la “trampa del ingreso medio”. Pero puede crear objetivamente condiciones favorables para revertir del hecho de que, tras 32 años desde el retorno de la democracia, el país haya sido capaz de doblar su Producto Bruto Interno, en un salto espectacular que ha producido admiración en el mundo entero, pero no haya conseguido librarse –como lo recordaba hace poco tiempo la economista Andrea Repetto, en un seminario– del flagelo de una desigualdad sistémica y dura que nos convierte en una sociedad con bajísimos niveles de cohesión social y con un mínimo sentido de futuro compartido y solidario.
Las Constituciones son, a fin de cuentas, el estatuto formal del pacto social o de convivencia civilizada que subyace bajo cualquier forma de organización comunitaria en la que el individuo cede, de manera no forzada, una parte de su autonomía para poder vivir lo más armónicamente posible en sociedad. Y de un modo en que sean el sistema de justicia y las normas consensuadas de manera colectiva, y no la fuerza bruta ni el poderío económico, el factor que dirima, en última instancia, las diferencias que surjan entre los ciudadanos.
Esa es la definición, más o menos abstracta y más o menos universal, de lo que es una Constitución o Carta Magna. Algo muy distinto es, sin duda, aterrizar la teoría en la realidad, pues al hacerlo inevitablemente habría que convenir que las constituciones son, en cualquier tiempo o lugar, la expresión más concreta y fidedigna posible de las relaciones y correlaciones de poder que existen y se expresan a través de ellas en determinadas sociedades.
Las que han permitido, por ejemplo, que el Reino Unido –que no tiene un texto constitucional único, sino un breve conjunto de leyes y principios fundamentales– mantenga desde el siglo XVII una arquitectura institucional normativa basada esencialmente en su Declaración de Derechos (en inglés, Bill of Rights). Un texto cuyo principal postulado es que la soberanía de la nación reside en el Parlamento, que se articula de manera virtuosa y colaborativa con una monarquía hereditaria, pero que ya no es absoluta, como solían ser las casas reales hasta la “Revolución Gloriosa” de 1668.
Lo mismo podría decirse de las constituciones soviéticas, donde en el largo período que medió entre la Revolución de Octubre (1917) y la disolución de la URSS (1991), se registró la presencia de al menos cuatro ensayos constitucionales: i) 1918 (sancionada por el V Congreso Panruso de los Soviets; ii) 1924 (promulgada luego de la formación de la Unión Soviética como Estado federal); iii) 1936 (o Constitución de Stalin, que canonizó y ordenó las formas de convivencia social presentes en ese convulsionado instante, previo a la II Guerra Mundial); y iv) 1977 (o Constitución de Brézhnev, la última y la de más extensa vigencia en ese país plurinacional, que fue el laboratorio vivo del primer experimento socialista a nivel mundial).
O, sin ir más lejos, y para remitirnos a otro paradigma canónico que siempre es citado cuando se aborda el tema constitucional, en especial, desde la perspectiva liberal/occidental clásica: la Constitución de los Estados Unidos de América, proclamada en septiembre de 1787. Un ejemplo de concisión y, al igual que la Declaración de Derechos británica, de larga vida y de envejecimiento relativamente saludable, si se considera que consta solo de siete artículos originales, que han permanecido vigentes en sus líneas basales. Aunque se le han introducido veintisiete Enmiendas, que tienden, según la doctrina normalmente aceptada, a subrayar la defensa de ciertos derechos fundamentales, como la libertad de religión y de expresión sin interferencias, consagrados en la Primera Enmienda. O la expresa garantía del derecho a poseer o portar armas, postulado en la Segunda Enmienda.
Vistos desde la perspectiva de nuestro tiempo, se podría decir, con justicia, que los textos constitucionales, sean estos exitosos o fracasados, reconocen todos un mismo origen más o menos similar, al margen de sus particularidades históricas. Son una forma de codificación y de legitimación, a través de la ley, de un “contrato social” impuesto por los vencedores, en pugnas sociales y políticas soterradas o abiertas.
