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Cambios en la matriz energética, inversión privada y potenciales conflictos sociales tras el primer año de gobierno Opinión

Cambios en la matriz energética, inversión privada y potenciales conflictos sociales tras el primer año de gobierno

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Tras el primer año de gobierno de Gabriel Boric se perfila un cambio relevante en la matriz energética y productiva chilena, que puede ayudar a apuntalar un relanzamiento del modelo de crecimiento económico hacia los próximos años, pese a que esto no signifique, necesariamente, una transformación en sus bases de sustentación, más allá de la incorporación de nuevas tecnologías y el alejamiento de las formas clásicas de contaminación ambiental. Esto último es importante, ciertamente. Podría traer beneficios inmediatos en materia de reactivación económica, especialmente inversión y empleos de mejor calidad para ciertos grupos profesionales. En el mediano plazo, empero, y dependiendo de varias decisiones que se tomen en su origen, particularmente en relación con los actores sociales que el Estado habilite e involucre en el proceso, también podrían incubarse nuevos problemas de legitimidad social y política, nuevas formas de desigualdad y, por consiguiente, conflictos de nuevo tipo.


El pasado 6 de diciembre, durante el encuentro que organiza la agencia estatal InvestChile, encargada de promover la inversión extranjera en el país, el ministro Mario Marcel, frente a una audiencia de cientos de empresarios extranjeros y representantes de embajadas y cámaras binacionales, afirmaba que la meta del gobierno es hacer que Chile pase de ser una economía dependiente de la importación neta de hidrocarburos a convertirse en una basada en energías renovables y, eventualmente, en exportadora de las mismas.

Una idea sobre la que avanzaron durante 2022 una serie de iniciativas gubernamentales orientadas a transformar las fuentes energéticas locales y a sentar las bases para el nacimiento de una nueva industria alineada con los principios de la transición energética y la carbono neutralidad, en donde el hidrógeno verde, la energía eólica y el litio –base de la electromovilidad– son los principales productos, con gran presencia de inversores extranjeros. A ello se suma la instalación de empresas productoras de bienes intermedios que utilizan intensivamente estas mismas “energías limpias”, tal como ocurre con proyectos de infraestructura tecnológica, especialmente el data center que una empresa global como Amazon espera instalar prontamente en Santiago.

Si bien en varios casos se ha dado continuidad a proyectos heredados de la administración Piñera, los tiempos de este plan se han acelerado a partir de una demanda por energía que tiene la perspectiva de potenciarse ante la intención de Europa de desmarcarse de su dependencia energética con Rusia y de las obligaciones que implican los acuerdos globales verdes en el mundo desarrollado. Esto permite entender, en parte, el apuro con que se cerrara hace unas semanas el Acuerdo Marco con la Unión Europea, el que si bien entrega a Chile la posibilidad de que algunos de sus productos de exportación tengan preferencias arancelarias en su comercialización, también implica un mayor acceso de Europa a sus materias primas y combustibles limpios, que van en camino de ser producidos masivamente.

La sed por estos nuevos nichos de negocio está latente entre los inversionistas de todo el mundo, que ven en Chile tierra fértil para la instalación de proyectos energéticos acordes a los consensos medioambientales actuales. Así, por ejemplo, hoy existen 36 proyectos de hidrógeno verde en funcionamiento a lo largo del país, de los cuales solo 6 están financiados por Corfo. Esto ocurre, además, en un 2022 con buenos resultados en cuanto a la Inversión Extranjera Directa (IED). Según el Banco Central, entre enero y noviembre, su flujo fue 11% mayor a lo acumulado en igual período de 2021 y 24% más alto que el promedio de los últimos 5 años, siendo las participaciones en el capital su componente más importante. Un ítem, este último, en el que destaca el sector Energía, uno de los más estables para hacer negocios en el contexto de la pandemia y la guerra en Europa, que por séptimo año consecutivo lidera las fusiones y adquisiciones en el mercado chileno. Algo en lo que influye, además, la fortaleza internacional del dólar, potenciando las inversiones de origen estadounidense.

Así las cosas, hay grandes esperanzas depositadas en la formación de esta industria, sobre todo en materia de reactivación y creación de empleos de calidad. Como han insistido las autoridades de gobierno, Chile es uno de los pocos países del mundo que podría articular crecimiento económico y transición energética en los próximos años. Asimismo, su disponibilidad de materias primas críticas, redes energéticas, eficiencia energética e hidrógeno verde lo harían fundamental para varias cadenas de valor globales.

