Si no tomamos un acuerdo básico sobre el gobierno de mayoría –con todos los controles necesarios para evitar su abuso–, las demandas ciudadanas seguirán procesándose lentamente como hasta ahora (o no procesándose). Los gobiernos de partidos fuertes deben poder llevar a cabo sus programas y la ciudadanía debe poder criticar y rechazarlos en las elecciones siguientes. En el juego de mayorías es posible avanzar en las demandas ciudadanas y en la alternancia del poder, pero, en nuestra cultura política, hemos optado por lo contrario (cuestión que también se expresó en la Convención), donde el ejercicio del poder en el Ejecutivo se ve como botín y amenaza al mismo tiempo, y por las mismas razones, ya que quien toma el Ejecutivo “se lleva todo”.
Hace unos días, fui invitado a presentar el libro colectivo Partidos políticos en Chile: aportes y propuestas para su fortalecimiento y modernización, editado por Claudio Pérez y Camila Rivas, del Centro de Estudios del Desarrollo. El libro contiene un diagnóstico general insoslayable: la democracia no puede funcionar sin partidos políticos; el sistema de partidos chileno está en crisis y requiere ser reformado (con urgencia). Tributando a sus autores, escribo esta columna.
El texto da cuenta de varios elementos que explican la debilidad del sistema. La crisis de confianza en las instituciones –comprendiendo la baja participación electoral con voto voluntario, el descrédito de los partidos y baja adhesión del Congreso (Sánchez y Figueroa)–; la existencia de partidos políticos con escasa raigambre en la sociedad (Escudero, Avendaño) y la baja identificación ideológica, su tendencia a la fragmentación y la aparición de nuevos partidos (Avendaño). Esto ha ido mellando un sistema que, junto con el uruguayo, era ejemplo de sistema de partidos en América Latina.
Desde la crisis del financiamiento ilegal de 2015 –donde los partidos tocaron fondo–, pasando por la reforma al sistema electoral, la nueva ley de partidos y de financiamiento, el sistema de partidos no ha podido enmendar su camino cuesta abajo en la rodada. Estamos frente a un sistema de partidos débil y fragmentado. La izquierda se fraccionó hace unos años, dando origen al Frente Amplio, y la centroizquierda se atomizó posplebiscito del 4/9, sosteniendo una nueva tesis (muy discutible) para instituir fuerzas centristas que dejen atrás el reformismo de centro: el sistema político está polarizado y se necesitan fuerzas que moderen.
Por su parte, el fraccionamiento de la derecha ha sido más lento, pero con una intensidad fuerte. La formación de Evópoli hace unos años, pero especialmente el surgimiento del Partido Republicano y el Partido de la Gente (que conforma una especie de nuevo centro bajo la tesis de que la derecha y la izquierda están superadas), han movido las placas tectónicas de la derecha en un camino incierto. Tratando de conciliarse con el mundo cambiante hasta hace pocos años y, hoy, también consecuencia del plebiscito, en una lógica de restauración del sistema preestallido. El asunto es que no se ha producido un reemplazo de unas fuerzas por otras, sino una sumatoria de partidos. La mejor expresión de ello es la conformación de un gobierno por dos coaliciones y la multiplicidad de fuerzas en el Congreso.
El escenario de crisis ha conllevado que el Congreso cuente hoy con 22 o 23 fuerzas políticas sostenidas en liderazgos individuales, lo que hace imposible generar un gobierno de mayorías y que este procese adecuadamente las demandas ciudadanas. Todo, en un modelo constitucional diseñado para generar gobiernos de minoría, enfocado en los controles entre e intrapoderes, más que disponer incentivos a la colaboración, cuestión que acarrea la traba y el bloqueo entre Ejecutivo y Legislativo (como lo venimos expresando con P. Figueroa y N. Eyzaguirre hace al menos 4 años).
Lo anterior pone la discusión sobre el sistema de partidos como prioridad. Sin un sistema de partidos fuerte, no podremos tener desarrollo político. Esto requiere tomarse en serio la futura discusión constitucional y legal sobre partidos políticos, haciendo necesario abordar varios temas de fondo.
La fenecida Convención Constitucional dio cuenta de una disputa sobre el sistema, ello reflejado en la discusión sobre partidos y organizaciones políticas. Uno de los ejes de disputa de poder político estuvo marcado por la tesis de la renovación y reemplazo de los partidos existentes por nuevas fuerzas políticas y sociales. Los defensores del modelo de partidos políticos se sostuvieron en el principio de gobernabilidad; en cambio, la tesis de las organizaciones se expresó en el principio de representación. Para estos últimos, el déficit del sistema recaía en la falta de diversidad en la integración del Legislativo, en contraste con la hegemonía de los partidos tradicionales. A modo ejemplar, la pugna se dio en tres cuestiones.
Primero, en la idea del umbral máximo del 3% para el ingreso al Congreso, cuestión que multiplicaría la representación de fuerzas. Segundo, y para algunos, en la eliminación del Senado como institución, al ser expresión de las fuerzas políticas tradicionales. Y, en tercer lugar, en la forma de elección de la Cámara de las Regiones, donde la tensión se dio en la forma de elección, directa o indirecta de dicho órgano. La elección indirecta permitiría el abordaje al poder nacional por vía de fuerzas políticas y sociales regionales. La solución de compromiso fue un Legislativo asimétrico, cuya regulación principal se dejó al legislador venidero. Tal modelo fue rechazado.