Analicemos caso por caso. En las islas británicas se produjo, en la última decena de años del siglo XVII, una disputa por la sucesión monárquica y se suponía que la legítima heredera al trono debía ser la hija de Jacobo II, María II, casada con Guillermo III de Orange, de manera que ambos son declarados conjuntamente Reina y Rey desde febrero de 1689. A condición, claro está, de que reconozcan la vigencia del Bill of Rights, que significa un notable recorte de sus privilegios y potestades, a favor del Parlamento. Eso, en la superficie de los hechos, ya que el telón de fondo es la prolongada Guerra Civil Inglesa, que abarca desde 1642 hasta 1688, y que enfrenta a realistas y a parlamentaristas, y a católicos y protestantes, envolviendo a personajes relevantes como Oliver Cromwell y los reyes Carlos I y II de Inglaterra. Y la pugna final es la de siempre: quién manda y quién fija las reglas del ordenamiento social, ya sea por medio de los impuestos, las armas o las iglesias y cultos oficiales.
La Declaración de Derechos de 1689 consagraba así, pues, un nuevo orden social, basado en una democracia semicensitaria, donde el sufragio estaba limitado a los ciudadanos más acaudalados, aunque algunas contadas circunscripciones elegían a miembros de la Cámara de los Comunes, con sufragio universal masculino. Lo que en una sociedad estamental, como era la Inglaterra de aquella época, con nobles, burgueses y gentry, no era tan extendidamente universal, como sabemos.
Sobre la Constitución soviética, baste decir que es erigida sobre los escombros del régimen zarista, cuya caída es impulsada por múltiples factores. Entre ellos, la derrota ante los japoneses (1905) y la acción de los bolcheviques que, encabezados por Lenin, venían organizándose y conspirando a favor de una revolución social desde la última década del siglo XIX. Y del fugaz gobierno provisional que, liderado por Kérenski, en su segunda fase, sobrevino tras el derrumbe del imperio de los Romanov, el cual tampoco fue capaz de resistir el profundo impacto desestabilizador en Rusia de la I Guerra Mundial.
En el caso de la Constitución de EE.UU., desde un punto de vista formal, se puede decir que fue suscrita en su forma original el 17 de septiembre de 1787 por la Convención Constitucional de Filadelfia, y posteriormente ratificada por el poder soberano, el pueblo, en convenciones que se realizaban en cada estado de ese país que nació con una estructura federal. En rigor, no se trataba de referendos populares, puesto que eran las Asambleas Estatales, integradas por los ciudadanos más destacados, las encargadas de ratificar la Constitución. Y, de hecho, los primeros nueve estados se tomaron diez meses para refrendar esa Carta Magna, cuyo preámbulo señala: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.
Constitución que, huelga decirlo, preservaba particularmente, si no en forma exclusiva, los derechos de los ciudadanos blancos, protestantes, anglosajones y propietarios de tierras y (en algunos casos) esclavos. Y no consideraba, por cierto, para nada los derechos de la población aborigen ni tampoco los de la comunidad afroamericana que, reducida a la esclavitud, constituía la mayor parte de la mano de obra agrícola de ese país. Cierto es que los análisis retrospectivos deben tratar de evitar siempre la tentación de hacer juicios “ahistóricos” —vale decir, donde los hechos del pasado se juzguen a la luz de los parámetros valóricos y morales de nuestros tiempos—, pero nadie podría decir, sin faltar a la verdad, que los Padres Fundadores del proyecto nacional estadounidense (categoría en la que entran Washington, Franklin, Adams, Jefferson, Madison, Hamilton y Jay) tenían otro proyecto emancipatorio que no fuera el de separarse de la Corona inglesa para determinar por sí mismos sus destinos.
Es de sobra conocido, por ejemplo, el hecho de que Thomas Jefferson tuvo una prolífica descendencia con una esclava negra, Sally Hemings, y que sus hijos vivieron como esclavos en la casa de su padre, donde aprendieron el oficio de artesanos y cuatro de ellos fueron liberados al llegar a la mayoría de edad. También es un dato de la historia indesmentible que en 1779 el general George Washington ordenó a un subordinado, John Sullivan, que atacara a los iroqueses, que se resistían a la dominación de los blancos, y que el objetivo era “arrasar todos los asentamientos alrededor… para que el país no sea simplemente invadido, sino destruido”. En las duras órdenes se estipulaba que las tropas deberían desollar los cuerpos de los indígenas “desde las caderas hacia abajo para hacer botas o calzas”. La información está recogida de un texto de David Stannard, de Oxford University Press (1992), sobre el Holocausto Americano.
