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El peligro de no entender el rol del mandato constituyente: una lección para el próximo proceso constitucional Opinión Crédito: Agencia Uno

El peligro de no entender el rol del mandato constituyente: una lección para el próximo proceso constitucional

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Pablo Soto Delgado
Por : Pablo Soto Delgado Profesor de Derecho administrativo Universidad Austral de Chile.
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Ahora que el país ha quedado en el punto de inicio de un nuevo proceso constituyente, la reforma al texto constitucional de 1980 que fije los contornos del futuro órgano redactor requiere poner mayor atención en la regulación del rol de los convencionales, quienes son meros agentes al servicio de un pueblo soberano, para el cual deben despachar nada menos que las reglas de su propia existencia política.


Una de las primeras señales preocupantes que se mostró durante el proceso constituyente que acaba de terminar fue la soltura con la cual varios convencionales, cercanos y asesores se referían a sí mismos y a la Convención Constitucional como titulares del poder constituyente. Esto sirvió para producir una división entre las instituciones vigentes (los “poderes constituidos”), a las cuales se asignó prontamente el rol de incumbentes que querían intervenir de manera indebida en un espacio de poder que parecía ser competencia exclusiva de la Convención: si el poder constituyente hablaba, los poderes constituidos debían escuchar.

Esta idea, muy difundida desde los inicios de la Convención, desconoció el verdadero significado de ese órgano y de sus integrantes: simplemente representaban al verdadero titular del poder constituyente –al pueblo de Chile– en la redacción de una propuesta de organización de la unidad política del Estado. Esto significaba no solo velar por los intereses de los votantes de cada distrito o por las preferencias políticas particulares de los convencionales, sino que exigía especialmente ponerse en el lugar del soberano que iría a votar Apruebo o Rechazo a la propuesta de nueva Constitución.

La Convención Constitucional era un órgano que ejercía transitoriamente un poder que le era ajeno, lo que requería una altísima dosis de diligencia por la actividad que se llevaba a cabo, por respeto –y acaso por algo de temor– al poder constituyente del pueblo. Esto implicaba conducirse con un recato que demasiadas veces no estuvo presente; también, sin soberbia.

En varios aspectos faltó, además, deliberación. Muchas formulaciones tuvieron bastante de toma y daca entre los grupos –los “colectivos”– que conformaron los dos tercios, y menos de persuasión recíproca. En estas situaciones no necesariamente primó el mejor argumento, sino la correlación pura de fuerzas en la negociación.

Por lo mismo, en no pocos casos se operó al filo de la técnica, a la que se acusó de ser un obstáculo para las transformaciones, y se la atendió solo selectivamente. Esto dificultó la defensa contra los cuestionamientos –a veces interesados en el Rechazo y a veces de buena fe– en contra de la nueva institucionalidad que se proponía, y dio lugar a la descalificación de interpretaciones plausibles sobre normas con defectos.

Todo lo anterior pudo haber colaborado en pavimentar el camino al desacople de un soberano al que los mandatarios constituyentes debían convencer mucho antes de que los chilenos comparecieran en las urnas. Sin aprender de esta experiencia, el riesgo futuro es altísimo.

Ahora que el país ha quedado en el punto de inicio de un nuevo proceso constituyente, la reforma al texto constitucional de 1980 que fije los contornos del futuro órgano redactor requiere poner mayor atención en la regulación del rol de los convencionales, quienes son meros agentes al servicio de un pueblo soberano, para el cual deben despachar nada menos que las reglas de su propia existencia política.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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