La Convención Constitucional fue el espacio y el tiempo más democrático que hemos conocido jamás. Pero esa explosión acuosa, líquida, ese enjambre de emociones, de ideas de futuro, ese cúmulo de derechos postergados, necesitaba tiempo. Un tiempo para vincularse profundamente con la ciudadanía, para implementar los plebiscitos intermedios, para desarrollar una etapa de educación popular. Requeríamos de nuevas metodologías de trabajo y de encuentro entre los distintos y las distintas para crear un movimiento orgánico que nos permitiera llegar a nuevos puertos que abrazaran la evidencia de que la realidad es compleja y requiere de múltiples miradas para abordarse.
Sin saltarme la tristeza, y frente a este desafío: reflexionar en torno a un proceso esperanzador a pesar de sus resultados; quiero agradecer a cada una de las personas que depositaron su confianza y acompañaron el proceso constituyente deletreando, día a día, cuerpo a cuerpo, el anhelo de un Chile colaborativo, diverso, solidario, amoroso.
También agradezco a las personas del distrito 13 que confiaron en mí como su representante. Ellas y ellos me permitieron hacer un viaje transformador. Sin ustedes no habría sido posible ser testigo y actriz de un viaje sin parangón. Son esas posibilidades únicas que tenemos a lo largo de la vida y llegan como un regalo difícil de desenvolver, pero un regalo brillante que nos ilumina para siempre con su secreto y misterioso resplandor.
Estaré para siempre profundamente agradecida de ese año de trabajo. Creo, genuinamente, que instalé sus demandas, vecinas y vecinos del aguerrido distrito que representé. Las escuché, atenta, entre sopaipillas, vino navegado y galletas obleas. Mis cuadernos testimonian lo que digo. Sus corazones hablaron en nuestras reuniones, cabildos, asambleas pero sobre todo, casas acogedoras por donde entró la brisa de tiempos nuevos. Estas peticiones transitaban entre la necesidad de inclusión, derechos sociales y culturales, personas mayores, pensiones dignas, derechos de la naturaleza, igualdad y otras muchas.
Pese a la dura derrota –que caló hondo en mí, me llenó de tristeza y de preguntas. Seguramente también a muchas y muchos de ustedes–, no debemos perder de vista que sigue pendiente la lucha por la emancipación y la dignidad. Sigue irresuelta la vida digna para las y los más sencillos de nuestro país, en realidad, hay que decirlo, para todos y todas.
La Constitución del 80 continúa vigente y continuará, maquillada, garante del modelo neoliberal que ha traído el fin del “bien público” y que destejió el NOSOTROS para transformarlo en un nuevo tapiz monocorde. Lo ha hecho a través de modernos acuerdos que no transforman la esencia de la misma sino que acarician el antiguo y conocido gatopardismo de la política chilena enarbolando verdades que se han ido instalando. Perpetuando la ilusión de que la vida es una foto, en circunstancias que lo primero que necesitamos para vivir es movernos, en busca del aire, del sol, desnudos, húmedos, sangrientos y llenos de la memoria del útero, el cordón umbilical, la placenta y el big bang. Sin movimiento no hay creación-vida.
Han vuelto a hacer su entrada, con capa y espada, los poderes fácticos prehistóricos y los posmodernos. La monocultura hegemónica reanuda su instalación con su impronta de discriminación y exilios de todo, todos y todas, los que no sean iguales al dios único que nos ha traído guerras infinitas a lo largo de la historia.
Quedamos fuera del constructo social los Tomases, guerreros de la luz, a los que se les cae la cabeza, los y las indígenas, las mujeres que no usan traje sastre, los detonados, las y los artistas, los independientes, los espléndidos neurodivergentes, las viejas(os), las culturas comunitarias, la ternura asombrosa de los kawésqar, la diversidad sexual, la poesía, los cuerpos y así sucesivamente. Algunas y algunos de ellos y ellas, votaron Rechazo.
