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Día Mundial de la Filosofía: crítica y futuro Opinión

Día Mundial de la Filosofía: crítica y futuro

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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El nuestro es, no lo niego, un mundo acelerado, compuesto por sociedades altamente productivas y sistematizadas (robotizadas) en sus saberes, quehaceres y hasta en sus rutinas domésticas y descansos. No es tarea fácil romper su inercia para hacer frente a sus grandes amenazas (el cambio climático, la sobrepoblación, la transhumanización, etc.). Pero la filosofía podría estar contribuyendo a sus males, si consideramos que, como actividad que piensa lo real, no ha sabido replantearse su envase para hacer pensar más a las gentes, o bien, hacerlas pensar de un modo distinto para que sopesen su rol y responsabilidad dentro de la realidad en que están insertas.


El 17 de noviembre se celebra el Día mundial de la filosofía, el más profundo de los saberes, pero quizá hoy también el más pesimista, anticuado y esotérico.

“Pesimista”, porque parece solo enfocarse en problemas con un trasfondo amenazante, sin hacer explícito la mayoría de las veces si su intención es arreglar algo o solo hacernos llorar y chapotear en el barro. Cito algunos títulos, que, de solo leerlos en la vitrina de una librería −o en las ofertas de un Cyber Monday −, uno pasa de largo o le dan ganas de pegarse un tiro: Vigilar y castigar (Foucault), La inteligencia artificial o el desafío del siglo: Anatomía de un antihumanismo radical (Sadin), Imperio (de los posmarxistas Negri y Hardt), Ciencia y técnica como ideología (Habermas), Vida precaria (Butler), La sociedad del cansancio (Han) y La permanencia en lo negativo (Žižek).

Nadie niega el aporte indiscutible de estas obras al pensamiento de todos los tiempos. No obstante, un lector o auditor que busca entender un poco mejor las cosas, esperaría que, así como el autor le expone la envergadura de un fenómeno, al mismo tiempo le transparente la intención que entraña su reflexión. Y si hay alguno que, más allá de querer lamentarse y hacer creíble su lamento, desee hacer de la filosofía un saber útil o gentil (orientado a las gentes), sería bueno que, independientemente que dé algunas luces para solucionar algún problema que ha descubierto, haga explícito este propósito de entrada y se esfuerce por sacarlo adelante (y no que lo haga a la rápida en el último tramo del libro o conferencia).

El nuestro es, no lo niego, un mundo acelerado, compuesto por sociedades altamente productivas y sistematizadas (robotizadas) en sus saberes, quehaceres y hasta en sus rutinas domésticas y descansos. No es tarea fácil romper su inercia para hacer frente a sus grandes amenazas (el cambio climático, la sobrepoblación, la transhumanización, etc.). Pero la filosofía podría estar contribuyendo a sus males, si consideramos que, como actividad que piensa lo real, no ha sabido replantearse su envase para hacer pensar más a las gentes, o bien, hacerlas pensar de un modo distinto para que sopesen su rol y responsabilidad dentro de la realidad en que están insertas.

Soy de la opinión que la filosofía, en vez de tender la mano amistosamente para pensar colectivamente los más importantes fenómenos de este tiempo −cuestión tal vez sustantiva para las democracias liberales de Occidente −, con su hiperbolización de escenarios con trazas distópicas y apocalípticas, solo ha erigido barreras de acceso que impiden a los sujetos interesarse en ellos. De ahí que sea reducida a menudo a una actividad que cuestiona sin otro objeto que desquitarse; que es ociosa, fantasiosa o resentida. En algunos casos, estoy seguro de que hay razón en estos juicios, pero en otros no se hace justicia a su enorme potencial.

La filosofía −al menos la que busca servir a la vida individual y colectiva −piensa los fundamentos últimos de la realidad y de todo saber, sembrando en el camino las preguntas más enigmáticas (“¿De dónde venimos?”, “¿Adónde vamos?”, “¿Existe algún dios?”, “¿Es la ciencia tan racional como parece?”, “¿Los sistemas nos controlan o nosotros a ellos?”, son algunas de las más famosas).

Pero, lo que es más importante, la filosofía debe ser también una reflexión sobre sí misma, de las maneras del filosofar. Es decir, debe considerar la actitud, los métodos y dispositivos o tecnologías con los que se lleva a cabo la cavilación. Sin embargo, esto, que es de la máxima importancia en lo que se refiere al alcance y posibilidades del conocimiento, me temo que pasa completamente inadvertido a la filosofía.

Parece no importar demasiado si la filosofía es o no aburrida; si hace uso de las tecnologías emergentes o se empecina con las de siempre (eso de puro leer y escribir galeradas y galeradas); si la piensan unos pocos o las multitudes; si sus agentes son optimistas, pesimistas, enojones, narcisistas, etc.; si ellos innovan realmente o solo reinterpretan a los clásicos; si acaso se especializan tanto, que, al final, de tanto escarbar y escarbar en un subdominio de la filosofía, se acaban extraviando en un concepto laberíntico o hablando en una jerigonza que le cierra la puerta en la cara a potenciales filósofos que se mueven en la órbita extraacadémica (ejemplos de esto se leen en los títulos consignados en los índices de todas las revistas académicas criollas e internacionales).

