Según las cifras del plebiscito de salida, está claro que esos apolíticos duros rechazaron la propuesta de nueva Constitución. Dado que declaré que no comparto el prejuicio de que eran ignorantes y manipulables y el prejuicio de que no les gustó el espectáculo de la Convención, opto por una explicación más sencilla. Aquí va: la nueva Constitución significaba un cambio y el apolítico no quiere un cambio. La explicación es de carácter teórico. La idea no es mía, sino que corresponde a la definición misma de la política en la perspectiva de ciertos autores, especialmente Rancière, aunque está presente en muchos otros. Política es el cuestionamiento de un orden dado. Un político por definición es quien intenta transformar lo existente. El apolítico no tiene interés en cambiar la Constitución. No es tan extraño que quien se declara regularmente apolítico sea de derecha, mientras que es muy difícil que alguien que sea de izquierda se declare apolítico.
Los prejuicios suelen tener mala fama, pero lo cierto es que no llegamos a ninguna parte si no partimos con algún prejuicio (supuestos, les dicen los más científicos), pero no hay que exagerar. En el juego de las interpretaciones de los resultados del plebiscito que rechazó la Constitución, los prejuicios exageran y seguramente nada logrará reducirlos. El prejuicio de que el pueblo es ignorante y manipulable, explica el resultado por la mayor capacidad de mentir y engañar de los malos (que siempre son los otros). El prejuicio de que el pueblo no supo del contenido de la Constitución y rechazó solo por los escándalos de la Convención, explica el resultado por la mala calidad del espectáculo.
Más allá de los sabios, que abundan y que naturalmente cuentan con usted, en general tiende a instalarse en el grueso público la idea de que los resultados del plebiscito de salida constituyen una sorpresa, al compararse con el abrumador respaldo que tuvo en el plebiscito de entrada la opción de tener una nueva Constitución. ¿Cómo es posible que el 78% del pueblo apruebe tener una nueva Carta Magna y luego el 62% del pueblo rechace la que propone la Convención elegida por el mismo pueblo para tal propósito?, preguntan desde oriente y el septentrión.
Sin ánimo de contribuir al frondoso árbol de las explicaciones, me limito simplemente a sumarme a aquellos que ponen énfasis en el carácter del plebiscito de salida, que se planteó por primera vez en la República con inscripción automática y voto obligatorio. Resulta que el pueblo del 78% del Apruebo no es el mismo pueblo del 62% del Rechazo.
El pueblo que aprobó hacer una nueva Constitución fue la mitad de los habilitados para votar, el pueblo que eligió los convencionales fue aún menos, en cambio, el pueblo que rechazó la nueva Carta Fundamental contó con cerca de la totalidad de los ciudadanos.
Más allá de esta información que se olvida, lo interesante es que esta diferencia de participación, muy marcada por la obligatoriedad del voto que se decretó para el plebiscito de salida, nos da indicios muy importantes respecto a lo que se podría considerar el ciudadano apolítico duro; aquel que con voto voluntario se niega a participar. Obligado a participar, tiene que pronunciarse.
Sobre quienes participan regularmente, ya se saben algunas cosas. Regularmente los patricios participan más que los plebeyos. En términos de opciones: los patricios apoyan a la derecha abrumadoramente y los plebeyos tienden a ser un poquito más reticentes a los referentes de derecha.
Para no exagerar con la historia, baste decir que en los últimos cinco años el apoyo de los patricios a opciones de derecha es tan abrumador en las tres comunas de la fama, que se llegan a superar los cuatro quintos del total. Mientras que entre las comunas plebeyas del Gran Santiago, en esas mismas elecciones, el apoyo a la derecha no superaba el tercio. No obstante, hay que señalar que en el plebiscito de entrada va a disminuir el apoyo a la opción que aparece más ligada a la derecha, tanto entre patricios como entre plebeyos en aproximadamente veinte puntos porcentuales, lo que explica que se alcance esa escandalosa cifra de 78% de Apruebo a nivel nacional. En todos esos casos hay que recordar que se operaba con inscripción automática y voto voluntario.
Cualquiera puede interpretar ese resultado, incluso yo, en el sentido de que el acuerdo en tener una nueva Constitución no solo era de izquierda, sino que acarreaba también el apoyo del voto tradicionalmente ligado al centro y la derecha, quedando el Rechazo circunscrito a la derecha más extrema. Las razones de este apoyo puede usted imaginarla con facilidad en tiempos de revuelta.
Se trata en todo caso de votantes voluntarios, que concurren regularmente a eventos electorales y que tienen un cierto rango de estabilidad en sus opciones (la estabilidad de las votaciones que reciben los partidos políticos en los últimos treinta años es asombrosa, salvo excepciones puntuales).
El asunto se pone más entretenido cuando para el plebiscito de salida se impone la obligación de votar, existiendo inscripción automática. ¿Qué ocurre cuando los apolíticos son obligados a participar?
Lo primero, que es obvio, es que aumenta la participación y, siguiendo con las obviedades, aumenta más entre los plebeyos que entre los patricios. Entre los primeros se acerca peligrosamente a la participación total, mientras que los patricios parecen temer menos a la multa y no exageran tanto con el espíritu cívico.
Lo segundo es que los apolíticos tienen preferencias parecidas a las de los politizados, pero con algunas desviaciones. Los patricios suben un poco sus opciones de Rechazo, aunque es tan alta la identificación tradicional con la derecha, que solo suman entre dos y cuatro puntos más. Los plebeyos, que normalmente se inclinan por la derecha en cifras cercanas al tercio, ahora se inclinan levemente por el Rechazo, aunque solo por algunas décimas superan al Apruebo.
El experimento es interesante. La población chilena está actualmente muy despolitizada. Ese es un supuesto que como tal no pretendo demostrar, aunque usted puede hacerlo si le parece. Desde hace ya bastante tiempo que la mitad de la población o más no se toma siquiera la molestia de ir a meter papeles en un cajón y los partidos políticos tienen menos brillo que un agujero negro.
Esto del voto obligatorio es solo una rareza de una veintena de países en el mundo, pero va a ser difícil que en Chile en el corto plazo se implante el voto voluntario predominante en más de doscientos países. El problema es que se vería feo y al político también le gusta hacerse el lindo.
Naturalmente muchos de los que votan voluntariamente son también apolíticos, pero mantienen sus rutinas, ya sea respetando adhesiones tradicionales o buscando opciones que les suenen mejor. Pero aquí los apolíticos duros son obligados a decidir.
Según las cifras del plebiscito de salida, está claro que esos apolíticos duros rechazaron la propuesta de nueva Constitución. Dado que declaré que no comparto el prejuicio de que eran ignorantes y manipulables y el prejuicio de que no les gustó el espectáculo de la Convención, opto por una explicación más sencilla.
Aquí va: la nueva Constitución significaba un cambio y el apolítico no quiere un cambio. La explicación es de carácter teórico. La idea no es mía, sino que corresponde a la definición misma de la política en la perspectiva de ciertos autores, especialmente Rancière, aunque está presente en muchos otros. Política es el cuestionamiento de un orden dado. Un político por definición es quien intenta transformar lo existente. El apolítico no tiene interés en cambiar la Constitución. No es tan extraño que quien se declara regularmente apolítico sea de derecha, mientras que es muy difícil que alguien que sea de izquierda se declare apolítico.
Por cierto, se puede hacer muchos alegatos respecto de esto, empezando por señalar que la participación institucional en elecciones no es la única forma de hacer política. Además, que un apolítico puede politizarse, pero eso es difícil. Puede usted continuar, yo llego hasta aquí.