¿Somos un país neoliberal como afirman los vencedores? Puede ser, sin embargo hay una molestia rondando, una queja permanente, necesidades no satisfechas, una desconfianza creciente en los poderosos y en la autoridad. Jóvenes intentan suicidarse, una salud mental precaria. ¿Queremos solo más recursos para transitar por las fauces de este capitalismo salvaje y convertirnos en quienes nos abusan? ¿Solo nos interesan nuestras cosas? ¿O hay anhelos que provienen de nuestra humanidad? Estas son reflexiones posdescubrimiento de una nación nueva que no advertimos. Invito a no precipitarse a interpretaciones rápidas en torno a este pueblo que, obligado por ley, fue a poner su voto en la urna.
Entre el 2018 y el 2019, la ciudadanía se dio, en un instante lírico y orgásmico, a la tarea de construir, democráticamente, una nueva Constitución que dirigiera los destinos de Chile y estableciera una nueva hoja de ruta; que hiciera un salto copernicano y transitara de un paradigma cultural a otro, no como un antojo caprichoso, sino escuchando el clamor de millones de personas que salieron a la calle: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. ¿Qué era, de verdad, ese clamor?
La revuelta de octubre fue fruto de años de sueños y legítimas demandas pendientes en el viaje hacia la dignidad. Años de políticas públicas que no entraron a las casas de muchas y muchos chilenos, estas solo pasaron por la esquina. Fue el resultado de años de “cambios y justicia en la medida de lo posible” y otras yerbas sutiles y espeluznantes. Años de abandono de la educación y de entregar a los vaivenes del mercado todos los derechos esenciales. Esta fue una erupción emocional, una flor abierta. Un territorio sin banderas, sin conducción, sin vocación de habitar el espacio del poder. Me pregunto, lo que me pregunté tantas veces durante la Convención: ¿Estaríamos leyendo bien, sutilmente, sintonizando sin “wishful thinkings”, como decía mi papá, del estallido nacional? ¿Hasta dónde, en su vientre, residía el gen del cambio?, ¿o simplemente la explosión era parte de este sistema, y no el deseo de crear otro? ¿Hubo una mala evaluación al creer todos que había un pueblo consciente, autoconvocado, con un proyecto político que concitaba a las masas?
Realmente, muchos sentimos que inaugurábamos una nueva era que estaba pariendo un corazón, como dijo alguna vez Silvio Rodríguez. ¿Soberbia, arrogancia? Puede ser, pero sigo creyendo que necesitamos de una nueva era con corazón y afectos. Ella abrazará la diversidad reconociéndola, la fuerza de la comunidad y del “nosotros”, sino, probablemente desapareceremos como un mal sueño que tuvo la Tierra.
Porque digan lo que digan las mil encuestas, los columnistas y los resultados en las urnas, la Convención sí fue un laboratorio de la esperanza con sus profundas sombras y exultantes luces. Este proceso tuvo que ver con la lírica de los distintos, con transformar la lógica de construir desde la ausencia de la otredad, desde la monocultura, desde la colonización implacable. Tuvo que ver con vivir desde la diversidad, sus complejidades, desafíos, temores y belleza. Es curioso que nos sea tan difícil aceptarla en circunstancias que es ella la que hace posible la vida, sin embargo, aún, es un terreno por inventar.
El nuestro fue un enamoramiento colectivo, cuyo encantamiento fue tan grave como el amor. Un sueño espeso, áspero a veces, como los verdaderos sueños, que tenemos despiertos. Lo hicimos a tientas, dando traspiés, intentando incluir todas las ausencias. Lo hicimos con el cuerpo, con la convicción profunda de la necesidad de cambios, impulsados e impulsadas por el fuego que transforma el mundo y abre las puertas a la dignidad.
En el otro extremo, habitaba el terror a entregarse a una nueva manera de vivir que invita a caminos por descubrir y construir. Experiencia que se vive como una gran incógnita y que asusta.
Tendremos que reflexionar en torno a ¿qué es la dignidad? Deberá ser una reflexión profunda y colectiva. Me pregunto si estamos para reflexiones, si existen los espacios y los tiempos, si el embrujo del sueño y la indiferencia, lo permitirá. Espero que lo vayamos descubriendo poco a poco en cada acción y creación. Sin embargo, después de esta experiencia como constituyente, me acerco a afirmar que tiene que ver con que somos parte, con todo lo que soy/somos, del gran TODO.