De ahí que haya sostenido al comienzo que la filosofía es también “anticuada” y “esotérica”, porque omite la posibilidad y oportunidad de refaccionar el circuito de producción y difusión de sus ideas. Y es que, puesta en relación a sus posibilidades tecnológicas −y comparándola con la popularidad de otros saberes (el científico, por ejemplo) −, más que un sabio digno de consultar, parece un viejo harapiento escribiendo máximas en la corteza de los árboles y complaciéndose a sí mismo recitándolas.

Ahora bien, para salvarla de su intrascendencia o falta de reconocimiento de su valor social, pienso que la filosofía podría, en principio, plantearse en los términos del gran Emmanuel Lévinas su problema: «Más allá de buscar responsables, debería pensar en qué he hecho yo para que las cosas permanezcan en este estado y qué puedo hacer para sacarlas adelante».

Si así lo hiciera, pronto acabaría aceptando que, en una civilización hipertecnologizada que ya se lanza a la conquista del espacio, pensar que el propio sistema −la performance pesimista, anacrónica y esotérica de la filosofía −es el mejor posible, es un prematuro, triste y arrogante final para toda la tradición filosófica, que sabe demasiado a tierra todavía.

Insisto, a buena parte de las personas no les interesan los libros que los van a hacer sufrir más de lo que sufren, que les van a arrebatar su alegría temporal o que les enrostran sin tacto una situación que los deja al desnudo (¡menos van a hacerlo!). Tampoco una revista especializada, ni una charla o congreso donde les hablen en lenguas o de sucesos idealizados que transcurrieron hace dos o tres milenios. Prefieren que los inviten a un festival de producciones audiovisuales de moda o que les muestren una entretenida cápsula que reflexione sobre las ideas filosóficas que subyacen a algunas de ellas (películas como No te preocupes, cariño, El Padrino, Las horas o La vida es bella; series como Better Call Saul, Dark o Violet Evergarden; videojuegos como Journey, Kingdom Hearts, Mirror’s Edge o Soma; etc.).

Los jóvenes que se inician en el camino del conocimiento pueden ser muy útiles repensando el esquema de la filosofía, siempre que les haga sentido la empresa y se les empodere. Solo hay que procurar no deprimirlos y mantenerles la moral y autoestima altas. Hay que inculcarles un sentido de grandeza y decirles que ellos también pueden forjar su propia filosofía, una muy distinta a la actual y que no sea una mera colonia de una gran filosofía o escuela del primer mundo. Sobre todo, hay que premiar y visibilizar su creatividad y erradicar de sus mentes esa visión que confunde la filosofía con esa necesidad que tenemos todos de hallar una corporación (la academia, en este caso) en la que podamos ir ascendiendo en la jerarquía o asegurarnos la vida.

Las antropotécnicas de la escritura, como las llamaría Sloterdijk, viven sus postrimerías tal como las conocemos y algo hay que hacer con esto. Hoy ya nadie lee un mamotreto de 300 páginas, ni siquiera un paper de 20, ¡menos de filosofía! Ahora todo se ve y se escucha en secuencias dinámicas, llenas de colores y melodías excitantes.

Es un gran desafío, pues hay muchísimos recursos por los que decantarse y también está la conciencia de que las tecnologías no son inocuas. Los seres humanos nos debatimos permanentemente entre una aspiración al control de los sistemas que hemos creado (tecnoconvergencia) y el hecho de estar siendo succionados al mismo tiempo por ellos (tecnodivergencia). Pero que no cunda la tecnofobia. Como nos diría Parménides: «Lo que es [la influencia o imperio de lo tecnológico sobre el saber], es simplemente». (Por supuesto, uno siempre se puede quedar con sus tradiciones, pero la revolución tecnológica no espera a nadie y hay que saber pagar el precio.)

Søren Kierkegaard, el padre del existencialismo, filosofando sobre la ironía, escribió a propósito una curiosa metáfora de corte tecnológico: «A la filosofía le sucedió lo que a un hombre que busca sus anteojos pese a tenerlos puestos: busca, en efecto, aquello que tiene justo frente a sus narices, pero no lo busca delante de sus narices, y por eso nunca lo encuentra».

En fin, para su revalorización social, hay que pensar la forma tecnológica de la filosofía, que es mucho más que un puro artefacto. En otras palabras, hay que revisar la actitud de sus especialistas, los materiales y sistemas tangibles e intangibles con los que ella piensa la totalidad de lo real y a sí misma. Hay que devolverles la sonrisa a sus profesionales y tornarlos agentes de cambio, y modificar la enseñanza de modo que los alumnos saboreen los conceptos filosóficos y no que los terminen enquistando en sus mentes como estacas en la forma de agrietadas columnas griegas que se resisten a derrumbarse. La filosofía reclama una autocrítica y un giro tecnológico. Que su día sirva, pues, para volver a pensarla en grande. O también, para no pensarla más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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