En medio de una crisis energética mundial que nadie avizoró, nuestro país sigue avanzando a paso firme hacia la descarbonización local. Y, mirando hacia adelante, existe una oportunidad colosal de jugar un rol estelar en la descarbonización global. Primero, aportando litio, cobre y hierro, elementos esenciales para la electrificación. Al menos con el estado del arte al momento que escribo esta columna, simplemente no es posible combatir el cambio climático sin aumentar esa oferta de manera sustancial. Segundo, exportando hidrógeno verde para sustituir fuentes fósiles en otras latitudes. Gozamos de amplias áreas con un potencial de generación enorme, pero demanda insuficiente para consumir esa energía in situ. Tal es el caso del viento de Magallanes y del sol de Atacama.
Los períodos de crisis suelen ser puntos de inflexión en la historia de la creatividad. Newton desarrolló el cálculo encuarentenado, con la Universidad de Cambridge cerrada por la peste. Durante la ocupación alemana de Países Bajos, Willem Kolff inventó la máquina de diálisis improvisando con tripas para envolver salchichas, latas de jugo de naranja y partes de una lavadora. Las estrecheces de la Primera Guerra Mundial forzaron a asignar papeles a la mujer de los que hasta entonces se la había excluido (el hecho de que la Junta de Industrias de Guerra instara a las damas a prescindir de corsés para liberar metal, ilustra los cambios del rol femenino).
Hoy no enfrentamos peste, ocupaciones nazis ni una guerra paneuropea, pero sí una inédita crisis global que afecta tres frentes en forma simultánea: el geopolítico, el energético y el climático.
Este es un monstruo de tres cabezas, conectadas en el tronco. La geopolítica rusa ha remecido la oferta de las fuentes energéticas ricas en carbono, así como de ciertos alimentos, causa relevante de la inflación y desaceleración a nivel global.
En Chile este golpe ha pegado, como a todos, pero nos pilla mejor parados gracias a la paulatina diversificación de nuestra matriz energética.
En el caso de la electricidad, evolucionamos de una matriz casi 100% hidroeléctrica de gran escala + fósil a una variopinta mescolanza de fuentes solares, eólicas, geotérmicas de biomasa y minihidros. A octubre de 2022 la solar acapara un asombroso 21% de la generación, algo inimaginable hace solo una década. Y aún faltan dos meses para el solsticio, y hay docenas de proyectos en carpeta. Este verdadero alud renovable, que habría sido catalogado de afiebrado sueño hippie muy poco atrás, nos ha permitido avanzar más rápido de lo que nadie previó en el cierre de centrales a carbón, y ofrecer uno de los precios de licitación de energía más bajos a nivel mundial (tan bajos que estamos viendo fisuras en la sustentabilidad financiera de los oferentes, tema de otra columna).
En medio de una crisis energética mundial que nadie avizoró, nuestro país sigue avanzando a paso firme hacia la descarbonización local. Y, mirando hacia adelante, existe una oportunidad colosal de jugar un rol estelar en la descarbonización global. Primero, aportando litio, cobre y hierro, elementos esenciales para la electrificación. Al menos con el estado del arte al momento que escribo esta columna, simplemente no es posible combatir el cambio climático sin aumentar esa oferta de manera sustancial. Segundo, exportando hidrógeno verde para sustituir fuentes fósiles en otras latitudes. Gozamos de amplias áreas con un potencial de generación enorme, pero demanda insuficiente para consumir esa energía in situ. Tal es el caso del viento de Magallanes y del sol de Atacama.
Pero no podemos hacerlo si cada proyecto despierta feroz oposición ciudadana. Necesitamos acuerdos amplios y políticas públicas de largo plazo, que apoyen, incentiven y visualicen la magnitud de esta oportunidad. Si queremos enfrentar el cambio climático, alguien tiene que minar esos elementos y producir ese hidrógeno. Hacerlo supone un desafío medioambiental, es cierto, pero aquí contamos con todas las herramientas para resolverlo con éxito y aprovechar esos frutos.