Vivimos en medio del acontecimiento político mayor inaugurado el 25 de octubre de 2019. Estos tres años intensos, que incluyen la pandemia, los trabajos de la Convención constituyente y una serie de elecciones y plebiscitos ganados y perdidos, no han sido puestos en perspectiva. El país ha avanzado en su cultura política y en la reforma de su institucionalidad de una manera que no tiene precedentes en nuestra historia.
En pocos días se cumplirán tres años desde la marcha del 25 de octubre de 2019. Ese fue el día en que chilenos y chilenas salieron a las calles a manifestar sus anhelos sociales y su rechazo a las rémoras institucionales de la dictadura y a las maniobras represivas del gobierno. Cuatro millones de chilenos marcharon y un alto porcentaje de los que no participaron directamente hubieran querido estar ahí. Fue una movilización conmovedora por su inmensidad y por la cercanía afectiva de los que marcharon. Los que no se asomaron y se sintieron amenazados por la reunión de los chilenos han terminado, a lo largo del tiempo, por aceptar la justicia de las demandas congregadas en ese día.
Vivimos en medio del acontecimiento político mayor inaugurado el 25 de octubre de 2019. Estos tres años intensos, que incluyen la pandemia, los trabajos de la Convención constituyente y una serie de elecciones y plebiscitos ganados y perdidos, no han sido puestos en perspectiva. El país ha avanzado en su cultura política y en la reforma de su institucionalidad de una manera que no tiene precedentes en nuestra historia. En estos días de confusión mediática, es bueno hacer un balance de lo que hemos avanzado y que era inimaginable antes del 25 de octubre. Estos puntos no son leyes todavía, pero son el piso en el que seguimos trabajando.
Independientemente de la forma en que sobrevivan o no las AFP, hemos dejado atrás la confusión entre Seguridad Social y mercado de capitales -basados en fondos extraídos de los trabajadores para dar financiamiento barato a las muy grandes empresas-. Hemos dado pasos irreversibles en la creación de un sistema de Seguridad Social robusto y solidario. Se despeja así el camino para una relación abierta y sana entre emprendimientos privados y esfera de responsabilidad pública. El Estado queda libre, a la vez, para perseguir los abusos y para incentivar el emprendimiento.
Estos son cambios que el país necesita y que se han ido configurando y consolidando desde el 25 de octubre de 2019. Estos no son bordes, ni buenos deseos; este es el legado de base de las manifestaciones ciudadanas sobre el que se trabaja afinando los detalles en el Congreso.
Lo que pasó el 25 de octubre fue una grandiosa marcha por la vida y en contra de la violencia. La movilización del viernes 25 fue lo opuesto a los sucesos violentos del día 18 y siguientes en los que se desplegó el arrebato autoritario y represivo del gobierno.
El 25, en el mismo impulso, tuvo lugar una expresión de determinación política tajante y valiente y un acto de cura de la pena colectiva en repudio a la represión.
El 25 de octubre cerró una semana en la que se exorcizaron todos los fantasmas que arrastraba nuestra debilitada institucionalidad política. La mala educación y la falta de destino de los estudiantes, el abandono de la vejez, la falta de respeto por los más débiles, el deterioro de la salud pública, la larga tramitación de los derechos de la mujer, las colusiones interminables de farmacéuticas, papeleras, financieras, industrias alimentarias, servicios públicos y, en suma, el secuestro del Estado y de la política por una Constitución propiamente antisocial; todo eso fue terminado simbólicamente el 25 de octubre.
Las movilizaciones estudiantiles fueron el detonante, pero el combustible de la revuelta fue la acción del gobierno desde el día 18 de octubre. Ese viernes, a las tres de la tarde y en respuesta a la guerrilla evasora de los estudiantes, el gobierno cerró el Metro y retiró a la policía de las calles. El efecto dantesco de esas decisiones fue algo premeditado.
Cientos de miles de personas fueron arrojadas a vagar por las calles para volver a sus hogares. Al anochecer, los noticiarios transmitían en directo desde el Metro República y otras estaciones donde, cada cierto rato, un transeúnte dejaba caer una hoja de diario encendida en la entrada de la estación. El castigo a los transeúntes y la desprotección del Metro fueron parte de una escenificación pedagógica de la violencia que ocurriría en caso de desafío a la autoridad.
Al día siguiente y creyendo que después de una noche de saqueos y de incendios la lección había sido aprendida por la ciudadanía, el gobierno decretó Estado de Emergencia Constitucional. Se proclama el toque de queda y se llama a las fuerzas armadas a enfrentar a los manifestantes. En los días siguientes, las autoridades se emplearon a fondo en el guion represivo, cosechando miles de detenidos, generando muertos y cegando a cientos de manifestantes. En esa semana, cada día, la ciudadanía desafió al gobierno policial hasta llegar a la enorme manifestación del 25 de octubre que cierra un período de nuestra historia y abre otro.
Las manifestaciones de octubre y noviembre lograron un despertar de los representantes y de la política. Si uno se fija en la cantidad de energías que fueron necesarias para producir la reacción de los políticos, entonces puede darse cuenta hasta qué punto las autoridades y los representantes estaban inhibidos y como ausentes del espacio de preocupaciones de los chilenos. Es posible sostener que las demandas planteadas, obedecen a un momento crítico, madurado luego de treinta años de avances sociales y económicos ininterrumpidos. Llegamos a este punto de ruptura, en lo que responde a las relaciones entre instituciones y movimientos sociales, gracias a los avances sociales de la Concertación y también debido a la estrechez de los límites políticos en los que había sido encajonada.
El 25 de octubre la calle y la vida se desbordaron a la política. Ese día se pasó lista al inventario completo de los conflictos sociales y se hizo patente el carácter urgente y radical de los cambios políticos exigidos por la ciudadanía.
En esa época, la llamada ‘crisis de la representación’ era ampliamente discutida en los medios y en las academias, como si no tuviera expresión y efectos en la vida diaria de los chilenos. Todavía hoy, se habla del sistema político como si no tuviera nada que ver con la ciudadanía.
La trabazón del sistema político solo se puede medir sobre el fondo desgarrado y hasta heroico de los acuerdos parlamentarios del 15 de noviembre. El acuerdo consistió en abrir la puerta para preguntar al pueblo si quería o no una nueva constitución. Ese acuerdo reconoció que la política se había ido de las manos de los políticos.
El acuerdo de noviembre fue un acto valiente, a la vez de renuncia a la exclusividad de la representación y de recuperación de la iniciativa política. En el balance, el 15 de noviembre se firmó la abdicación del viejo régimen y la apertura a un sistema político más democrático y culturalmente acorde a una conciencia de época, más atenta a las fragilidades de la existencia que al tronar de las escopetas.
Los representantes políticos se pusieron a la altura de las circunstancias y dieron efectivamente una salida institucional a lo que pudo ser un drama aun más pesado de sobrellevar.
Este largo recuerdo es necesario en momentos en que todas esas marchas, todas esas penas, todo ese esfuerzo físico e imaginario parece haber terminado en la nada. Esto no es más que un velo mediático y una incapacidad de mirar la política con perspectiva histórica.
A pesar de la derrota de la Convención en el plebiscito, todavía estamos insertos en los acontecimientos inaugurados el 25 de octubre de 2019. La tarea está lejos de estar terminada y a pesar de algunos, está aun más lejos de haber quedado enterrada por una derrota electoral episódica.
Lo que está en juego ahora, es profundizar el mandato del 25 de octubre contra toda violencia política y asegurar la calidad de las reformas que debemos concluir.