La tesis de Arriagada es que la Vía Chilena expresa un “revisionismo que no nació”; el recuento de que da cuenta su pormenorizado análisis, “muestra de una manera irredargüible» la absoluta carencia de base política del proyecto presidencial sobre “la Vía Chilena” (p. 84). De hecho, añade el autor, desde comienzos de 1972 no hay un solo pronunciamiento del Presidente Allende en que se plantee esta “segunda vía” al socialismo. La mayor parte de las energías y su propia y reconocida habilidad política las dedicaría el Mandatario socialista a tratar de arbitrar las crecientes diferencias al interior de la UP sobre las cuestiones “tácticas” y las “vías” para alcanzar el poder y avanzar al socialismo, y la situación política general en términos de la relación entre Gobierno y oposición, y a todo nivel, incluyendo al Poder Judicial, la Contraloría General de la República, y las FF.AA. y de Orden, entre otras.
Al cumplirse 50 años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, una de las referencias obligadas de lectura y reflexión será, a no dudarlo, el libro de Genaro Arriagada, De la ‘Vía Chilena’ a la ‘Vía Insurreccional’, publicado por Editorial del Pacífico y el Instituto de Estudios Políticos, en 1974.
Contando con una presentación de Jaime Castillo V. (“sobre la base de una interpretación fidedigna de las realidades sometidas a la crítica (…) el autor ha reunido un caudal de datos que le permitirá mantener el nivel de su trabajo frente a cualquier crítica”) y un prólogo de Eduardo Frei M. (“el libro de Genaro Arriagada significa un aporte invaluable para clarificar la verdad histórica”), el autor analiza en forma pormenorizada y en profundidad los hechos y acontecimientos que condujeron desde la “Vía Chilena”, entendida como “vía político-institucional”, hasta la “Vía Insurreccional”, culminando en el fracaso de aquella y el quiebre de la democracia chilena.
Tal vez el aporte más interesante y original de Arriagada, uno de los más destacados intelectuales y políticos democratacristianos, junto a su enorme caudal analítico, es el método elegido, consistente simplemente en dejar hablar a los hechos, sobre la base de los documentos de la época, de las declaraciones de los actores políticos y sociales, los dirigentes de los partidos de la Unidad Popular, los ministros, algunos de sus principales intelectuales, de modo tal que va tejiendo un relato que explica, con enorme rigor intelectual, el proceso político que deviene en el fracaso de la Vía Chilena al socialismo, construida “en democracia, pluralismo y libertad”.
La tesis de Arriagada es que la “Vía Chilena” corresponde a “una esperanza sin base política”; se trata de un proyecto en cuya génesis estuvo la impronta del propio Salvador Allende –por algo se le conoce también como “Vía Allendista”–, contando con la asesoría política de Joan Garcés, en permanente tensión con los partidos de la Unidad Popular, principalmente el Partido Socialista, el MAPU, y la Izquierda Cristiana, en alianza con el MIR, los que nunca se avinieron a adoptar como propia dicha tesis.
Como sabemos, los lineamientos básicos de la “Vía Chilena” fueron expuestos por el Presidente Allende en el mensaje del 21 de mayo de 1971 ante el Congreso Pleno, contando con una estrecha colaboración de Joan Garcés, en tensión y contradicción con las definiciones que el PS, el partido de Allende (no hay que olvidar que este fue designado como su candidato presidencial por una minoría de votos del Comité Central), había adoptado desde mediados de la década de 1960. Es así como ya en el Congreso de Linares (1965), con el triunfo de las tesis de Adonis Sepúlveda –que sería subsecretario nacional bajo la directiva de Carlos Altamirano elegida en el Congreso de La Serena (1971)–, el PS se pronuncia en el sentido de “que nuestra estrategia descarta de hecho la vía electoral como método para alcanzar nuestro objetivo de toma del poder”, mientras que en el Congreso de Chillán (1967) el PS declara que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima” y “constituye la única vía que conduce a la toma del poder político”.
Lo cierto es que la “Vía Chilena” vino a insuflarle a la izquierda mundial una renovada esperanza en momentos en que se apreciaba un notorio declive en el mundo de los “socialismos reales” –baste con recordar el aplastamiento por parte de los tanques soviéticos del movimiento del “socialismo con rostro humano” encabezado por Alexander Dubček, en Checoslovaquia, en 1968, represión que contó con la abierta adhesión del PC de Chile– y de la propia Revolución Cubana, que al aliarse con la URSS, sumado esto a la derrota de la guerra de guerrillas encabezada por el Che Guevara, muerto en Bolivia en 1967, había perdido una parte de su atractivo inicial.