Lo que es claro es que la Constitución de Estados Unidos fue la consecuencia lógica e institucionalizada de un nuevo reparto del poder en suelo norteamericano que surgió como consecuencia de la llamada “Revolución Americana”. Un continuum histórico que se extiende desde el alzamiento de las Trece Provincias rebeldes, a partir de 1765, que se transforma en una guerra convencional, en 1775, y que culmina con la independencia de los Estados Unidos, en 1783. Y la carta constitucional de 1787 viene a legitimar y a normalizar, desde un punto de vista jurídico, este nuevo orden de cosas que se había ido forjando a partir del estruendo de la pólvora y los bayonetazos.
Pero vayamos al caso de Chile, que es el que hoy, en particular, nos ocupa, cuando estamos en vísperas de una decisiva y trascendente definición: la del plebiscito de salida del proceso iniciado en octubre de 2020, con un primer referendo que dio el puntapié inicial al proceso constituyente que el próximo domingo, 4 de septiembre, llega a su fin, cuando la ciudadanía decida si aprueba o rechaza el texto propuesto por una Convención Constitucional formada por 155 integrantes.
Un resumen de la historia del constitucionalismo chileno debería indicar que, a lo largo de un período de 209 años de vida independiente –si es que se nos permite incluir en él la fase de la “Patria Vieja (1810-1814) y excluir los casi dos años y medio de Reconquista española (octubre de 1814-febrero de 1817)–, se sucedieron en nuestro país diez textos constitucionales que merecen ser considerados como tales y un proyecto de Constitución federal, en 1826, que, bajo la iniciativa de José Miguel Infante, no pasó de ser un embrión o un protoproyecto que nunca llegó a tener existencia real. Esos diez textos vieron la luz en 1811, 1812, 1814, 1818, 1822, 1823, 1828, 1833, 1925 y 1980, respectivamente.
De esos diez proyectos constitucionales mencionados, que anteceden a la propuesta redactada por los convencionales entre 2021 y 2022, apenas cuatro –sí, lee usted bien, cuatro…– fueron ratificados mediante plebiscitos populares. Es decir, en los que tuvo voz y voto el actor soberano de cualquier proceso constituyente, el pueblo, única fuente de poder legítimo en todo régimen que se proclame auténticamente democrático.
A continuación, el detalle de cada caso: i) el Reglamento Constitucional Provisorio de 1812 fue redactado y promulgado por José Miguel Carrera el 26 de octubre de 1812. Es, a todas luces, una suerte de declaración de independencia al señalar que “ningún decreto, providencia u orden, que emane de cualquier autoridad o tribunales fuera del territorio de Chile, tendrá efecto alguno”, aunque se admite que Chile reconoce a “su Rey (…) Fernando VII”; fue ratificado mediante plebiscito del 27 al 30 de octubre, y derogado un año más tarde, por un régimen que depuso temporalmente a Carrera; ii) la Constitución Provisoria para el Estado de Chile de 1818, que fue elaborada por una comisión redactora y aprobada el 8 de agosto de 1818, siendo ratificada por medio de un plebiscito realizado entre agosto y octubre del mismo año; iii) la Constitución Política de la República de Chile de 1925, con sucesivas reformas entre 1943 y 1971, cuyos autores intelectuales fueron Arturo Alessandri y José Maza; fue aprobada en el referéndum del 30 de agosto de 1925, con una altísima abstención, y promulgada el 18 de septiembre del mismo año; y iv) la Constitución Política de la República de Chile de 1980, popularmente conocida como “la Constitución de Pinochet”, que sentó las bases del modelo neoliberal en Chile, relegando al Estado a un rol subsidiario; fue redactada por una comisión de expertos, liderada por el abogado Enrique Ortúzar, el Consejo de Estado y la Junta Militar de Gobierno. El texto fue aprobado en un polémico plebiscito celebrado el 11 de septiembre de 1980, bajo condiciones de dictadura, y entró en vigencia el 11 de marzo de 1981.
