Existe un debate sobre qué cosas gatillaron tales escaladas y recurrencias en los desórdenes públicos que, hasta antes del estallido social, no eran tan comunes (si bien la muerte de Camilo Catrillanca, en el 2018, fue un punto de quiebre). Una tesis relevante tiene que ver con la legitimación pública de la violencia y la instrumentalización de esta por parte de algunos grupos políticos o intelectuales públicos, que la utilizaron y la azuzaron con fines partidistas o políticos.
Se han cumplido ya tres años de uno de los días más complicados desde el retorno a la democracia: el 18 de octubre del 2019. Mientras el Presidente Boric daba su discurso conmemorando y revisando lo acontecido en aquel día, no muy lejos de donde estaba, la violencia volvía a tomarse las calles, y los saqueos, la quema de buses y la destrucción del espacio público volvían a ser protagonistas. De esta forma, ya se ha entregado el balance oficial de la jornada: 195 detenidos, 1.200 involucrados en delitos, 150 focos de violencia, 15 saqueos, 24 carabineros lesionados y 18 civiles heridos. Es decir, el 18-O, en vez de convertirse en un día de reflexión crítica, se está convirtiendo en un día de saqueos, en el cual los chilenos tienen miedo de ir a sus trabajos y de usar los espacios públicos, muy parecido a lo que ocurriera ya con el «Día del joven combatiente» algunas décadas atrás. Ya han pasado tres años y todavía somos incapaces de poder contener y controlar la violencia que sigue desatada cual caja de Pandora.
Junto con esto, se dieron a conocer los últimos resultados de la encuesta Cadem respecto al 18-O. En el tercer aniversario del estallido social, ninguna de las áreas evaluadas se encuentra mejor: la percepción general de los chilenos es que el país está hoy mucho peor y mucho más pobre de lo que era antes del 18-O. Las personas consideran que se está peor hoy en delincuencia (93%), violencia (90%), situación económica (75%), calidad política (73%), pobreza (71%), desigualdad (62%), etc. Es decir, no hay mucho que celebrar de cara al estallido social y más bien pareciera ser que Chile no despertó, sino que se sigue hundiendo en el desgobierno.
Ante este contexto, existe un debate sobre qué cosas gatillaron tales escaladas y recurrencias en los desórdenes públicos que, hasta antes del estallido social, no eran tan comunes (si bien la muerte de Camilo Catrillanca, en el 2018, fue un punto de quiebre). Una tesis relevante tiene que ver con la legitimación pública de la violencia y la instrumentalización de esta por parte de algunos grupos políticos o intelectuales públicos que la utilizaron y la azuzaron con fines partidistas o políticos (Paniagua, 2021a; Paniagua, 2021b). Relacionado con esta tesis de la legitimación pública y cultural de la violencia, estas semanas surgió además un fuerte debate en torno a los controvertidos dichos de algunos funcionaros de Gobierno (incluidos el Presidente de la República, algunos ministros, etc.), quienes publicaron fuertes mensajes en sus redes sociales durante el estallido social emplazando a los carabineros, cuestionando severamente a la autoridad y al Estado de Derecho o incitando al desorden público (ver aquí y aquí).
Esta tesis además nos presenta una paradoja: las mismas personas, y la misma élite que después se hace con el poder político y es aquella que debe velar por el Estado de Derecho y el buen funcionamiento de los bienes públicos, es la misma que antes impulsaba el cuestionamiento de la autoridad, el uso de la violencia como método posible de cambio e, incluso, llamaban a no pagar por los servicios públicos como el metro. Esta tesis de la validación de la violencia por parte de élites, nos sugiere que es posible que un día una persona que declare “evadir, no pagar, otra forma de luchar”, se pueda convertir después en director del Metro (un cargo de confianza del Presidente de la República), por ejemplo.
Todo lo anterior pareciera tener una lógica maquiavélica y cortoplacista por detrás, pues aquellos que se encuentran más protegidos por sus privilegios políticos son, a la vez, los que más fomentan estos métodos de desorden público y los que son más ambivalentes con la violencia para extraer beneficios. Pues bien, en el reciente estudio “The 2019 Chilean Social Upheaval: Who Are the Leaderless Protesters?” (Cox, González y Le Foulon, 2021), sus resultados muestran que los manifestantes chilenos del 18-O “tienden a ser jóvenes, educados, interesados en la política y usuarios frecuentes de las redes sociales”, que se “identifican fuertemente con la izquierda, pero sus ideologías sobre la igualdad o el papel del gobierno no son radicalmente diferentes a las de otros grupos… También es más probable que justifiquen el uso de la fuerza por parte de los ciudadanos para lograr objetivos políticos, mientras que consideran ilegítimo el uso de la fuerza por parte de la policía”.
Este estudio nos señala que estamos ante un cambio radical y paradójico en la manera en la cual los jóvenes chilenos entienden la democracia, pues por un lado aseguran “valorar la democracia”, pero al mismo tiempo están dispuestos a cerrar un ojo y a promover o justificar la violencia “para lograr objetivos políticos” que ellos consideran deseables (ibid., pp. 22-25). Es decir, algunos nos estamos convirtiendo en “demócratas de cartón”, los cuales son demócratas y creen en el Estado de Derecho solo en la medida en que la política se mueve en el sentido que ellos quieren. Como bien sabemos, y como todo el siglo XX nos enseña, dicha posición es el inicio del fin de una sociedad pacífica que respete el disenso de visiones.
Ahora, volviendo a la pregunta clave sobre ¿qué cosas gatillaron la escalada y recurrencia de los desórdenes públicos? Afortunadamente encontramos evidencia científica reciente que puede corroborar y armonizar la visión de que su principal causa y fuente de sustento fue la legitimación política de la violencia como vehículo para llegar al poder. Por ejemplo, en la investigación de Welsh et al. (2015), titulada “La pendiente resbaladiza: cómo pequeñas transgresiones éticas pavimentan el camino para futuras transgresiones mayores”, los autores encuentran que: “A las personas que se les da la oportunidad de cometer pequeñas faltas éticas tienen el doble de probabilidades de escalar a grandes lapsos de faltas éticas”. Como diría Bernard Madoff, uno de los estafadores más grandes de la historia, “¿sabes lo que sucede?, es que comienzas tomando un poco, tal vez unos cientos, unos miles. Te sientes cómodo con eso y, antes de que te des cuenta, se convierte en una gran bola de nieve”. Pues bien, algo parecido a esta lógica de la pendiente resbaladiza en la ética parece haber ocurrido con las generaciones de jóvenes chilenos durante la última década, al ser impulsados por ciertas élites en redes sociales.
En definitiva, es debido a estos riesgos de la caja de Pandora de la violencia que debemos ser fundamentalmente kantianos cuando se trata de esto. Es decir, debido a estas dinámicas de la pendiente resbaladiza no se debe ceder ni un milímetro en dicho aspecto y debemos contener, aplacar y condenar la violencia, y jamás verla como un instrumento legítimo o posible para obtener nuestros fines, de lo contrario, podemos caer en una espiral violencia-polarización de la cual no podremos salir.
En una sociedad civil, respetuosa del disenso, con Estado de Derecho y democracia liberal, se debe a rajatabla excluir y marginar por completo a la violencia como forma legítima de protesta. Independientemente del color político y de sus presuntos mensajes de cambio, es un deber moral el ser kantianos y condenar esos nocivos métodos de “movilización”. Es de esperar que las futuras generaciones de políticos y de intelectuales que se hagan del poder y de los espacios públicos no cometan los mismos errores y descalabros que nuestra generación política actual ha cometido, al mirar hoy sus tuits del 2019 con espanto.