En ese contexto, la izquierda mundial ya no tendría un solo modelo que ofrecer (la URSS) y América Latina tendría al menos dos modelos, el de Cuba y de Chile, dando lugar a una experiencia inédita, anticipada esta última por los clásicos del marxismo, pero nunca antes realizada. Es fácil imaginar y entender el entusiasmo que ella provocara en la izquierda mundial. Adicionalmente, en el caso del PC, y sin perjuicio de sus propias contradicciones internas y externas, era concordante con las definiciones sobre la “vía pacífica” adoptadas por el XX Congreso del PCUS, en 1956.
La cuestión de las “vías” y las “tácticas” del movimiento revolucionario habían estado en el centro de las discusiones de la izquierda mundial desde comienzos del siglo XX, en el enfrentamiento entre Kautsky (el “renegado”) y Bernstein (el “revisionista”), por un lado –sin perjuicio de las diferencias entre ambos– y, por otro, de Lenin y Trotski, quienes resultaran triunfantes en la forma definitiva que alcanzara la Revolución Bolchevique, en 1917. Los enfrentamientos entre la “Vía Chilena” y la “Vía Insurreccional”, y la cuestión de las “tácticas” y las “vías” estuvieron en el centro de los debates al interior de la UP, con el triunfo para el ala más radical representada por el PS, el MAPU (Garretón), la Izquierda Cristiana y el MIR, enfrentados al PC y una facción del MAPU (Gazmuri), más cercanas a las posiciones de Allende. Todo esto transcurrió más en el plano táctico que estratégico, hasta el punto que Luis Corvalán aclaraba en diciembre de 1970 que, si bien los caminos y métodos del proceso revolucionario “tienen en cada país sus propias particularidades” (hasta ahí lo táctico), “no se puede prescindir en modo alguno de la debida consideración de las leyes universales que rigen el paso al socialismo” (p. 80). Diríase, pues, que los partidos de la UP, definidos casi todos ellos como marxistas-leninistas, compartían una misma perspectiva estratégica, pero divergían en cuanto a las tácticas y las vías para transitar al socialismo.
La tesis de Arriagada es que la Vía Chilena expresa un “revisionismo que no nació”; el recuento de que da cuenta su pormenorizado análisis, “muestra de una manera irredargüible» la absoluta carencia de base política del proyecto presidencial sobre “la Vía Chilena” (p. 84). De hecho, añade el autor, desde comienzos de 1972 no hay un solo pronunciamiento del Presidente Allende en que se plantee esta “segunda vía” al socialismo. La mayor parte de las energías y su propia y reconocida habilidad política las dedicaría el Mandatario socialista a tratar de arbitrar las crecientes diferencias al interior de la UP sobre las cuestiones “tácticas” y las “vías” para alcanzar el poder y avanzar al socialismo, y la situación política general en términos de la relación entre Gobierno y oposición, y a todo nivel, incluyendo al Poder Judicial, la Contraloría General de la República, y las FF.AA. y de Orden, entre otras.
La “vía político-institucional” constituyó el corazón de la “Vía Chilena”, pero esa vía se iría abandonando paulatina y sostenidamente, en medio de una creciente polarización del país, y de un conflicto al interior de la UP que iría definiéndose en favor de la “vía insurreccional”. Especialmente a partir del paro de octubre (1972), los partidos de la UP se pronunciarían crecientemente en favor de la conquista del “poder total”, en términos de un “poder popular” construido como alternativa al Estado burgués, el que debía ser destruido, junto a su legalidad y sus instituciones (las de la democracia “formal” o “burguesa”).
“Vía Insurreccional y vía política, dos tácticas” es el sugerente título de un artículo que publica Joan Garcés en mayo-junio de 1973 (Garcés prefería hablar de “camino político” más que de “vía pacífica”), en momentos en que la “vía político-institucional” como expresión de la “Vía Chilena” estaba virtualmente agotada en favor de la “Vía Insurreccional”, dice Arriagada. No hay declaraciones del PS –menos aún del MAPU (Garretón), la Izquierda Cristiana, o el MIR– en todo el periodo del Gobierno de Allende en favor de la “Vía Chilena”, la “Vía Allendista”, o la “vía político-institucional”. Como se ha dicho, el propio Presidente Allende fue abandonando, al menos en el discurso, mas no necesariamente en la práctica, y en lo que a él se refiere, la adhesión a una “Vía Chilena al Socialismo” que él mismo, y nadie más que él, había definido en el mensaje presidencial del 21 de mayo de 1971.