La tarea, esa, la más honda, está pendiente y será retomada cuando nos vayamos sanando del fatídico: “Los cambios en la medida de lo posible” (tengo la sensación de que eso no es otra cosa que “sigamos cuidando a la élite para que esta no nos destruya definitivamente”, porque conocemos su espada). Que no es otra cosa que darle la espalda a la innovación real, incluyendo a todos los que somos, y a todos nuestros conocimientos, para hacer posible un futuro humano que peligra. ¡Democracia pura y verdadera! Ella no es otra cosa que armarnos de coraje para los grandes atrevimientos… Pero, tenemos el miedo incrustado en los huesos. El cuco, el hombre del saco, nos amenaza con las penas del infierno y atenaza temores con todos los medios de que dispone, con sus oficinas con equipos dedicados a crear mentiras y muchos más. El miedo que esparcieron como mancha de petróleo en nuestras aguas, entró por cada rincón, por cada recuerdo, aliándose con el miedo que provoca esta geografía que nos atrapa entre la cordillera y el mar.
Somos un pueblo cuyo cuerpo no conoce lo que es un derecho garantizado por el Estado. La única experiencia conocida, fue la vacuna contra el COVID. Todos y todas pudimos vacunarnos en el mundo público o privado. Tuvimos derecho universal solo porque existíamos y respirábamos en este terruño y porque éramos personas. A pesar de ser los ingleses de Sudamérica, no tenemos vivencia de lo que es un Estado de Bien-estar. Entonces, “derechos garantizados” es un concepto lejano e inasible. Todo lo que los chilenos y chilenas hemos logrado “tener” ha sido fruto de una disputa encarnizada. La satisfacción de cada una de nuestras necesidades humanas ha sido gracias a una lucha solitaria donde no hubo nadie para nosotros(as) y donde dejamos los pulmones en ella. No tenemos registro de solidaridad estructural. La única solidaridad que conocemos es la que aportan los bingos familiares o barriales. Los bonos tienen mucho de caridad. La amenaza que los poderes fácticos sembraron por WhatsApps, RRSS y medios de comunicación (propiedad de ellos mismos), de “perder eso que hemos logrado con tanto esfuerzo”, fue letal para el resultado final de la nueva Constitución.
Me alineo con el gran Galeano que dijo que lo único que se construye de arriba hacia abajo, son los pozos. Entonces, sigo creyendo en la posibilidad de construir nuestro país, como todo lo que existe, menos los pozos; de abajo hacia arriba. Y esta Convención y el proceso vivido –de manera imperfecta sin duda, somos humanos– abrazaron esa inspiración.
Mi corazón siempre estará sintonizado con la certeza de que el universo existe gracias a la colaboración, a la empatía, a la diversidad y al bello y delicado equilibrio entre el TODO y el UNO. He aprendido a reconocer que en la diferencia y en la colaboración existe la posibilidad de proyectarnos al infinito, que esto es un motor de cambios a lo largo de los tiempos, que esto posibilita la espléndida vida.
Hoy, mirando árboles que bailan en las tardes, recibiendo el canto de pájaros y abejas, estoy en pausa, habitando “las tierras de adentro”. Voy a ciegas al encuentro del Minotauro, atreviéndome a cruzar el laberinto para encontrarme con mis propios demonios. Ahí espero ir comprendiendo profundamente lo que ha ocurrido. La utopía de la vida sigue intacta y ella se abrirá caminos. Quiero seguir creyendo que siempre lo hace y que existe la bondad fundamental del Universo y que nada es baladí y que todo tiene un sentido profundo a pesar de que no seamos capaces de verlo.
Hoy vuelvo a trabajar en el arte, el vasto y fértil espacio de las preguntas. Desde ahí seguiré bregando, de nuevas maneras, por nuestro país solidario, amoroso, colaborativo, profundamente inclusivo de toda la diversidad. Ese país madre, esta patria, MATRIA, que nos cuide a todas, todos y todes. Un Estado descentralizado, que propicie la equidad, un Estado que sea Naturaleza y cante a los cuatro puntos cardinales la alegría de la creación y entienda, profundamente, que somos parte de ella y que, en ella, se esconde la memoria de nuestro origen. Sin embargo hoy estoy en pausa…
Me rondan artículos y conceptos: interculturalidad, participación vinculante e incidente, igualdad sustantiva, el derecho a ejercer la propia cultura, descentralización, trabajo digno, derecho a los cuidados, sistema de conocimientos, derecho al agua, el reconocimiento de la espiritualidad, derecho a espacios libres de violencia, desconcentración de medios y muchos más.