Ahora bien, la discusión del estatuto constitucional y legal siempre es difícil. Como es evidente, los incumbentes quieren que la nueva fórmula los contemple a ellos. Eso pasó en las reformas del 2014-2016. La reforma al sistema electoral fructificó finalmente en una alianza entre las fuerzas del gobierno de la época con las fuerzas pequeñas de ese Congreso, con miras a alcanzar el quórum de 3/5 requerido. En el caso del financiamiento, concurrieron dos tesis: la de fortalecer los partidos existentes y tener un sistema de 10 o 12 fuerzas políticas dentro de todo el abanico político, o tratar de generar un big-bang del sistema de partidos, donde aparecieran nuevas fuerzas política por vía del financiamiento. Triunfó esta segunda tesis apoyada por la sociedad civil y el sistema se abrió sostenidamente. Hoy vemos los resultados.
La solución constitucional y legal debe darse necesariamente de manera sistémica. Si no diseñamos un modelo coherente entre sus distintos elementos, no habrá solución. Lo primero que debemos preguntarnos es qué sistema de partidos queremos tener. Necesitamos un sistema moderado en su número, donde esté representado el eje izquierda/derecha, pero sin la vocación de multiplicación existente.
En ello, el umbral de entrada al Congreso (4 o 5 por ciento) y la competencia sin pactos –idea que hace pocas semanas la politóloga Julieta Suárez-Cao revisitó en una columna–, se sitúan como alternativas posibles. Se debe añadir también reglas sustantivas. Los partidos deben representar visiones de mundo y agregar demandas de la sociedad (Agorte). Se requieren partidos programáticos para favorecer la representación (Parada), pero también elecciones programáticas en el multinivel y con extensión temporal. Las elecciones necesitan ser programáticas. La elección presidencial (en el sistema presidencial) es el momento de elección programática, por lo que en las primarias y formación de coaliciones y pactos electorales, de cara a la primera vuelta presidencial y las elecciones parlamentarias, el programa debe ser un elemento clave y ajustable para la conformación de la alianza de gobierno en caso de haber segunda vuelta presidencial. Esto determina la conformación del gabinete de gobierno. Junto a lo anterior, se debe sumar la rendición de cuentas (Mancilla, Parada).
Tenemos que hacernos cargo de la regulación de los independientes. El independiente, para que coopere con el sistema de partidos, debe estar ligado a él y no situarse como una alternativa a los partidos. Es por ello que es importante que concurran como asociados a los partidos y sus listas en las elecciones y como parte de los partidos de la coalición en el gobierno. Una política solo de independientes es condenarnos a la política temática o la micropolítica, de los pequeños temas. No hay intereses públicos involucrados (Parada).
Igualmente, se debe regular y fortalecer el rol de las bancadas parlamentarias para fortalecer la relación entre Ejecutivo y Legislativo. El acuerdo legislativo con el jefe de bancada debe ser un acuerdo con el partido en el Congreso. Eso no está ocurriendo. Al mismo tiempo, tenemos que mantener la pérdida del escaño por financiamiento ilegal y que el financiamiento acompañe al partido y no al congresista en caso de renuncia.
Se requiere fortalecer la democracia interna de los partidos, especialmente disponer incentivos que eviten la toma de un partido por un sector. Hay que agravar los estándares de transparencia y control. Las reformas de 2016-2016 fueron un avance sustantivo, sobre todo en la nueva institucionalidad del Servel, pero hay que profundizar ese camino. A ello, incorporar instrumentos de participación ciudadana que oxigenen la política cambiando el eje Ejecutivo/Legislativo a Ejecutivo/Legislativo/ciudadanía, con miras a relegitimar la política. En tal aspecto, el trabajo de la Convención fue un avance. La iniciativa ciudadana de ley y de reforma constitucional, los referéndums revocatorios y mecanismos puntuales de democracia directa (activados de abajo hacia arriba), con la finalidad de oxigenar la política, cumplen este fin. La democracia digital se instituye como plataforma para la regeneración de los partidos (Rivas y Pérez).
Finalmente, y por sobre todo, se requiere fortalecer la democracia de mayorías, si no, el sistema de partidos no le hará sentido a la ciudadanía. Ese es el gran tema de fondo en el sistema político chileno y que solo se puede esbozar en esta columna. Si no tomamos un acuerdo básico sobre el gobierno de mayoría –con todos los controles necesarios para evitar su abuso–, las demandas ciudadanas seguirán procesándose lentamente como hasta ahora (o no procesándose). Los gobiernos de partidos fuertes deben poder llevar a cabo sus programas y la ciudadanía debe poder criticar y rechazarlos en las elecciones siguientes. En el juego de mayorías es posible avanzar en las demandas ciudadanas y en la alternancia del poder, pero, en nuestra cultura política, hemos optado por lo contrario (cuestión que también se expresó en la Convención), donde el ejercicio del poder en el Ejecutivo se ve como botín y amenaza al mismo tiempo, y por las mismas razones, ya que quien toma el Ejecutivo “se lleva todo”.
Tal cuestión es consecuencia de no contar con un pacto o acuerdos mínimos constitucionales sobre el régimen político y sistema de partidos. La democracia de mayoría requiere operativizarse dentro de los márgenes constitucionales, ya sea un gobierno de derecha o izquierda. Un pacto constitucional nos daría las directrices. En cambio, ocurre que los actores políticos desconfían del proyecto político del contrario, pues no se sostiene en un texto constitucional deslegitimado y lleno de problemas de diseño institucional. La derecha desconfía de los proyectos reformistas o transformadores, y la centroizquierda e izquierda desconfían del inmovilismo y conservadurismo de la derecha en pro de la mantención de statu quo. La pregunta no respondida hasta ahora es si habrá voluntad de avanzar en un pacto mínimo que habilite la democracia. Esto es una noticia en desarrollo.