Ni siquiera la enorme bonanza económica del primer año de gobierno, con un alto crecimiento de la producción –producto de aquella teoría sobre la utilización “de la capacidad ociosa”–, una baja inflación, generosos reajustes de remuneraciones, y un favorable panorama del comercio exterior (Frei había dejado reservas internacionales por US$ 500 millones) fueron capaces de consolidar la perspectiva de la “vía político-institucional”, concebida como una cuestión táctica.
La “dulce primavera”, producto de una situación económica sorprendentemente floreciente, y el “carnaval del consumo” asociado a aquella, se expresaron en un resultado favorable en las elecciones municipales de abril de 1971 (en que la UP derrotó a la oposición, bordeando el 50% de los votos). Mientras el PS estimaba que había llegado la hora y estaban dadas las condiciones para un cambio radical, recién asumido el Gobierno, Allende y el PC fueron de otra opinión, sosteniendo que quedaba aún mucho por ganar. El momento del “populismo latinoamericano” del primer año, con su balance positivo en términos de redistribución, y su sesgo keynesiano, no logró modificar en lo más mínimo el debate al interior de la UP y sus intelectuales orgánicos sobre el sentido y la dirección de la revolución. “Los actuales pitonisos de la inflación”, señalaba el ministro de Economía, Pedro Vuskovic (PS), en el primer semestre de 1971, exageran al advertir sobre “una inflación desenfrenada en los próximos meses. No entienden nada de lo que está ocurriendo” (p. 116). Una de las características del “populismo latinoamericano”, agrega Arriagada, es su desprecio por la técnica, las cuestiones prácticas de la economía y la administración. El autor recurre a un acopio de antecedentes, hechos, y declaraciones en el caso chileno, en que esas cuestiones eran consideradas como “desviaciones revolucionarias”, propias del “reformismo revisionista”. Más que detenerse en cuestiones sobre inflación, déficit fiscal, o balanza de pagos, el desafío de un proceso revolucionario consistía en avanzar hacia la conquista total del poder político.
No solo la economía se tomaría su revancha en términos de la inflación y la hiperinflación (a octubre de 1973, la inflación llegaba a un 528,5%), sino que el Gobierno se alejaría de cualquier posible acuerdo con la Democracia Cristiana al sustituir la “vía político-institucional” y la apelación a la “legalidad” que le era inherente, por los “resquicios legales” que llevarían a la creciente estatización de la economía y las empresas. Al desempolvar algunas normas de la efímera (4 al 16 de junio de 1932) República Socialista, recurriendo a expropiaciones y sobre todo a requisiciones e intervenciones de la más variada especie, todo ello bajo la elaboración jurídica de Eduardo Novoa Monreal, sumiendo al gobierno en un conflicto creciente y virulento con el Poder Judicial y la Contraloría General de la República, el Gobierno no solo avanzaba hacia la constitución del “área de propiedad social”, desoyendo y entrando en un conflicto de interpretación jurídica con la Ley sobre Tres áreas de la Economía promovida por los senadores Renán Fuentealba y Juan Hamilton de la DC, sino que, por la vía de los hechos, y en la perspectiva del poder popular, iba abandonando su propio programa de gobierno. A pesar de que este identificada a 150 empresas como constitutivas del monopolio de la “alta burguesía” y de que el programa contemplaba 91 empresas en el área social, estas llegaron, hacia fines del gobierno de la UP, a unas 500 empresas, por la vía de los “resquicios legales” y de los hechos.
Arriagada demuestra en forma rigurosa y pormenorizada cómo, a pesar de las advertencias en el plano teórico y político de Joan Garcés, y de las económicas de Orlando Millas (PC), quien asumiría en la doble calidad de ministro de Hacienda y Economía, ni en Allende ni menos aún en los partidos de la UP, tal vez con la excepción del PC, habría existido un verdadero ánimo de entendimiento y rectificación. Los partidos de la UP irían en forma creciente y sostenida abrazando la causa de la “vía insurreccional”, de los cordones industriales y los consejos comunales, de las vías de hecho, la retórica incendiaria, y la construcción del “poder popular”, colocando a Allende, a la “Vía Chilena” y su expresión práctica, “la vía político-institucional”, en una situación imposible.
