El Fiscal Nacional que requiere el Ministerio Público no puede ser de continuidad de la desastrosa gestión Abbott, ni tampoco un colonizador o sheriff “as” en la persecución penal (ni menos en la defensa de criminales), sino que debe ser un primus inter pares con prestigio interno, que permita agrupar y liderar las Fiscalías Regionales; un conductor de la institución en situaciones complejas; y, sobre todo, alguien que sea capaz de sostener institucionalmente de manera eficiente e independiente la persecución penal que le ordena la Constitución Política al Ministerio Público. Hoy, una parte sustantiva de los delitos manifiestan una hibridez notoria entre organización delictiva, uso de violencia, manejo voluminoso de recursos financieros, tráfico de drogas, penetración de los circuitos estatales de decisión, impunidad territorial y una comunicación basada tanto en la amenaza como el miedo.
La designación del nuevo Fiscal Nacional se ha enredado hasta el paroxismo. Y el cotilleo político sobre el nombre que elegirá el Presidente de la República y si puede obtener los 2/3 de votos que requiere en el Senado, ya no tiene límites ni decoro.
Se trata de un debate vacío de contenido institucional, y lleno de rumores e intereses políticos subrepticios. La selección del nombre ha corrido por un procedimiento que poco o nada tiene que ver con las necesidades y orientaciones reales del organismo “Ministerio Público”, las que permanecen en penumbras y preteridas.
Algo tiene de defectuoso el procedimiento en curso, de otra manera no se explica que la adhesión unánime obtenida en el Senado por Jorge Abbott, el Fiscal Nacional saliente, se haya transformado luego de casi 8 años en una reprobación unánime. Pareciera que todos quieren olvidar su vergonzosa elección, casi unánime –bajo las mismas premisas procedimentales de hoy–, por la que el poder político obtuvo la dilución de la persecución penal contra los responsables políticos y empresariales del financiamiento ilícito de la política.
Es necesario reflexionar y recordar, pues en la actual designación poco o nada se ha hablado acerca de cuáles son los requerimientos organizativos del Ministerio Público hoy día.
Cuáles son los principios que deben orientar su trabajo; cuáles las definiciones del cargo que lo encabeza en una organización de nivel nacional, muy compleja en sus relaciones de trabajo con el Poder Judicial, así como con el Ministerio del Interior y las policías; y que requiere, por sobre todo, un nivel de regularidad en su funcionamiento, a partir de lo cual se hagan posibles la innovación y el cambio.
La pérdida de autoridad interna del cargo durante el ejercicio de Abbott golpeó duramente al Ministerio Público, con querellas y conflictos internos, pero la masa crítica positiva está ahí, y no se puede improvisar, pese a que se muestre desorientada.
Por lo tanto, el Fiscal Nacional que requiere el Ministerio Público no puede ser de continuidad de la desastrosa gestión Abbott, ni tampoco un colonizador o sheriff “as” en la persecución penal (ni menos en la defensa criminal), sino que tiene que ser, por sobre todo, un primus inter pares con prestigio interno para agrupar y liderar las Fiscalías Regionales; un conductor para el manejo institucional de situaciones complejas, capaz de mantener la autonomía; un relacionador articulado y prudente frente al resto de los poderes del Estado. Y, lo fundamental, capaz de sostener institucionalmente de manera eficiente e independiente la persecución penal que le ordena la Constitución al Ministerio Público. Porque no es el Fiscal Nacional, propiamente tal, el que debe ejercer de persecutor, sino la institución que él dirige, para lo cual requiere de una visión global de su desempeño y voluntad para sostener los impulsos positivos del propio sistema, con templanza y decisión.
Hay que tener presente la desafiante complejidad que significa que una parte sustantiva de los delitos hoy día manifiesten una hibridez notoria entre organización delictiva, uso de violencia, manejo voluminoso de recursos financieros, tráfico de drogas, penetración de los circuitos estatales de decisión, impunidad territorial y una comunicación basada tanto en la amenaza como el miedo, y con gran desconfianza ciudadana. Su contención solo será posible si se alinean los recursos internos existentes y se actúa con decisión, inteligencia y perseverancia. Para esto se requiere un gran administrador, con acceso e independencia del poder político, conocimiento de la Administración del Estado, y sin otro interés que la autonomía y excelencia de la institución y el bien público.
Las organizaciones dispersas o desplegadas de manera amplia en un territorio nacional, como es el caso del Ministerio Público, requieren de lo que los ingleses denominan mediocridad excelente, y que han usado siempre para su extendida red de servicios en su comunidad de naciones. Mediocridad entendida no como mala o baja calidad de servicio, sino de regularidad, medianía y sentido común compartido en todo el sistema. Y el consenso organizativo interno –otro concepto indispensable en organismos que deben ejecutar su servicio con regularidad y homogeneidad procedimental, bajo apercibimiento de ley–, requiere de esa completitud, para que las buenas ideas tengan cabida y su discusión no desestructure el funcionamiento de la organización, pero exista, al mismo tiempo, espacio para evitar las ineficiencias y el desinterés corporativo por la función que se desempeña, además de un aprendizaje y corrección en proceso.