En un Chile fluctuante en términos políticos y desconfiado en términos sociales e institucionales, es de vital importancia que el nuevo pacto social sea producto de un proceso deliberativo donde haya participación del electorado y cuyo resultado sea sentido como emanado de la sociedad civil. Si ese es el caso, también se podrían reparar en parte terribles heridas del pasado, cuyo ejemplo hecho carne es el relato de una Constitución que es sentida como impuesta en dictadura. También se extirparía de antemano el tumor de la sospecha que traería un órgano constituyente no electo. Esto es de vital importancia porque, si no fuera ese el caso, la sospecha haría metástasis como el cáncer en la nueva Constitución, sin importar qué tan virtuoso sea el texto, de modo que, en el caso de ser aprobado, es posible que se le atribuyan futuros problemas.
A la pregunta que titula la presente columna se le podría agregar otra que le antecede, a saber: ¿por qué una Convención y no simplemente reformar? Las virtudes de reformar son muchísimas. Sería un trámite menos costoso que otra Convención, con sus consecuentes elecciones y plebiscito de salida; sería más corto en la medida en que las temáticas levantadas en la Convención pasada son un foco que alumbra bien qué problemas solucionar –más allá de si la solución propuesta fue la adecuada o no–. También, sería más rápido que otro año de deliberación de un nuevo órgano. Sin lugar a dudas, reformar hablaría de un país más estable en términos políticos que uno que se embarca dos años seguidos en dos procesos constituyentes. Y más estabilidad trae más inversión, lo que en el contexto de la actual inflación y la futura recesión que nos promete el 2023 –que ya se deja sentir– no es poco atractivo.
Aun así, lo mejor es una nueva Convención. Mejor que reformar y mejor que algún otro órgano, ¿sería eso repetir la traumática experiencia de la elección pasada? Claro que no. Cabe suponer que el votante aprendió del proceso anterior y que no cometerá el mismo error dos veces (error que tanto desgaste social trajo). Y claro está que la fórmula debe cambiar.
Se podrían poner las mismas exigencias a los nuevos constituyentes que a los senadores, un menor plazo, acompañamiento de un comité de expertos (que incluya a abogados constitucionalistas, economistas y expertos en cambio climático y medio ambiente), escaños reservados para pueblos originarios proporcionales a los votos y no aceptar independientes (cuya ideología política es tan difusa en la papeleta). Junto con eso se le podría agregar más “bordes” a esta Convención que a la pasada, la cual solo debía respetar los fallos judiciales, establecer a Chile como un país democrático y respetar los acuerdos internacionales. Así se le podría agregar la unidad nacional, el equilibrio de los poderes del Estado, la responsabilidad fiscal, crecimiento ecológicamente sostenible, promoción de innovación y desarrollo, entre otros. Bordes que den tranquilidad social y garantías de una buena Constitución, sin importar el color político del Gobierno de turno.
Pero aun así no hemos respondido la pregunta «¿por qué una Convención y no otro método?». Acá de lo que hablamos es del origen y no del resultado mismo. El proceso anterior nos mostró tres tipos de legitimidad: la de origen (con la que cumplió a cabalidad), la de proceso (que fue seriamente cuestionada por el comportamiento de algunos convencionales) y la de ejercicio (que no logró a comprobarse, pero que la rotunda derrota da a entender que no cumpliría). Vale decir, la elección de una nueva Convención por sobre otro método se relaciona con la importancia que tiene la legitimidad de origen en el contexto político actual de Chile. ¿Por qué es importante esto?
En un Chile fluctuante en términos políticos y desconfiado en términos sociales e institucionales, es de vital importancia que el nuevo pacto social sea producto de un proceso deliberativo donde haya participación del electorado y cuyo resultado sea sentido como emanado de la sociedad civil. Si ese es el caso, también se podrían reparar en parte terribles heridas del pasado, cuyo ejemplo hecho carne es el relato de una Constitución que es sentida como impuesta en dictadura. También se extirparía de antemano el tumor de la sospecha que traería un órgano constituyente no electo. Esto es de vital importancia porque, si no fuera ese el caso, la sospecha haría metástasis como el cáncer en la nueva Constitución, sin importar qué tan virtuoso sea el texto, de modo que, en el caso de ser aprobado, es posible que se le atribuyan futuros problemas.
Con todo, si bien Chile Vamos (en particular RN) dice estar comprometido con un nuevo proceso constituyente, se enreda a la hora de comprometerse con una fórmula que incluya nuevas elecciones de convencionales y a ratos coquetea con la formación de un comité de expertos que redacte el nuevo texto sin la intermediación ciudadana. Pero olvida una lección importante del último plebiscito: ninguna elección está ganada. Y no vaya a ser el caso que se rechace una segunda propuesta.
Pero, peor aún, ¡no vaya a ser el caso de que se apruebe producto de un cansancio constitucional y no por verdadera convicción! Porque, si así fuera, nada nos dice que no se erija un nuevo relato que deslegitime la nueva Carta Magna y en cuestión de unos pocos años nos veamos envueltos en otra crisis social que nos obligue a cambiarla. No hay que olvidar que para la ciudadanía el Rechazo no fue sentido como una victoria, sino como un alivio, pero que las problemáticas que provocaron el estallido social aún están ahí sin resolver. Lo cierto es que los políticos caminan por un campo minado, y un paso en falso podría desencadenar otra explosión.