En ese proceso, y a pesar de que lo trata con una particular deferencia, el autor no puede dejar de señalar, insinuar y a la postre explicitar la responsabilidad política que le corresponde a Allende en todo ese proceso: “Es Ud., excelentísimo señor, el principal responsable de lo que ocurre, y lo es moral, legal y constitucionalmente”, le decía el presidente de la DC, senador Renán Fuentealba, en carta abierta dirigida al Presidente Allende, de fecha 24 de agosto de 1972, frente a una larga lista de abusos por parte del Gobierno. Es cierto, continúa Arriagada, que Allende dispone de una gran habilidad política y táctica, pero esa capacidad para sortear diversos obstáculos conlleva sus riesgos y límites, como ocurrió con la incorporación de las FF.AA. y de Orden al gabinete ministerial. Si bien ella permitió poner fin al paro de octubre (1972) y comprar paz social con miras a las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, que transcurrieron en perfecta normalidad, se les estaba reconociendo a aquellas un rol de arbitraje que tendría, a la postre, consecuencias políticas, incidiendo en el desenlace (trágico) del proceso político. La búsqueda de la totalidad del poder se había convertido en el norte del Gobierno de la UP, con una clara hegemonía de la ultraizquierda, compuesta por el PS, el MAPU, la Izquierda Cristiana, un sector del PR, y el MIR.
El asesinato por parte de la ultraizquierda (VOP) de Edmundo Pérez Zujovic, exministro del Interior y vicepresidente de Frei Montalva, en junio de 1971; la elección complementaria de Valparaíso en el mes siguiente, con la derrota del candidato Hernán del Canto (PS), a pesar de que la DC había ofrecido un acuerdo al Gobierno sobre un candidato conjunto; los triunfos para la oposición a comienzos de 1972 en sendas elecciones complementarias de senador y diputado en el sur de Chile; la negativa por parte del Presidente Allende a promulgar la reforma sobre las tres áreas de la economía aprobada por el Parlamento (de autoría de la DC); la gigantesca concentración de la “marcha de las cacerolas” el 1 de diciembre de 1971, acompañada de la dictación de un Estado de Emergencia y toque de queda en Santiago, seguido de la acusación constitucional contra el ministro del Interior, José Tohá (quien fuera destituido y a quien Allende lo nombrara ministro de Defensa, sobre cuya legalidad el Tribunal Constitucional se pronunciara favorablemente); el empeoramiento de todos los índices económicos y su impacto en la población, la clase media, y la “pequeña burguesía” (como los transportistas y comerciantes), fueron todos ellos alejando cada vez más las posibilidades de un acuerdo con la DC, que radicalizaría su actuar político, a la vez que alienando a las propias capas medias, los campesinos, los trabajadores (la DC entraría a disputarle el terreno a la CUT, compitiendo de igual a igual con al PC y el PS), y sectores importantes del mundo popular (pese a que el Gobierno y los partidos de la UP mantendrían una cuota electoral importante, como lo demostrarían las elecciones de marzo de 1973, con una clara ventaja para la oposición de 56%, con la elección de 30 senadores y 87 diputados, y un nada despreciable 44% de la UP, con 20 senadores y 63 diputados).
De nada servían las autocríticas de los partidos de la UP en la reunión de El Arrayán de febrero de 1972, reconociendo errores políticos y reveses electorales. Los llamados del PC a ganar “la batalla de la producción” eran considerados por el PS y la ultraizquierda como una consigna que escapaba a las exigencias de la revolución. El informe del ministro Orlando Millas ante el Pleno del CC del PC, de marzo de 1972, contiene una fuerte crítica a los militantes y partidos de la UP (incluidos los de su propio partido) y un ataque frontal contra la ultraizquierda, a la que acusa de “contrarrevolución”, con una denuncia abierta del “oportunismo ultraizquierdista” y la “fraseología revolucionaria” al interior de la misma, a la vez que el PS, el MAPU y el MIR acusaban al ministro comunista de “reformista”. Todo lo anterior es signo elocuente de que al interior de la UP las diferencias sobre los tiempos, y las cuestiones “tácticas” y de las “vías” de la revolución y el camino al socialismo, daban cuenta de diferencias insalvables.
