Haga lo que haga Jaime Bassa no será nunca popular, en los dos sentidos de la palabra popular. Solo le queda ser respetable, es decir responsable, algo que su narcisismo no lo deja ser. Esa es la cruz de la nueva izquierda, su adolescencia les impide asumirse como elite, su vanidad no lo deja ser otra cosa. Peor aún, cree que el pueblo está condenado a quererlos, cuando no ve los continuos desprecios a los que los somete. Porque ¿Quién entiende que alguien que se dedica al teatro o la performance, que habla en sociológico, que come, baila y se enamora de otra manera que la mayoría de los chilenos, no se considere a si mismo parte de la elite?
El acuerdo al que se llegó esta semana en el Congreso no es ni bueno, ni malo. Es simplemente posible. Una asamblea cien por ciento electa habría perdido en la refriega con el fantasma de la convención pasada, todas sus fuerzas. Una comisión de expertos habría sido pulverizada por el fantasma de la comisión Ortuzar. La solución de dos o tres órganos de distintas procedencias es complicada, enredosa, pero chilena. No deja contento a nadie ni del todo descontento a ninguno. Lo más seguro es que tenga éxito: en el borrador que dejó escrita la Convención, está escrita tanto la Constitución que los chilenos esperan, como la que los chilenos detestan. Es cosa de avanzar con un par de tijera y borrar.
Impresiona a la hora del acuerdo, como todos defienden lo que menos les conviene. Los republicanos que tienen todo que ganar con una nueva elección de convencionales, están fuera del acuerdo. La derecha, no tiene nada que ganar en una comisión de expertos que vienen de universidades y tribunales donde el dominio intelectual de la izquierda es indudable. Y la izquierda, y su pulsión suicida, que defiende una convención cien por ciento electa que, en el Chile de la inflación, la paranoia, y el odio a los inmigrantes, no puede más que recordarles que son minoría.
Es una cuestión de principios, dice la izquierda, para a continuación violar el principio, el de la soberanía popular, y reafirmar que la asamblea electa debe ser paritaria y con cupos de pueblos originarios. Idea que, por cierto, es perfectamente defendible si se piensa que en una democracia representativa la soberanía popular es solo una de las fuentes de legitimidad y no siempre la más importante. Algo que extrañamente no entienden quienes con orgullo en su perfil de Twitter se presentan como parte del 38 por ciento, señal indesmentible de que son parte de una minoría que solo en la democracia representativa, con sus parlamentos, su separación de poderes, sus mandatos irrevocables pueden no solo sobrevivir sino legislar y hasta gobernar. Para no ir más lejos, ¿Habría llegado Allende a ser presidente con un tercio de los votos sin la democracia representativa? ¿Habría habido golpe de estado si Allende hubiese comprendido todo el tiempo que esto lo obligaba a acuerdos perpetuos?
El fetichismo de la soberanía popular como único motor de la historia no resiste, desde la izquierda, ningún análisis. Lenin era minoría incluso en su propio partido. La revolución se hace por eso, para imponer a una mayoría las ideas de una vanguardia. La pena de muerte, como las leyes de Nuremberg, siempre serán más populares que la declaración de los derechos humanos, que hubo que imponer a golpe de guillotinas o hacer aprobar a la salida de una guerra traumática, causada por gobernante que odiaban la famosa “lentitud de la democracia” contra la de quejaba Mussolini, como se queja Bukele, Maduro o hasta ayer no más Bolsonaro y Duterte. Nombres que nos permiten recordar que más allá del endeble ejemplo de Suiza (que no es un país sino la junta de accionista de un banco), la democracia directa es siempre la democracia favorita de los tiranos.
Ni el Brexit, ni el plebiscito del acuerdo de paz en Colombia, puede conseguir que la izquierda entienda que no hay nada más peligroso que entregarle el destino de las generaciones futuras a las veleidades de un electorado casi siempre enojado por lo que pasó ayer por la mañana. El pueblo no se equivoca nunca, porque no tiene por qué razonar. La clase política es la encargada de ese trabajo. Es fácil detestarla cuando existe, cuando no existe o cuando no la dejan existir, se puede votar todas las veces que se quiera, pero ya no hay democracia. Porque la democracia representativa no se basa en que el poder este todo en manos del pueblo, sino que no esté nunca del todo en manos de nadie.
La crisis de legitimidad que vivimos en octubre del 2019 no nace de que la clase política no se pareciera al pueblo, sino justamente a que se parecía demasiado. Piñera era el hombre más rico y poderoso de Chile, pero no lo parecía. Su poder era impotente a la hora de entender los problemas y de dar soluciones. Algo parecido pasa con la izquierda de la Convención. El pueblo no odia a la elite por ser elite, sino por no serlo suficiente. En ese sentido la falta de corbata de Jaime Bassa fue el comienzo de su fracaso, porque revindicar la informalidad desde el poder, es en el fondo despreciar lo único que permite al pueblo integrarse al diálogo democrático: las formas de la democracia.
Las constituciones necesitan autores, como los países necesitan autoridad, eso no es ni de derecha ni de izquierda, eso es sentido común. Haga lo que haga Jaime Bassa no será nunca popular, en los dos sentidos de la palabra popular. Solo le queda ser respetable, es decir responsable, algo que su narcisismo no lo deja ser. Esa es la cruz de la nueva izquierda, su adolescencia les impide asumirse como elite, su vanidad no lo deja ser otra cosa. Peor aún, cree que el pueblo está condenado a quererlos, cuando no ve los continuos desprecios a los que los somete. Porque ¿Quién entiende que alguien que se dedica al teatro o la performance, que habla en sociológico, que come, baila y se enamora de otra manera que la mayoría de los chilenos, no se considere a si mismo parte de la elite?
Una izquierda donde no hay casi obreros, o empleados, ni menos campesinos, ni nadie que no haya pasado por la universidad, ojalá con becas Chile, debe quizás preguntarse dónde falla. Ser minoría no obliga a nadie a estar equivocado. Jesús empezó con doce discípulos y Sócrates fue condenado a muerte por un jurado popular. Los retiros de las AFP fueron un ejemplo perfecto de los horrores en que puede caer la nueva izquierda cuando tiene miedo de dejar de ser popular. La convención muestra las deformidades a la que llega cuando cree que lo es. Lo único racional es que Nueva Izquierda asuma que es desde hace muchos años la elite, con E mayúscula. No la elite económica, por cierto, ni del todo la mediática (aunque bastante), pero si la intelectual, la cultural, la académica y la política. Asumir que gobiernan, que influyen, que legislan podría quizás enseñarle que todo eso implica responsabilidades, medidas, gestos, y buenas maneras y no gritos, escupos en el aire y pataletas democráticas.