Han pasado tres años del estallido y solo se dejan ver los costos con los que se lo vincula –violencia, delincuencia, desorden público e inflación–, mientras que sus beneficios se ven lejanos o derechamente imposibles. Así, o el oficialismo junto con Chile Vamos muestran la capacidad política de llegar a un acuerdo para la nueva Constitución con principios y problemas a resolver (como la fragmentación de partidos) o dejan el camino libre a nuevos liderazgos que proponen soluciones simples para problemas complejos. El asunto recae en ellos.
La dificultad que han tenido los partidos políticos para llegar a un acuerdo constituyente, la mesa paralela, los dime y diretes, y los bochornos tipo Pancho Malo y Gaspar Rivas deben necesariamente ser leídos en clave histórico-sistémica, de lo contrario, no se entiende el problema. Las lecturas del tipo “es que el oficialismo no se ha dado cuenta de que perdió en el plebiscito” o “la derecha se cree ganadora luego del 4 de septiembre, y se está llevando la pelota para la casa”, son acomodaticias y pobres. Lo que vemos es una enfermedad largamente incubada, pero una vez que comenzó a hacer síntomas, estos se han presentado de forma florida e ininterrumpida, cuyos corolarios son los temibles fantasmas de autocracias cercanas que bien podrían hacer carne en las próximas elecciones presidenciales de la mano del Partido Republicano o del PDG. Caminamos por una cuerda floja y podríamos llegar a salvo al otro lado o caer en el abismo. Esto está por verse.
Hagamos un corto recorrido partiendo por una verdad incómoda. Los primeros 20 años de los vilipendiados 30, fueron gloriosos, entre muchas razones, por la existencia del sistema binominal. Este coartó la fragmentación de las dos Cámaras tanto como estimuló la conformación de dos coaliciones de las que emanaban acuerdos con relativa eficiencia. Esta fue la llamada época de los acuerdos o la del duopolio. Pero fue este mismo sistema binominal, sumado a los altos quórums constitucionales, el que fue desencantando a la población del ritual de sufragar bajo la lógica de “¿para que ir a votar si salen siempre los mismos o nada cambia?”. Sumado a esto, las dificultades de renovación proporcionadas por el mismo binominal fue anquilosando la esfera pública bajo lógicas endogámicas que hicieron que fueran percibidos por el resto como una “clase”: la clase política.
La desafección de la gente y la endogamia política produjeron, entre otras cosas, una crisis de los partidos políticos como intermediarios, de manera tal que la enfermedad hizo síntoma por primera vez aquel 2006 con la llamada «Revolución Pingüina», donde quedó de manifiesto que la voluntad popular no era correctamente interpretada, razón por la que se hizo necesario salir a las calles para dejar mensajes “claros”. Es triste pensar que la educación pública no ha hecho más que empeorar desde aquel entonces. Desde ahí en adelante las protestas se han presentado de forma ininterrumpida, vale decir, llevamos 16 años de movilizaciones donde la esfera política ha intentado satisfacer las demandas –con multimillonarias inversiones en infraestructura de educación pública, la beca Vocación de Profesor, la gratuidad universitaria, entre otros– sin que medie un intento de compresión sobre estos fenómenos no como meras demandas a satisfacer, sino que como síntomas de una enfermedad por descubrir.
Luego se tomaron dos decisiones políticas que, lejos de curar la enfermedad, hicieron que el enfermo se agravara: se hizo el voto voluntario y se eliminó el binominal sin que se tomaran resguardos sobre la fragmentación de partidos. Los resultados se dejan ver con facilidad. Una población desafectada políticamente, a la cual le costaba ir a votar, vio la posibilidad de no hacerlo, por lo que las elecciones consecuentes se realizaron con un padrón escueto, poniendo en entredicho la representatividad real, y las políticas públicas se concentraron en aquella población que sí votaba, abandonando a los desafectados. Por otra parte, el dejar el binominal sin rescatar su gran virtud consistente en estimular las coaliciones, posibilitó el surgimiento de nuevos partidos (como todos los que componen el Frente Amplio), tanto como que los acuerdos se hicieran difíciles o derechamente imposibles, dificultado al Ejecutivo llevar a cabo su plan de gobierno. Esa es la razón por la que Piñera II puso sus fichas en la política exterior.
Así es como llegamos a algo que la esfera política tradicional parece que aún no capta: en las últimas dos elecciones no han hecho más que perder. En la primera vuelta presidencial los tres primeros lugares fueron para partidos nuevos, el representante de Chile Vamos quedó cuarto detrás de Parisi y la representante de la ex Concertación resultó quinta. Luego, en el plebiscito de salida, Apruebo Dignidad (PC y FA) con el Socialismo Democrático fueron aplastados, pero difícilmente Chile Vamos se puede adjudicar esa victoria, cuando en su franja solo aparecieron rostros políticos de centroizquierda. Vale decir, la victoria del Rechazo se le puede adjudicar a los Amarillos, más que a Chile Vamos.
Siendo ese el contexto, es que surgieron partidos políticos marcadamente populistas, como el Republicano y el PDG (que recientemente ha entrado en conversaciones con Pamela Jiles), que han captado las muy abundantes frustraciones de una ciudadanía que está cansada de una conducción que siente como infructuosa. Del mismo modo, han pasado tres años del estallido y solo se dejan ver los costos con los que se lo vincula –violencia, delincuencia, desorden público e inflación–, mientras que sus beneficios se ven lejanos o derechamente imposibles. Así, o el oficialismo junto con Chile Vamos muestran la capacidad política de llegar a un acuerdo para la nueva Constitución con principios y problemas a resolver (como la fragmentación de partidos) o dejan el camino libre a nuevos liderazgos que proponen soluciones simples para problemas complejos. El asunto recae en ellos.