¿Punto en común de todas estas constituciones?: fueron elaboradas e implantadas después de procesos de “rebaraje” o reinicio del poder político, en la mayor parte de los casos bastante radicales. A saber: Carrera hace el Reglamento Constitucional Provisorio, luego de consolidar su poder en su segundo golpe de Estado (15 de noviembre de 1811; el primero fue el 4 de septiembre de ese año, en alianza con los “Larraínes” –también llamados los “Ochocientos” o “la Casa Otomana”– y con el fin de darle institucionalidad y proyección al movimiento independentista, después de deshacerse de los “sarracenos” y realistas que hegemonizaban la Primera Junta de Gobierno autónoma, que databa de 1810. La Constitución de 1818 es, por su parte, el intento de darle soporte jurídico e institucional al régimen encabezado por Bernardo O’Higgins, quien fuera proclamado Director Supremo en febrero de 1817, tras la batalla de Chacabuco, y ya en agosto y septiembre de 1818, el período en que se redactó el texto, dominaba ampliamente el territorio nacional y no tenía cuestionadores públicos que lo impugnaran, al menos en suelo chileno, luego de haberse impuesto a los españoles en la batalla de Maipú.
La Constitución de 1925, por su parte, es precedida por la irrupción abrupta de la “cuestión social” (la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, por ejemplo, se produjo en 1907). Y el 3 de septiembre de 1924 un grupo de 60 militares golpean el piso con sus sables, en señal de protesta, en una sesión del Congreso en que este debía tratar una serie de reformas sociales, y se abocó, en cambio, a votar el aumento de la “dieta” parlamentaria. El llamado “ruido de sables” marcó el regreso a la escena política de los uniformados, que estaban ausentes de la misma desde la guerra civil de 1891, que terminó por derrocar al gobierno de José Manuel Balmaceda. Por último, el plebiscito de 1980 es convocado por Augusto Pinochet siete años después del sangriento golpe de Estado de 1973, y se realiza en condiciones absolutamente irregulares: en dictadura, sin medios de oposición que pudieran balancear ni cuestionar a los medios de información oficiales, con personas presas y desaparecidas, sin libertad de reunión y con un sistema electoral que no ofrecía ningún tipo de garantías a quienes llamaban a rechazar ese texto.
Así las cosas, surge, entonces, una pregunta de cajón: si incluso en cuatro de los diez procesos constitucionales que Chile ha conocido hasta ahora, y que fueron aquellos en que la propuesta de un “comité de expertos” o un colectivo constituyente debió ser refrendada por la voluntad del pueblo expresada en las urnas, existieron –como ya hemos visto– innegables elementos contextuales relacionados con manifestaciones de fuerza u otro tipo de presiones más o menos veladas o sutiles, ¿qué se puede decir de las otras seis constituciones en las que ni siquiera existió un plebiscito de salida que revistiera con un tímido barniz de legitimidad a las propuestas emanadas desde las altas esferas del poder?
Digamos solo, para no extendernos en mayores referencias, que la Constitución de 1833, que es el texto constitucional de vigencia más prolongada en la historia de Chile, es una consecuencia directa y casi inmediata de la sublevación y posterior guerra civil entre “pelucones” (conservadores) y “pipiolos” (liberales). Un momento de desorden que se prolonga desde diciembre de 1929 a abril de de 1830, cuando tras la batalla de Lircay y una vez que Prieto vence al ejército de Ramón Freire, surge un período de larga “estabilidad oligárquica” en el que se suceden los decenios de José Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt (1831-1861). Baluartes de la “República Conservadora” o “Autoritaria”, que tuvo entre sus puntales ideológicos a Diego Portales, José Tomás Ovalle y Mariano Egaña.
A la luz de lo expuesto, podemos afirmar, sin lugar a dudas, que Chile está hoy –ad portas del plebiscito del 4/9– en el umbral de una oportunidad histórica, casi única, a lo largo de su trayectoria como nación independiente y soberana, que no debería ser desaprovechada por una ciudadanía que aspira a tener protagonismo y capacidad de incidencia en las decisiones que tienen que ver con su presente y con su futuro.