Millas va más allá y llama derechamente a hacer “concesiones”, y buscar acuerdos con la DC, debiendo de una vez por todas determinarse los límites del área social, fijando en 91 las empresas del área social, tal como se señalaba en el programa de gobierno (llegarían a ser alrededor de 500 hacia septiembre de 1973). En enero de 1973, en lo más álgido del conflicto, el ministro Orlando Millas va aún más lejos, al sugerir el estudio de la posible devolución de 123 industrias requisadas, intervenidas, o tomadas por la vía de los hechos, agregando que “jamás el gobierno popular dijo que se incluirían en el área social las fábricas de mote con huesillos o las de empanadas” (p. 238).
La fraseología sobre “rectificación” –sin ninguna concreción práctica, tanto entre los partidos de la UP como en el propio Allende– y los reconocimientos de errores en uno que otro documento o actividad, no conducen a nada. La sustitución de Pedro Vuskovic por Carlos Matus, en el Ministerio de Economía, llevan a este último a un discurso y una política aun más radicales sobre la supuesta “irreversibilidad” de las transformaciones en marcha, al margen de toda realidad. Los “resquicios legales” que habían sustituido (en la práctica) a la “vía político-institucional”, que aparece como agotada, dan lugar a un conflicto abierto con la oposición, el Parlamento, el Poder Judicial y la Contraloría General de la República: “La posibilidad de avanzar hacia el socialismo a través de los ‘resquicios’ de la antigua legalidad estaba definitivamente agotada”, dice Arriagada (p. 183), quedando como una de las pocas posibilidades un acuerdo político con la DC.
Los intentos tímidamente llevados a cabo hasta ese entonces, a este último respecto, como las conversaciones entre el ministro Jorge Tapia (PR) y Renán Fuentealba (DC), no mostraban ningún resultado; antes bien, daban cuenta de un conjunto de recriminaciones mutuas, mientras que la ultraizquierda (el PS, el MAPU, la IC, el MIR) se mostraba permanentemente contraria a un acuerdo con la DC, en un cuadro en que “el agotamiento de la ‘vía político-institucional’ abría paso a la vía insurreccional” (p. 191). La reunión de la Asamblea del Pueblo de Concepción del 26 de julio (aniversario de la Revolución Cubana) promovida por el Regional del PS y partidos y dirigentes de la ultraizquierda, provocó las iras del propio Presidente Allende, el que hubo de escribir la única carta pública de su periodo dirigida a los partidos de la UP, contando solo con el apoyo del PC. El senador Volodia Teitelboim calificaba esa Asamblea de “delirante” y “calenturienta”, mientras que el Presidente Allende decía, en la referida carta, “es mi deber defender sin fatiga el régimen institucional democrático”.
La atención y perspectivas de una definición política y democrática por parte de Allende se volcaron a las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, con miras a obtener una mayoría para impulsar los cambios. La incorporación de las FF.AA. y de Orden tras el paro de octubre de 1972 había conducido a una cierta pausa en la marcha del proceso revolucionario, pero presentaba a su vez sus propias complejidades: “El fracaso de la ‘vía político-institucional’ iba colocando a las FF.AA. como el árbitro de la situación política”, afirma Arriagada (p. 240), mientras no todos los partidos de la UP compartían el énfasis en esas elecciones parlamentarias.
La conquista del poder total en torno a la construcción de un “poder popular” concebido como alternativa al Estado burgués, en el marco de lo que Arriagada llama “la teoría y práctica chilena de la vía insurreccional”, tenían como cuestión medular los viejos debates de comienzos del siglo XX, incluyendo a Lenin y Trostki, sobre la “dualidad de poderes” al interior de un proceso revolucionario. La resistencia de los partidos de la UP a reconocerse como una fuerza política minoritaria, y la oposición de los mismos –con la excepción del PC y eventualmente del propio Allende– a buscar un acuerdo con la DC, lo que suponía “un muy drástico rompimiento con la ultraizquierda” (p. 275), dejaba planteada la vieja cuestión de la “vía insurreccional” construida en torno al concepto de “dualidad de poderes”, que apareció con nitidez en el proceso revolucionario que culminara con la Revolución Bolchevique de 1917.
