La desigualdad y la distribución regresiva del ingreso se instauraron a sangre y fuego durante la dictadura, que fue por sobre todo una restauración patrimonial capitalista, y no en democracia. Los lentos avances posteriores, y algunos retrocesos como el aumento del peso del IVA y la rebaja de las tasas a los ingresos más altos en el impuesto a la renta, no son su causa de origen, ni reflejan un agravamiento inexistente. La causa es un régimen de acumulación de capital y una institucionalidad que favorecen la concentración, con agentes políticos y mediáticos que sostienen y protegen los intereses oligárquicos y no han permitido los cambios redistributivos necesarios para una cohesión social básica en Chile.
Chile sigue exhibiendo una de las más deficientes distribuciones del ingreso del mundo (la peor es la de Sudáfrica). Según el Informe 2021-2022 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), recientemente publicado, el indicador usual que mide la concentración del ingreso en la población (coeficiente de Gini del ingreso de los hogares o del ingreso promedio por persona miembro del hogar) muestra que Chile se sitúa, en el promedio 2010-2020, en el lugar 24 entre los países del mundo y el lugar 10 en América Latina. En la concentración del ingreso en el 1% más rico, según las cifras disponibles en 2020 pero más difíciles de comparar, se sitúa con un impresionante nivel de 27,1% en el lugar 5ª, después de Mozambique, República Centroafricana, México y Malawi.
Esta situación no es aceptable en una democracia propiamente tal y nada tiene que ver con el nivel de PIB por habitante y otras leyendas neoliberales. Es fruto del nivel de concentración de los activos productivos y del tipo de inserción internacional que proviene del predominio de la oligarquía económica sobre la sociedad, portador, a la postre, de una inestabilidad creciente.
Desde 1990 se ha producido, sin embargo, una mejoría distributiva no suficiente, según todos los indicadores disponibles, ya sea los de concentración del ingreso en el 10% más rico (que pasó de 47,1% en 1990 a 35,8% en 2020), el Índice de Gini y el de la relación de ingresos promedio entre el 10% más rico y el 40% más pobre (índice de Palma, por el chileno Gabriel Palma), que permiten construir una serie de tiempo de una capacidad descriptiva bastante razonable. El cuadro que se adjunta reseña los cálculos hechos por los gobiernos de Chile e instituciones internacionales como la CEPAL, el PNUD, el Banco Mundial y la OCDE. A pesar de los diversos criterios de medición, la evidencia indica un progreso desde 1990, especialmente en 2000-2006, un estancamiento en 2017 del Gini y un deterioro del Palma y un retroceso notorio en 2020 en ambos indicadores, con Piñera y su abordaje de la pandemia.
No hubo entonces «30 años de políticas que profundizaron la desigualdad». La desigualdad y la distribución regresiva del ingreso se instauraron a sangre y fuego durante la dictadura, que fue por sobre todo una restauración patrimonial capitalista, y no en democracia. Los lentos avances posteriores, y algunos retrocesos como el aumento del peso del IVA y la rebaja de las tasas a los ingresos más altos en el impuesto a la renta, no son su causa de origen, ni reflejan un agravamiento inexistente. La causa es un régimen de acumulación de capital y una institucionalidad que favorecen la concentración, con agentes políticos y mediáticos que sostienen y protegen los intereses oligárquicos y no han permitido los cambios redistributivos necesarios para una cohesión social básica en Chile.
El problema sigue siendo la hiperconcentración económica que resultó de la restauración capitalista. Los avances posteriores en el margen son valorables, pero no la resuelven. Solo podrían producir una mitigación significativa de la hiperconcentración económica chilena políticas simultáneas como las siguientes: 1) un cambio en la regulación del sistema financiero para difundir el crédito en el tejido económico con márgenes bancarios y utilidades normales y no sobrenormales como en la actualidad; 2) una regulación para un uso no concentrado en los grandes conglomerados de los fondos de las AFP; 3) una legislación que autorice relaciones laborales con negociación colectiva equitativa más allá de la empresa individual para vincular productividad, remuneración salarial y participación en las utilidades; 4) multas significativas a la renta oligopólica de las actividades con competencia distorsionada; 5) un impuesto a las transacciones financieras; 6) un impuesto significativo a los grandes patrimonios y herencias; y 7) una regalía que capture para fines públicos la renta minera (aquella que sobrepasa la utilidad normal y remunera la propiedad de un recurso escaso no renovable).
Los recursos provenientes de las medidas 4 a 7 debieran asignarse con prioridad a la promoción de la diversificación productiva sostenible y a los aumentos de productividad mediante un gran salto en las infraestructuras físicas y digitales y en las capacidades de investigación y desarrollo tecnológico de productos y procesos en las universidades y centros de creación de conocimiento, incluyendo los regionales, en especial en materia de energías renovables y sostenibilidad, electromovilidad y alimentación saludable y la formación de personas de todos los niveles educativos en los servicios asociados a estas actividades.
El cambio institucional posible en septiembre pasado, que hubiera facilitado las mencionadas políticas después de largas y múltiples luchas, sufrió un severo revés por causa, entre otros, de quienes se han quedado repitiendo una narrativa de crítica generacional a sus mayores de similares ideas, en vez de apuntar a las estructuras desiguales de la sociedad y sus sostenedores y abordar de frente la mejoría de las condiciones de vida de la mayoría social. Empezando por revertir la trampa económica dejada por el gobierno de derecha en materia de ajuste fiscal, así como cuestionar la política monetaria recesiva del Banco Central. Ambas trampas no obtuvieron una respuesta suficiente desde marzo de este año.
Ese es uno de los temas primordiales a discutir, junto a construir coaliciones mayoritarias que permitan el cambio estructural en la sociedad, más que emitir juicios livianos sobre el pasado en el que la acción política antioligárquica y antimilitarista fue todo menos sencilla de llevar a cabo, y que tuvo luces y sombras de las cuales extraer lecciones. Como también las tiene el actual período, pues no hay meros blancos o negros ni superioridades ni inferioridades genéricas en la historia de las sociedades sino procesos que producen o no determinados resultados según el peso e interacción de unos y otros agentes estatales, sociales y culturales, que terminan por determinar los niveles de concentración del poder y de los ingresos.