Adam Smith explicó por qué los trabajadores se encontraban en una posición débil frente a los empresarios a la hora de fijar los salarios. De hecho, los empresarios pueden coordinarse fácilmente, los trabajadores no, así que el mercado es asimétrico. ¿Qué pasa para la educación? Por un lado, los padres, de forma aislada, empujan a sus hijos a la educación superior y, por falta de dinero, a conseguir préstamos; por otro, los bancos impulsan la venta de préstamos altamente rentables y que fidelizan a futuros clientes, y las universidades fijan los aranceles y matrículas a su voluntad. Eso contribuye a explicar la carrera de costos entre ellas por motivos de mejor clasificación o de comercialización. Claramente falta un regulador o, mejor aún, un financiamiento en las manos del Estado para frenar estos gastos.
“Si cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia”, dijo Abraham Lincoln. La frase se aplica a todos los países, pero en particular a Chile, que treinta años después de los grandes países europeos, se ha encontrado con el creciente deseo de la población de que sus hijos cursen estudios superiores. Desde luego, la población estudiantil se duplicó entre 2005 y 2019, llegando a 1.261.000 estudiantes, a pesar de la desaceleración demográfica.
Ante la marea creciente del presupuesto para educación, el Gobierno de Lagos lanzó en 2006 el CAE, primer verdadero plan de préstamos a estudiantes como medida de financiamiento. Este fue fuertemente reformado en 2012 tras los movimientos estudiantiles de 2011, para adoptar su pauta actual, copiada del modelo británico y estadounidense, es decir, una tasa de interés subvencionada por el Estado (UF + 2%) y una modulación de las cuotas en función de la capacidad de pago.
En el papel, el sistema parecía combinar eficiencia y equidad. La educación era una inversión muy «rentable», ya que había escasez de personas cualificadas en Chile. La alta prima salarial por estudiar hace que los futuros egresados puedan pagar sus préstamos con facilidad. Además, el CAE se consideraba mucho más equitativo que la alternativa, es decir, la gratuidad total o parcial. De hecho, se decía, los hijos de hogares ricos son los que cursan estudios superiores más frecuentemente. ¿Por qué los impuestos de todos, incluso los pobres –¡sí!, con el IVA, los pobres de Chile pagan muchos impuestos–, deberían financiar la educación de ellos?
Pero, con el tiempo, los efectos perversos de este sistema aparecieron:
En un hermoso artículo en el último número de Estudios Públicos, Emiliano Heresi se remonta a Adam Smith para ilustrar algo análogo al último punto. Smith explicó por qué los trabajadores se encontraban en una posición débil frente a los empresarios a la hora de fijar los salarios. De hecho, los empresarios pueden coordinarse fácilmente, los trabajadores no, así que el mercado es asimétrico. ¿Qué pasa para la educación? Por un lado, los padres, de forma aislada, empujan a sus hijos a la educación superior y, por falta de dinero, a conseguir préstamos; por otro, los bancos impulsan la venta de préstamos altamente rentables y que fidelizan a futuros clientes, y las universidades fijan los aranceles y matrículas a su voluntad. Eso contribuye a explicar la carrera de costos entre ellas por motivos de mejor clasificación o de comercialización. Claramente falta un regulador o, mejor aún, un financiamiento en las manos del Estado para frenar estos gastos.
Aceptémoslo: el sistema de CAE fue un error, y no solo en Chile. ¿Por qué metimos los dedos ahí? Pues, ahora, nos enfrentamos al siguiente dilema:
El presidente Biden está lidiando con este problema en Estados Unidos y su plan de condonación de la deuda está siendo cuestionado, incluso por economistas demócratas. En el Reino Unido, que se somete a una reforma tras otra, el sistema se tolera más o menos porque solo una cuarta parte de la deuda se reembolsa finalmente gracias a unas condiciones generosas (40 años para reembolsar) que el Gobierno quiere endurecer a partir de 2023. En Chile, se critica la intención del Gobierno de Boric de un programa de 20 o 25 años para extinguir este método de financiamiento. Salir de la trampa no es fácil. ¿Por qué metíamos los dedos ahí en primer lugar?
La idea del financiamiento público de las universidades provoca en algunas personas una especie de reflejo pavloviano: ¡»Regresividad»! Dicho de otro modo: «Favoreces a las personas adineradas”.
Pero, mirémoslo otra vez. ¡Sí!, estamos financiando a los jóvenes que, con su diploma, se ganarán la vida cómodamente más adelante con los impuestos de todos. Pero estos jóvenes una vez activos pagarán impuestos, y estos impuestos ayudarán a los jóvenes de mañana a pagar sus estudios. Esto tiene un nombre: solidaridad entre generaciones. Se dice también: ¡los hijos de los ricos se benefician más! ¡Sí!, pero estos hijos ricos pagarán proporcionalmente más impuestos en el futuro. ¿Por qué rechazar para los servicios educativos lo que ya existe para los servicios de policía y justicia (los ricos tienen más propiedades que proteger), los servicios culturales públicos (los ricos van más a la ópera o a los museos), de transporte (los ricos viajan más o compran más bienes transportados), etc?
Todo esto compone una comunidad política, que funciona por un pacto social, y que se acepta si hay un sistema tributario correctamente progresivo. Regresividad, ¡cuántas otras desigualdades escondemos en tu nombre! No es de extrañar entonces que Chile sea en 2018 el país donde los hogares soportan, con mucho, la mayor parte del gasto en educación terciaria: el 57% contra el 22% en la OCDE (eso antes el impacto de las medidas tomadas por el Gobierno de Bachelet 2).
Nada de esto dice qué debe hacer el Gobierno ante su montaña de préstamos estudiantiles. Pero confirma que el sistema necesita ser desenchufado.