El tema de fondo es el tipo de inserción internacional que se debe buscar. Cuando un país representa el 0,25% de la población mundial, simplemente no puede aislarse del mundo. Chile debe tener una especialización internacional, aunque diversificada, y debe aprovechar las ventajas del comercio y de las economías internacionales de escala, así como de inversiones externas reguladas social y ambientalmente que aporten recursos y tecnología en condiciones razonables de rentabilidad.
El Senado ratificó la aprobación del tratado comercial y de protección de inversiones y propiedad intelectual con 10 países del Pacífico, incluyendo a Japón, Vietnam, Malasia, Singapur y Brunei en Asia, Australia y Nueva Zelanda en Oceanía y Canadá, México y Perú en el continente americano.
No se trata de países que estén en el corazón de políticas imperiales. Nadie podría sostener, por ejemplo, que Vietnam, que libró un guerra legendaria y victoriosa contra Estados Unidos y es dirigido por un Partido Comunista, está ahora subordinado al Imperio. O que los gobiernos de Canadá, México, Perú o Nueva Zelanda, todos actualmente de orientación progresista, se someten a intereses ajenos en vez de procurar negociar ventajas mutuas en sus relaciones exteriores. Este grupo de países del Pacífico, con el que tiene sentido anudar relaciones internacionales de cercanía, permite proyectar una cierta estabilidad de la inserción exterior chilena frente a la dinámica de conflictos y disputas de hegemonía cada vez más agudas entre Estados Unidos y China y entre Rusia y Europa. Estos estarán en el horizonte en las próximas décadas, pues la idea de la «globalización tranquila», más o menos prevaleciente entre la caída del muro de Berlín y la crisis de 2008-2009, no preside exactamente las relaciones internacionales actuales. Chile debe garantizar espacios para su economía de la mejor manera posible. El grupo de países del TPP11 no es el peor para una estrategia de este tipo.
No obstante, en el TPP11 se mantienen mecanismos cuestionables y cuestionados de solución de controversias, aun cuando ya están vigentes en los tratados ya firmados por Chile con esos países. Además, incluye artículos que pudieran usarse para condicionar las políticas internas, aludiendo el concepto de «expropiación indirecta» frente a políticas industriales y sociales nacionales que afecten utilidades esperadas. Por su parte, las normas de protección de la propiedad intelectual pueden encarecer y dificultar el desarrollo tecnológico endógeno, que se encuentra extremadamente atrasado, aunque las normas más cuestionables en la materia salieron del tratado con el retiro de Estados Unidos, que consideró que el TPP11 no le era favorable.
Tenía poco sentido una aceleración en la ratificación del TPP11 hasta que no hubiera una evolución en las materias mencionadas y se consolidaran compromisos bilaterales entre los firmantes para no acudir a tribunales externos que pudieran estar sesgados a favor de los intereses de las empresas, conocidos como cartas laterales o «side letters», las que siguen en negociación.
Pero a los que piensan que la ratificación es un gran retroceso, cabe señalarles que ningún país es a estas alturas enteramente soberano en materia económica, por lo que los Estados deben cooperar entre sí en muchas materias. Los tratados bilaterales firmados previamente no impiden a priori realizar políticas industriales y sociales, y el TPP11 tampoco lo hará.
La interrogante es si habrá o no controversias con las reformas de mayor alcance que se propone el actual o futuros gobiernos. Si alguna transnacional, por ejemplo, ante cambios en el régimen de AFP o por la aplicación de una regalía minera más alta, invocara en un tribunal arbitral previsto en el tratado el concepto de «expropiación indirecta», se produciría una controversia jurídica en la que Chile tendría que defender sus espacios propios de política y el interés nacional en vez de no hacer reformas estructurales. La idea de que Chile no podrá industrializarse ni hacer políticas sociales es una resignación pesimista que no debe transformarse en una profecía autocumplida. Es una eventual batalla futura que no debe impedir hoy la lucha por las transformaciones que el país necesita.
El tema de fondo es el tipo de inserción internacional que se debe buscar. Cuando un país representa el 0,25% de la población mundial, simplemente no puede aislarse del mundo. Cabe rechazar el nacionalismo contra todo tratado económico que en ocasiones emerge de la defensa razonable de causas específicas, pero que se transforma en una especie de pasión autárquica que no considera que Chile deba tener una especialización internacional, aunque diversificada, y deba aprovechar las ventajas del comercio y de las economías internacionales de escala, así como de inversiones externas reguladas social y ambientalmente que aporten recursos y tecnología en condiciones razonables de rentabilidad.
Mientras la participación de América Latina y el Caribe en la producción mundial pasó, según los datos del FMI, de 10,0% en 1990 a 7,3% en 2021, la de Chile pasó de 0,28% a 0,36% en el mismo período. La inserción internacional con acuerdos bilaterales no ha sido lesiva para la producción agregada chilena. Por su parte, los países del Mercosur perdieron todos participación en la economía mundial en las últimas tres décadas. Solo en 2019 han logrado, después de 20 años de negociaciones, un acuerdo con la Unión Europea (tienen un arancel común elevado y negocian en conjunto). Con la entrada en vigor del acuerdo, el Mercosur pasaría a tener tratados de libre comercio con 23,5% del PIB global, contra solo un 1,4% en la actualidad. No obstante, la ratificación no avanza, pues la Comisión Europea considera ahora necesario que el acuerdo sea complementado por un «instrumento adicional» que aborde «retos reales» de contención de la deforestación en la Amazonía. La idea de que los tratados internacionales atentan contra el medio ambiente puede ser en realidad su contrario.
A su vez, los espacios nacionales de política deben defenderse en una política inteligente de inserción externa. Cabe rechazar el aperturismo unilateral basado en la teoría ricardiana de las ventajas comparativas estáticas y en el teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson, que condena a Chile a ser un país especializado en exportar recursos naturales con escasa manufactura. En el mundo real, estos están controlados por transnacionales que no necesitan demasiados recursos humanos nacionales bien formados y remunerados para su explotación, lo que concentra todavía más los ingresos en un país como Chile y limita la innovación productiva, mientras se apropian de rentas que no les pertenecen.
El aperturismo irrestricto provoca depredaciones de carácter social, pues permite mantener deprimido el costo salarial sin que esto impacte en la demanda, que es externa, y de carácter ambiental, pues las empresas exportadoras procuran no pagar las externalidades negativas en el territorio para mantener su competitividad. Estos actores invierten, pero retiran utilidades para sus accionistas con rentabilidades extranormales, derivadas de la explotación de recursos limitados no renovables o de la operación en los mercados financieros y de seguros que producen una alta renta de monopolio. Esta no es puesta al servicio del desarrollo del país para financiar más infraestructura sostenible, más escuelas y universidades, más hospitales y redes de salud y más inversiones en las ciudades para aumentar su calidad de vida.
No obstante, la alternativa a la apertura sin condiciones no es encerrarse en las fronteras propias. Esto se traduciría en limitar la expansión sostenible de las capacidades productivas y de los niveles de vida de la mayoría social. Más aún, la transformación estructural requiere de una inserción internacional suficientemente estable para lograr ser exitosa. Lo que cabe es hacer avanzar cuidadosamente interdependencias mutuamente beneficiosas en el largo plazo y dejar de lado los enfoques simplistas.