En ese proceso, Rusia contaba con dos revoluciones, y dos gobiernos; a saber, la “burguesa”, expresada en el gobierno provisional de febrero (revolución democrático-burguesa en términos de los clásicos del marxismo), y la “proletaria”, que se expresara en los Soviets de diputados, obreros y soldados, bajo el liderazgo de Lenin y Trotski, con el triunfo para estos últimos en torno a la “vía insurreccional”, la que llevó aparejada la derrota de la disidencia reformista representada por Kamenev y Zinoviev. En el centro de la “vía insurreccional” se da la cuestión de la “dualidad de poderes”, la que tiene que ser resuelta en uno u otro sentido. Frente a los poderes constitucionales surgirá un poder revolucionario que, en la definición de Lenin, “es un poder completamente diferente del de la república parlamentaria democrático-burguesa” (p. 281).
¿Y qué tiene que ver esto con la revolución chilena, en un contexto completamente distinto? Tiene todo que ver, dirá Arriagada. El debate sobre la “dualidad de poderes” estuvo en el centro de la discusión sobre la “vía insurreccional” al interior de la UP, en el último año del Gobierno de Allende. Más aún, citando al propio Joan Garcés y pasando revista a los debates y definiciones de los partidos y dirigentes de la UP, “la verdad es que la ‘vía insurreccional’ estuvo siempre presente en la Unidad Popular” (p. 281), incluyendo el tema de la “inevitabilidad” del enfrentamiento armado (tema que, por lo demás, me atrevo a agregar, aborda Carlos Altamirano en su libro Dialéctica de una derrota, en 1977).
Uno de los precursores de la “vía insurreccional” había sido, en el caso chileno, el propio Rodrigo Ambrosio, secretario general del MAPU, quien, a solo veinte días del arribo de Allende a La Moneda, contradecía la tesis de la “Vía Chilena”, argumentando que Chile no sería una excepción a la necesidad de asumir la destrucción del Estado burgués y la construcción de un nuevo Estado de clase, la dictadura del proletariado (p. 284). La lucha de clases conduce a un enfrentamiento de dos poderes de clase, un poder institucionalizado, legitimado por la tradición, y un poder nuevo, emergente, sin instituciones adecuadas todavía (entrevista a Rodrigo Ambrosio, en Punto Final, 24 de noviembre de 1970). En su pensamiento no había dudas sobre el concepto de “dualidad de poderes” que está presente “en todos los procesos revolucionarios del mundo” (dice en la entrevista).
El MIR sigue la misma lógica, como lo demuestra una carta-respuesta al PC de febrero de 1973, en torno al concepto de “Poder Popular”, en contradicción y lucha con el Estado burgués: “Se trata de un poder autónomo y alternativo al Estado burgués e independiente del Gobierno actual” (p. 285). La “vía insurreccional”, en el caso del PS, se expresaba en el “avanzar sin transar”, y su instrumento era uno solo, “crear poder popular”, apuntando a la destrucción del Estado burgués. En diciembre de 1972, Óscar Guillermo Garretón, líder del MAPU (que experimentaría una división hacia marzo de 1973), en el Segundo Congreso del partido, confirma la “vía insurreccional” encaminada a la destrucción del Estado burgués y su sustitución por el Estado proletario, lo que “implica una agudización de la lucha de clases que envuelve siempre la posibilidad concreta de un enfrentamiento armado” (p. 291). La Izquierda Cristiana, cada vez más en la línea de construir acuerdos tácticos con el MIR, confirma la misma línea de pensamiento y acción, y hasta Benjamín Teplizky, vicepresidente del PR, se inscribe en esa línea.
En un intercambio de cartas de febrero de 1973 entre el PS y el PC, dando cuenta de fuertes disensiones sobre la política (“reformista”) de Orlando Millas referidas al área social, se refleja plenamente la lógica de la “dualidad de poderes” en torno al “poder popular” y la movilización de masas apuntando a la destrucción del Estado burgués y su sustitución por una “nueva institucionalidad”, que sea la expresión del proceso revolucionario. Carlos Altamirano (PS), en la víspera de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, en las que Allende había pedido se concentraran los esfuerzos, señalaba: “¡Nada ni nadie podrá impedir que este proceso se convierta en una revolución! (…) No hemos sometido a plebiscito la revolución chilena. Las revoluciones no se hacen por votaciones”; agrega que los resultados de los comicios de marzo son importantes, pero “no modificarán básicamente el curso del proceso” (p. 294). En enero de 1973, Víctor Barberis, miembro del CC del PS, hablando a nombre del partido, afirma que “todas las revoluciones de la historia, triunfantes o no, han llevado en su vientre el poder dual”, añadiendo que la perspectiva del poder dual y la creación del poder popular “tiene que enfocarlo en términos objetivos, leninistas, vale decir, científicos”; para ser claros –añade–, esta es la perspectiva del poder popular y el poder dual, “quiero decir que mi partido ha dicho –y lo reitera ahora a través mío– que no hay dos vías al socialismo” (p. 295).
