Se requiere de otro tipo de decisiones más allá de las meramente técnicas, propias de la expertocracia. Es hora de hacer pedagogía y de obrar con responsabilidad, dejando de atizar la lógica frustración con los sistemas conocidos y sacar, en cambio, lo mejor de ellos: la responsabilidad de las personas en las decisiones que condicionan su futuro sigue siendo clave. También el sentido común que hasta ahora ha escaseado. Y, sobre todo, no aceptando con tanto entusiasmo las soluciones simples a problemas complejos, por mucho que provengan desde los expertos.
Pocas son las certezas que tenemos acerca del nuevo proceso constituyente. La incertidumbre sobre el alcance de los llamados bordes, el tipo y nivel de deliberación y el itinerario del proceso son, por ahora, cuestiones inciertas. Sin embargo, hay una idea que inesperadamente parece estar convirtiéndose en la única certeza. Y es que en el actual clima se ha instalado la idea de que la instancia que elabore una nueva propuesta de texto constitucional debe tener una fuerte presencia de expertos. Tal parece que estamos transitando del criterio de paridad al criterio de experticia como condición sine qua non para garantizar el proceso. El riesgo de esta (re)emergencia tecnocrática es que caigamos en el espejismo de la expertocracia. Es decir, de la simplicidad de creer que la preponderancia de lo experto frente a lo democrático pueda garantizar unilateralmente resultados.
La idea de que exista una comisión de expertos que acompañe al proceso constituyente es algo compartido por la oposición y ahora también el oficialismo. Sin embargo, la manera en que debe operar esta instancia sigue teniendo discrepancias. Circulan varias opciones: expertos incluidos en listas electorales cerradas y nacionales, según el PS; cuotas de expertos, plantean desde la UDI (50% en listas cerradas nacionales, no distritales); o expertos como asesores ad hoc designados por los partidos, como propone RN.
¿Por qué se han revalorizado nuevamente los saberes expertos? Aunque sorprenda, hay ciudadanos –según algunas encuestas– que, desencantados con el proceso constituyente y con síntomas de fatiga constitucional, quieren participar menos, no más, y dejar un buen número de decisiones en manos de expertos. Reforzado esto, quizás, por el rol de los expertos en el manejo de la pandemia y la complejidad de los problemas que enfrentamos como sociedad, resurge la idea acerca que la legitimidad profesional. El hecho de que las personas aparentemente accedan a subordinarse a la autoridad de los expertos se explica como resultado de las nuevas complejidades que se nos presentan y, sobre todo, por la convicción acerca de una cierta facticidad de los procesos sociales, que hace ver a la deliberación política como poco efectiva para enfrentar los nuevos problemas y desafíos de sociedades cada vez más complejas, como la nuestra, en la actualidad.
Paradójicamente, un factor de tanta o mayor importancia en relación con el proceso descrito ha sido lo debilitado en la actualidad de las fuerzas que tradicionalmente resistieron la tecnocracia, tales como los partidos de izquierda, los movimientos estudiantiles, las organizaciones sindicales y gremiales. Un segundo factor lo constituye el hecho de que la idea de que las decisiones sean tomadas por instancias ajenas a procesos deliberativos democráticos sea aceptada como un mal menor por la misma gente que decidimos ceder este poder, tiene que ver con la desconfianza general hacia todo lo que lleve adscrito el término «político». No puede explicarse de otra manera el que se considere como esencialmente virtuoso el hecho de que decisiones claves que afectan al futuro de todos sean mejor tomadas por otra gente, distinta a la de nuestros representantes (el Congreso) o, siquiera, a los poderes públicos.
Estamos frente a una contradicción: por un lado, cargamos con la frustración del proceso constituyente fallido y, por otro, simultáneamente, se considera como salida aceptable la de que alguien de quien no sabemos, y que no es responsable ante nosotros, tome las decisiones que considere oportunas sobre nuestro futuro. El elemento más llamativo de esta contradicción es que no se percibe que esta preponderancia de lo experto frente a lo democrático vaya a traer resultados visibles por el solo hecho de que se imponga la legitimidad “profesional” o “técnica” a la legitimidad de la deliberación política. La naturaleza del problema constitucional nos va a exigir rebajar un poco la dimensión competitiva de la política y fortalecer su dimensión cooperativa. Acertadamente el filósofo político Daniel Innerarity ha señalado que «la principal amenaza de la democracia es la simplicidad».
Se requiere de otro tipo de decisiones más allá de las meramente técnicas, propias de la expertocracia. Es hora de hacer pedagogía y de obrar con responsabilidad, dejando de atizar la lógica frustración con los sistemas conocidos y sacar, en cambio, lo mejor de ellos: la responsabilidad de las personas en las decisiones que condicionan su futuro sigue siendo clave. También el sentido común que hasta ahora ha escaseado. Y, sobre todo, no aceptando con tanto entusiasmo las soluciones simples a problemas complejos, por mucho que provengan desde los expertos.