Sin embargo, esta reconfiguración de la matriz energética, que avanza de prisa y con menos dificultades que otros proyectos de reforma del actual gobierno, más visibles y que generan mayor oposición, como la reforma de pensiones y al sistema de salud, corre el riesgo de estar incubando nuevas conflictividades sociales: unas originadas tanto en el modo de impulsar y gestionar estos cambios como en sus efectos sociales, políticos y ambientales potenciales.

Un primer foco de conflicto se sitúa en la escasa participación ciudadana que han incorporado, hasta ahora, los proyectos de inversión mencionados. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las megainversiones en hidrógeno verde en regiones como Antofagasta, Aysén y Magallanes, donde el diálogo con las comunidades de los lugares en donde se emplazarán las plantas eólicas y solares para la producción de este combustible ha tendido a ser solamente informativo, lejos de la participación sustantiva y los acuerdos sociales.

Por su parte, un segundo foco de conflicto proviene de las críticas, que ya comienzan a observarse entre los activistas medioambientales, respecto al escaso interés público por las obvias consecuencias sociales y ambientales que podría traer una política cuya demanda internacional potencial es setenta veces la chilena. Para quienes relevan este punto, se trata de la continuidad del extractivismo a partir de las metas de descarbonización y desfosilización de la matriz energética, que encubren, tras la producción de “energías verdes” que reducen los gases de efecto invernadero, contaminaciones dirigidas contra la biodiversidad.

Por último, un tercer foco de conflicto, aún en desarrollo, remite a la opacidad con que se dirime quiénes son los actores estatales y privados que se beneficiarán y encabezarán este plan de transformación de la matriz energética, especialmente en momentos en que las economías emergentes deben competir arduamente por atraer a los inversionistas extranjeros, tal como se proyecta para 2023, año que se visualiza menos generoso en cuanto a IED.

Aquí el mejor ejemplo es la situación del litio, en donde crecen las presiones políticas y empresariales para que el gobierno desista de su promesa de campaña de crear una empresa nacional para explotar en exclusiva estos recursos. Se sabe que, muy probablemente, el gobierno apostará por una alianza público-privada en su Política Nacional del Litio, que abra la puerta a varias compañías internacionales interesadas. No obstante, también avanza la idea, ya formulada por la prensa, que la opción por la alianza tenga un único candidato: SQM, debido a su capacidad instalada y vínculos comerciales. Se trata de una empresa con un historial de conflictos de opacidad con la esfera política, largamente acarreado, sobre todo con las alianzas protagonistas de la política de la transición, una de las cuales hoy forma parte importante del gobierno. La amenaza tras estas presiones es la posible caída, en el plazo de una década, de los altos precios que hoy tiene el mineral, debido a avances tecnológicos. En resumen: el cortoplacismo habitual que ha determinado las decisiones económicas estratégicas en Chile, que pone a prueba las convicciones de las actuales autoridades.

Tras el primer año de gobierno de Gabriel Boric se perfila un cambio relevante en la matriz energética y productiva chilena, que puede ayudar a apuntalar un relanzamiento del modelo de crecimiento económico hacia los próximos años, pese a que esto no signifique, necesariamente, una transformación en sus bases de sustentación, más allá de la incorporación de nuevas tecnologías y el alejamiento de las formas clásicas de contaminación ambiental. Esto último es importante, ciertamente. Podría traer beneficios inmediatos en materia de reactivación económica, especialmente inversión y empleos de mejor calidad para ciertos grupos profesionales. En el mediano plazo, empero, y dependiendo de varias decisiones que se tomen en su origen, particularmente en relación con los actores sociales que el Estado habilite e involucre en el proceso, también podrían incubarse nuevos problemas de legitimidad social y política, nuevas formas de desigualdad y, por consiguiente, conflictos de nuevo tipo.

En América Latina y Chile aún está pendiente un balance de lo que fuera el ciclo progresista anterior, que apostó por un crecimiento económico basado en factores eminentemente dependientes, el que, cuando se acabó, constituyó una de las claves del ascenso político de la derecha (por ejemplo, en Brasil). En el caso chileno, la promoción de un fuerte crecimiento para generar un ciclo distributivo, pero con débil sustentabilidad social y política en el tiempo, al sostenerse ella casi exclusivamente en la entregada por el gran empresariado local y los inversionistas extranjeros, fue la apuesta que marcó al gobierno de Ricardo Lagos. Pocos años después, la no superación de los factores dependientes y los negativos efectos sociales, políticos y ambientales de esta estrategia pudieron divisarse claramente. Hoy, en otro tiempo, y ante nuevas oportunidades, quizás las cosas pueden ser distintas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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