Y suma y sigue. En vano el PC y un sector del MAPU, más cercanos a la línea de Allende, intentaron contrarrestar la línea política de la ultraizquierda. Los CUP y las JAP de la primera hora eran reemplazados por los cordones industriales y los consejos comunales, tras la conquista del poder total. El fracaso de la “vía político-institucional” y la adopción de la “vía insurreccional” definió el escenario político de 1973 en forma trágica. El potencial arbitraje de las FF.AA., tal como implícitamente se había reconocido con su incorporación a las tareas de Gobierno, solo tenía como alternativa un acuerdo político con la Democracia Cristiana, el que contaba con la franca y decidida oposición del PS y la ultraizquierda. Por su parte, todos los diputados DC suscribían un Acuerdo en la Cámara de Diputados el 22 de agosto de 1973, en que declaraban “que es un hecho que el actual Gobierno de la República, desde sus inicios, se ha ido empeñando en conquistar el poder total (…) y lograr de ese modo la instauración de un sistema totalitario absolutamente opuesto al sistema democrático representativo”.
Si Allende quería evitar la “vía insurreccional” e insistir en la «vía político-institucional”, como expresión de la “Vía Chilena”, “ello significa llegar a un acuerdo político con la Democracia Cristiana” (p. 325). No se vislumbraba otra alternativa. Tal fue el sentido del diálogo con la directiva de la DC, y su presidente, Patricio Aylwin, en julio de 1973, mientras el PS y la ultraizquierda se oponían públicamente a ese diálogo y la posibilidad de un acuerdo político con la DC. Es así como el CC del PS, en uno de los tantos intercambios con el PC, declaraba que “toda tendencia a buscar entendimiento con grupos políticos de la burguesía, como la Democracia Cristiana, para resolver mediante el juego político tradicional los conflictos que genera la lucha de clases, dañan el curso ascendente del proceso revolucionario, inevitablemente sujeto a las leyes generales de la Revolución” (p. 327).
Allende, que era consciente de que un acuerdo con la DC significaba una ruptura con la ultraizquierda, incluyendo a su propio partido, administraba la ambigüedad en su relación con la Democracia Cristiana, hasta el punto que Joan Garcés, en un escrito posterior al golpe de Estado, relata lo siguiente: “Cuando a menos de tres semanas del golpe militar, conversando con el presidente Allende, le manifesté mi temor de que se encontrara abocado a la disyuntiva de estrellarse –por falta de respaldo militar– o de claudicar ante el Partido Demócrata Cristiano –algunas voces insinuaban que fuera llamado como partido al gabinete–, Allende me respondió tajante: “Eso último jamás. Provocaría la división de la Unidad Popular y el término, por consiguiente, del movimiento revolucionario” (p. 328).
De mi parte, solo me permito agregar, citando al propio Joan Garcés (Allende y la experiencia chilena, Ariel, Barcelona, 1976, p. 386) , principal asesor político y una de las personas más cercanas al Presidente Allende, el dramático relato que él mismo hace del último día de Allende y de la democracia chilena: “La mañana del día 11 de septiembre, poco antes de las nueve, cuando ya el ruido de los vuelos rasantes de la aviación dificultaban las conversaciones, en el minuto escaso que Allende concedió a Hernán del Canto, confluían tres años de interrelación entre la dirección del Partido Socialista y el Presidente de la República:
–Presidente, vengo de parte de la dirección del partido a preguntarle qué hacemos, dónde quiere que estemos.
–Yo sé cuál es mi lugar y lo que tengo que hacer –respondió secamente Allende. Nunca antes me han pedido mi opinión. ¿Por qué me la piden ahora? Ustedes, que tanto han alardeado, deben saber lo que tienen que hacer. Yo he sabido desde el comienzo cuál era mi deber.
Ahí terminó la conversación. Del Canto partió. Los demás partidos no enviaron a preguntar qué hacían”.