Algunas noches aparece ese viejo edificio del Congreso con sus alfombras rojas, techos altos, cuadros enormes en los que solo hay hombres blancos, viejos y oligarcas, o cuadros que hablan de la conquista y muestran a indígenas de rodillas y españoles con su cruz y su espada sobre imponentes caballos. Éste se llenó de mujeres, pelos sueltos, fragancias, cabezas morenas, pueblos originarios con sus colores, idioma y ritos. Por sus pasillos con olor a madera transitó gente sencilla, gente de regiones, jóvenes y viejos, homosexuales y lesbianas, pansexuales, gente sin corbata, mujeres sin traje sastre, artistas, médicos(as), enfermeras, pescadores, educadores populares, profesoras(es), muchos oficios y profesiones. Pudimos vernos, escucharnos, saber de las presencias de quienes no conocíamos. Aceptar nuestras diferencias sigue siendo una tarea pendiente, legitimar al otro, a la otra distinta como sujeto válido con quien tenemos que construir, no es nada fácil, es un absoluto que queda por aprender.
Hasta ese edificio, símbolo de la República, llegaron cientos de chilenos y chilenas, presencialmente o desde el mundo virtual, incluso desde puntos recónditos del planeta, que pidieron audiencias por miles. Venían a compartir sus contextos culturales e históricos, sus temas, sus sabidurías, sus conocimientos, su amor, su ira, sus deseos, sus intereses. La Convención salió a regiones, fuimos a pequeñas localidades a escuchar. Nos asombramos con un Chile bellísimo lleno de proyectos y riqueza humana y cultural. El proceso fue una casa de vidrio. Todo se transparentó y quien quiso entrar a las sesiones, pudo hacerlo.
En este laboratorio de la esperanza, nuestras identidades nacionales se expresaron públicamente. ¿No nos gusta ser como somos? ¿No nos gusta que eso que somos sea parte de la mesa de Chile y tenga voz real? Este fue el espacio y el tiempo más democrático que hemos conocido jamás. Pero esa explosión acuosa, líquida, ese enjambre de emociones, de ideas de futuro, ese cúmulo de derechos postergados, necesitaba tiempo. Un tiempo para vincularse profundamente con la ciudadanía, para implementar los plebiscitos intermedios, para desarrollar una etapa de educación popular. Requeríamos de nuevas metodologías de trabajo y de encuentro entre los distintos y las distintas para crear un movimiento orgánico que nos permitiera llegar a nuevos puertos que abrazaran la evidencia de que la realidad es compleja y requiere de múltiples miradas para abordarse.
La Constitución del 2022, esa que no fue, existe. Ahí está para ser leída y usada cuando el tiempo lo diga.
Hago un reconocimiento estelar a la gran mayoría de los y las constituyentes, a secretarios(as) técnicos(as), a la gente que trabajaba amablemente en el viejo Congreso. Rozamos sueños, sí, y nos atrevimos a dejarnos tocar por un impulso trasformador que se manifestó con fuerza. Agradezco a las indomables feministas por la pasión, la convicción y la entrega (aprendí tanto de ustedes muchachas, incluso cuando hablaban a 100 kilómetros por hora), a los y las ecologistas con los que hicimos esta travesía (mil nuevos conceptos, mil cielos que se abrieron a los misterios del Universo). También, construimos bellas amistades y las atesoro en el espacio donde reside todo lo sagrado. A mi colectivo, con quienes bordamos lazos de ternura y afecto profundo, a pesar de nuestras hondas diferencias, a mi indispensable y amado equipo luminoso, generoso, abierto a mi modo distinto de estar y ser, a la Paito (mil veces a la Paito ), a mi familia y mi parejo que me dejaron de ver durante un año de intenso y comprometido trabajo en las madrugadas y las noches cerradas, a mis amigos y amigas, amorosas y leales sostenedoras en este viaje, y sobre todo a cada una y uno de ustedes que siguió con esperanza las deliberaciones de este proceso y nos acompañó con su hermosa energía.
Venceremos y será hermoso, hasta que la dignidad se haga costumbre, hasta que la dignidad se haga cultura.