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¡Viva el Servicio Público! Opinión Crédito: Twitter @Alebadilloc

¡Viva el Servicio Público!

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Ignacio Cienfuegos Spikin
Por : Ignacio Cienfuegos Spikin Académico del Departamento Política y Gobierno, Universidad Alberto Hurtado. PhD en Gestión y Gobierno de la Universiteit Twente, Holanda
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Suponiendo que habría, al menos, cierto consenso –político, académico y ciudadano– sobre la necesidad de contar con un mercado verdaderamente competitivo en el desarrollo de una industria de ciencia y tecnología, con políticas sociales que garanticen derechos y oportunidades, de fortalecer nuestro sistema público de salud, o políticas públicas en materia de seguridad pública, todas esas sentidas y postergadas demandas requieren de un Estado con capacidades mínimas para diseñar fundadamente soluciones a esos problemas y, sobre todo, implementarlas de manera efectiva.


A finales del año pasado, a través de las redes sociales, nos enteramos de una campaña publicitaria en Francia que reivindicaba la importancia del servicio público. El cartel instalado en una calle de Lyon señalaba: «Viva el servicio público» y con letras pequeñas: «Cuando todo sea privado, estaremos privados de todo».

Más allá de las legítimas posiciones en cuanto al rol del Estado –que han quedado una vez más expuestas en nuestra vigente discusión sobre un nuevo orden constitucional–, es evidente que lo que haga el Estado, deje de hacer y sobre todo cómo lo haga, importa. Es claro que, así como el Estado tiene «fallas», también las tiene el mercado, por lo que independientemente de la discusión más fundamental sobre la provisión únicamente estatal o participación privada en la provisión de bienes públicos, algún modelo de «agregación de valor» en asociación público-privado, parece razonable.

Pero suponiendo que habría, al menos, cierto consenso –político, académico y ciudadano– sobre la necesidad de contar con un mercado verdaderamente competitivo en el desarrollo de una industria de ciencia y tecnología, con políticas sociales que garanticen derechos y oportunidades, de fortalecer nuestro sistema público de salud, o políticas públicas en materia de seguridad pública, todas esas sentidas y postergadas demandas requieren de un Estado con capacidades mínimas para diseñar fundadamente soluciones a esos problemas y, sobre todo, implementarlas de manera efectiva.

El gran intelectual Carl Joachim Friedrich, uno de los principales politólogos del mundo en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, señaló alguna vez que la democracia no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir sin una burocracia eficiente, porque no lograría llevar a cabo las promesas de los líderes electos.

Cuando se trata del proceso de reforma y modernización del Estado –y en general para problemas complejos–, los gobiernos tienden a seguir dinámicas «incrementales», es decir, optar por medidas que divergen, solo marginalmente, de lo que ya se venía haciendo, descartando los cambios radicales que, aunque necesarios racionalmente, pudieran ser muy costosos políticamente en el corto plazo, y cuyos beneficios pudieran observarse solo en el largo plazo (cuando dichos gobernantes ya no están en ejercicio).

El caso MOP-Gate, en el Gobierno del Presidente Lagos, aparece siempre como un ejemplo en nuestra historia reciente de una crisis que abre una «ventana de oportunidad», permitiendo cambiar la trayectoria incremental (inercial) de la reforma del Estado hacia transformaciones más radicales. Existirían, sin embargo, al parecer, ciertas condiciones necesarias en estos escándalos «virtuosos» que permiten aprovechar estas emergencias. Variables que tal vez no han estado alineadas en otros episodios de este tipo. Además del problema públicamente discutido y posicionado en la agenda pública –escándalo MOP-Gate– se necesitan soluciones factibles (contenidos de la reforma pensados y consensuados por la academia y la sociedad civil, incluso antes de la crisis) y de la política (la oposición de ese momento acordando la agenda de modernización con el Gobierno).

En términos gruesos, los gobiernos que siguieron continuaron con un enfoque más bien incrementalista, implementando algunas cuestiones pendientes de la agenda de Lagos, o haciendo algunos ajustes a la institucionalidad ya existente, sin impulsar grandes trasformaciones que pudiesen afrontar los desafíos pendientes y altamente discutidos en materia de modernización del Estado.

Con todo, si tomamos los últimos treinta años, es justo pensar que se han logrado avances. El Sistema de Alta Dirección Pública para la selección de directivos públicos en función del mérito; un sistema de compras públicas regulado y trasparente; el Consejo para la Trasparencia; un sistema de evaluación y control de gestión; incentivos monetarios a asociados a metas; ley de participación ciudadana y una agencia que promueva la innovación pública (Laboratorio de Gobierno). Más reciente es la reforma –en proceso de implementación– que moderniza el nivel intermedio del Estado chileno, permitiendo la elección de gobernadores regionales; un proceso de traspaso de competencias a las regiones; así como la posibilidad de formar áreas metropolitanas. Todas, cuestiones que nos ponen «algo» al día, al menos, en materia de descentralización.

Parte de nuestra clase política e intelectual tiende a mirar con mucha admiración a los países nórdicos. No es para menos, considerando los extraordinarios indicadores que presentan en casi todas las dimensiones de desarrollo no solo económico sino también humano: baja tasa de criminalidad, elevada esperanza de vida, altos niveles de cohesión social, industrias líderes en el mundo en innovación, distribución equitativa del ingreso y alto crecimiento.

El progreso de los países nórdicos no se debe únicamente a la construcción de un Estado de bienestar, sino a una combinación de factores –que incluyen la libertad económica y espíritu emprendedor de sus pueblos, rasgos culturales en torno a la ética protestante sobre el deber y el trabajo; así como a prácticas igualitaristas ancestrales quizás poco replicables– que articulan un aparato público reconocido por su probidad, austeridad, profesionalismo y respeto a la legalidad, y conforman un Estado profesional con adecuados y exigentes estándares de evaluación sobre la base del mérito.

Lo mismo podríamos decir de los casos frecuentemente citados estos días de Corea y Singapur, como ejemplos de economías de mercado abiertas y competitivas, que pueden explicar su explosivo desarrollo tecnológico, en parte, por un rol más activo del Estado (políticas industriales). En este sentido y más allá del debate del rol del Estado como «desarrollador» de industrias de alto valor, una de las condiciones necesarias de estas políticas es la conformación de una estructura técnico-gubernamental moderna.

No se observa entonces en el debate público, a mi juicio, la voluntad de definir una nueva agenda de modernización del Estado que aborde los déficits realmente estructurales y pendientes de nuestro Estado. Los diagnósticos y soluciones que podrían conformar una nueva y ambiciosa agenda de modernización están sobre la mesa hace mucho tiempo por parte de centros de estudios, universidades y expertos de distintos sectores y sensibilidades, repitiéndose sistemáticamente en los últimos años en artículos, columnas, seminarios o incluso programas de gobierno.

Fortalecer el Sistema de Alta Dirección Pública; la siempre anunciada creación de una agencia autónoma para la evaluación de políticas públicas; las urgentes reformas al empleo público (estabilidad con evaluación del desempeño efectiva); la institucionalización de una gobernanza para la reforma del Estado; la trasformación digital; mayores límites a la «puerta giratoria» y conflictos de intereses; descentralización fiscal responsable con sistemas de evaluación de la gestión apropiados, son todos ámbitos donde hay propuestas con niveles de detalle concretos, que con voluntad política permitirían conformar una nueva agenda de modernización del Estado que nos saque de la inercia incremental, en un sucesivo «aggiornamiento» del aparato público.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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