Es verdad: una nueva Constitución no cambiará mágicamente nuestras condiciones reales de existencia ni asegura por sí misma que será capaz de remover las condiciones estructurales que nos mantienen anclados al subdesarrollo y a la “trampa del ingreso medio”. Pero puede crear objetivamente condiciones favorables para revertir del hecho de que, tras 32 años desde el retorno de la democracia, el país haya sido capaz de doblar su Producto Bruto Interno, en un salto espectacular que ha producido admiración en el mundo entero, pero no haya conseguido librarse –como lo recordaba hace poco tiempo la economista Andrea Repetto, en un seminario– del flagelo de una desigualdad sistémica y dura que nos convierte en una sociedad con bajísimos niveles de cohesión social y con un mínimo sentido de futuro compartido y solidario.
Y a propósito de momentos únicos, me gustaría mencionar lo que dijo un senador estadounidense, Arthur Vandenberg, al pronunciar un discurso, el 29 de junio de 1945, en el que se manifestó a favor de aprobar la nueva carta fundacional de las Naciones Unidas. Una organización que en esos momentos de posguerra, al cabo de la II Guerra Mundial, que costó a la humanidad entre 50 y 60 millones de vidas, de acuerdo a las estimaciones más conservadoras, representaba la promesa de una suerte de “gobierno universal”, capaz de contener y apaciguar las nunca mitigadas tensiones políticas.
Dijo Vandenberg, en aquella ocasión: “Apoyaré la ratificación de esta carta con todos los medios a mi disposición. Y lo haré con profundo convencimiento de que la alternativa es el caos físico y moral en muchos países de la Tierra que ya no pueden más… Lo haré porque este plan, con independencia de sus puntos débiles, mantiene la gran promesa de que las Naciones Unidas puedan colaborar para la paz tan eficazmente como hicieron causa común para la guerra. Lo haré porque no se debe trampear con la paz privándola de su única posibilidad colectiva”.
Cabe recordar, para situarse en el contexto preciso de la época, que un cuarto de siglo antes, el Congreso de Estados Unidos había rechazado la pertenencia de ese país a la Sociedad de las Naciones. Un proyecto similar, a grandes líneas, al de la ONU, que había sido impulsado por el presidente estadounidense Woodrow Wilson, en la estela de desastre creado por la I Guerra Mundial. No era poca cosa, entonces, que un senador del Partido Republicano, partido tradicionalmente aislacionista, le diera luz verde a las Naciones Unidas, en vísperas de la “Guerra Fría” y del telón de acero que separó rígidamente al Este de Occidente, con entusiasmo y convicción.
Y para hacer más patente y expresiva su clara voluntad de apoyar esta iniciativa, Vandenberg incluyó en su discurso una oportuna reflexión de Benjamin Franklin, al momento de anunciar su decisión de respaldar el texto constitucional que luego pasó a ser la Constitución de los Estados Unidos. Y que yo ahora hago mía, con todas sus letras, a la hora de manifestar mi adhesión al borrador de proyecto que nos ha propuesto la Convención Constitucional de Chile, respaldada por altos quórums y con la participación inédita y activa de los pueblos originarios, a través de sus representantes electos, en su redacción.
Dijo Franklin, hace 235 años:
“Doy mi consentimiento, señor, a esta Constitución porque no espero ninguna mejor, y porque no estoy seguro de que no sea la mejor posible. Sacrifico al bien común las opiniones que pueda haber tenido a propósito de sus errores. En conjunto, señor, no puedo dejar de expresar el deseo de que todos los miembros de la convención que aún puedan albergar objeciones a ella, aprovechen conmigo esta ocasión para dudar un poco de su propia infalibilidad… Dudo que cualquier otra convención que creemos pueda ser capaz de constituir una Constitución mejor; porque cuando reúnes a un grupo de hombres para contar con la ventaja de aglutinar sus saberes, es inevitable que reúnas con ellos todos sus prejuicios, sus pasiones, sus errores de criterio, sus intereses locales y sus puntos de vista egoístas. De una asamblea así, ¿puede esperarse algo perfecto? Por eso me asombra, señor, ver que este sistema se ha aproximado tanto a la perfección como lo ha hecho”.
Si le suena parecido a la letra de una canción de un cantautor cubano que señala que “no es perfecta, mas se acerca a lo que yo simplemente soñé”, no es mera coincidencia. O, como dijo Tyrion Lannister, el hombre pequeño pero intelectualmente muy bien dotado de “Game of Thrones”, en uno de sus diálogos televisivos: “Nadie estaba muy contento. Eso quiere decir que es un buen compromiso, supongo…”.