Todo indica que, como país, no aprendimos las lecciones de la “Tormenta de Fuego” del año 2017. Hoy, seis años después, los incendios parecen una fotografía de la anterior. En esta materia de Seguridad Nacional el país está en punto muerto, y la distribución de responsabilidad cubre a todos por igual. El país ha entrado en una nueva fase de crisis de seguridad, humana, ambiental y económica, por lo que es imprescindible reordenar los mecanismos y recursos disponibles para enfrentarla, con una nueva evaluación y planificación política. A los riesgos naturales del país y conductuales de la sociedad, se ha agregado un poderoso elemento: el calentamiento global.
La discusión sobre intencionalidad en los incendios forestales que nos consumen no es muy productiva ni útil, pues carece –a lo menos por ahora— de respuestas contundentes y convincentes, dado que no hay datos objetivos al respecto. Lo que debieran debatir las autoridades y otros actores políticos y empresariales son las condiciones de base que el país tiene para enfrentar emergencias de esta naturaleza, sin ser una y otra vez solo reactivos.
Todo indica que, como país, no aprendimos las lecciones de la “Tormenta de Fuego” del año 2017. Porque hoy, seis años después, la actual tragedia parece una tóxica fotografía tomada de la anterior. En esta materia de Seguridad Nacional el país está en punto muerto, y la distribución de responsabilidad cubre a todos por igual.
El año 2017 ya quedó en claro que el país había entrado en una nueva fase de crisis de seguridad, humana, ambiental y económica, y que era imprescindible reordenar los mecanismos y recursos disponibles para enfrentarla, con una nueva evaluación y planificación política. Sobre todo porque, a los riesgos naturales del país y conductuales de la sociedad, se había agregado un nuevo y poderoso elemento: el calentamiento global producto del cambio climático.
En la clasificación internacional de siniestros hasta 2017, había 5 categorías de menor a mayor, de acuerdo a su virulencia. Según el Sistema de Protección Civil de la Unión Europea la gravedad de los incendios de Chile superó la escala global de medición vigente, y procedió a calificarlo como el primero de una “sexta generación”, por la intensidad de la línea de fuego y su velocidad de propagación. Su magnitud superó con creces casos anteriores, desde que hay registro.
Muchas cosas aún esperan reflexión y respuestas. La primera, es la experiencia —nunca atendida de manera suficiente— que los incendios forestales se combaten realmente en tierra y no desde el aire. Es en la línea terrestre donde se apagan. Los medios aéreos solo son mecanismos de velocidad, volumen y direccionamiento de un siniestro desatado, que ayuda a su estabilización, para que el contingente terrestre pueda trabajar y ser más efectivo.
La segunda, es que existe una enorme dispersión de recursos producto de una mala regulación de edificaciones y viviendas en el hábitat rural. No específicamente de las industrias forestales, las que suelen ser controladas, sino del hábitat campesino y de pequeños predios. Esto obliga a esfuerzos adicionales de coordinación que enlentecen la acción contra el fuego, existiendo falta de control preventivo e irresponsabilidad. El tema de la dispersión habitacional determina la cantidad de casas amenazadas por el fuego, lo que no ha sido enfrentado ni por el Ministerio de Vivienda ni por los municipios en las zonas de riesgo.
Y un tercer aspecto vital es el tecnológico, especialmente el referido al uso de medios aéreos. La experiencia del 2017 dejó en evidencia que, dada la conformación geofísica de los territorios en riesgo, las grandes aeronaves son más una medida de publicidad con efectos psicológicos positivos en la apreciación de la población, que de eficiencia. No pueden volar a baja altura, requieren de pistas grandes de despegue y sistemas complejos de recarga de agua. Incluso los llamados “supertanker” requieren de aviones guías. La nave más eficiente, según una tabla comparativa de Conaf, son los helicópteros pesados, cuyos requerimientos de operación, una vez dotados de los equipos necesarios, tienen una eficiencia de 100% en la descarga de agua, con una gran capacidad de apuntarla con exactitud sobre los núcleos de fuego.
Toda esa información está publicada y ha sido debatida en foros académicos y con análisis comparados. Y todas las conclusiones apuntan a que una política nacional de prevención seria es la clave. Que vaya acompañada de un ordenamiento territorial riguroso, inversión en capital humano y de especialidades, maquinaria apta para terrenos difíciles, coordinación intersectorial, formación de recursos humanos, mayores exigencias a la industria a partir de las especies que cultivan. Es lo que se esperaría de un país de vocación forestal.
Pero en un país reactivo y de clivaje populista como se presenta hoy Chile, parece más rentable inaugurar casas y escuelas que prevenir que se quemen, contratar un supertanker en vez de tener sistemas de operación menos complejos y que se pagarían solos por el hecho de su pronta disponibilidad. No se requiere aprobar una Ley cada vez que hay problemas. La prevención es un trabajo de educación, lento y complejo, que no llena páginas de dramas y opiniones en matinales de TV ni oportunidades de fotos con reinauguraciones, pero es imprescindible.
El país acaba de aprobar una ley de Alerta de Riesgos de Infraestructura Critica para que las Fuerzas Armadas salgan a cuidar caminos. En verdad ellas podrían aportar mucho si el país crea un vínculo profesional militar al tema. Al fin y al cabo es un nuevo riesgo a la Seguridad Nacional y se trata de un combate, aunque no sea una guerra. Pero para ello se requiere que además de pensar la educación de los militares, quienes dirigen el Ministerio de Defensa se aboquen a los temas de la defensa nacional sin prejuicios ideológicos y sin subirse a un mowag o a un supertanker, y le pongan carne política a frases como equipamiento multipropósito.