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La noche en que una derrota futbolística se convirtió en un triunfo del espionaje chileno

La noche en que una derrota futbolística se convirtió en un triunfo del espionaje chileno

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Las artimañas para descubrir secretos del adversario son pan de todos los días en el fútbol. Lo increíble es que el fútbol haya sido utilizado para espionajes en serio, tal como lo hizo Chile con Perú en 1977.


En el Estadio Nacional de Lima, un eufórico y descontrolado Francisco Morales Bermúdez celebraba en plena cancha como un jugador más. Con la camiseta del defensa Julio Meléndez sobrepuesta en sus hombros y espalda, el jefe de la Junta Militar que dos años antes había derrocado a Juan Velasco Alvarado, olvidaba su dignidad de gobernante y se sumaba al clímax de todo el pueblo peruano.

Era la noche del 26 de marzo de 1977. Perú había ganado minutos antes 2-0 a Chile y clasificaba al Mundial de Argentina 1978, torneo para el cual el país anfitrión había reservado para nuestra selección la sede de Mendoza, ansiando que miles de chilenos la invadieran y gastaran lo que no tenían en vestuario, calzado, jeans y todo lo que escaseaba en su propia tierra.

Por televisión en blanco y negro, esa noche los chilenos presenciaban el desenfreno peruano sumidos en la amargura. Un dolor pálido comparado con la realidad revestida de pobreza y de represión que se vivía a diario por esos años.

Esa era, en rigor, una realidad común a todo el cono sur del continente. Plagado de dictaduras que por conveniencia política se habían ayudado mutuamente para reprimir a los opositores, pero que, asentadas ya en el poder, miraban con colmillos salivosos a sus vecinos dispuestas a cobrar viejas cuentas territoriales.

La Junta Militar chilena sabía que el país era presa apetecida por sus ex socios represores de Argentina, Bolivia y Perú. Pinochet ya había jugado sus primeras cartas dos años antes, al firmar en el verano de 1975 el Acuerdo de Charaña con el general boliviano Hugo Banzer. La cesión de un corredor entre la Línea de la Concordia y Arica a cambio de un territorio detrás de los Andes cerraría todo conflicto latente con Bolivia, e impediría a Perú recuperar el territorio perdido en la Guerra del Pacífico. Era una jugada aparentemente maestra, pero destinada al fracaso. La negativa peruana dejó las cosas en punto muerto y Chile no pudo evitar que la tensión creciera.

Para peor, la dictadura peruana -de corte pseudo izquierdista- no sufría acosos internacionales ni bloqueos económicos y vetos para la compra de armas, especialmente desde el bloque soviético. Así, bajo el gobierno del general Juan Velasco Alvarado se había armado hasta los dientes, superando ampliamente el poder bélico chileno.

Consciente de esa debilidad, Pinochet y los suyos recurrieron entonces a todo tipo de estrategias para controlar a sus adversarios, como lo demostraría años después en la Guerra de Las Malvinas.

Tal como usó al fútbol con otros propósitos, la dictadura chilena también lo utilizó con fines geopolíticos y de resguardo de soberanía. Parece mentira, pero así fue.

Uno de esos episodios lo relató el periodista Luis Urrutia O’Nell (Chomsky) en su libro “Historias Secretas del Fútbol Chileno III” (2014).

La investigación de Urrutia develó que justamente el partido que significó la eliminación chilena en 1977 fue la circunstancia elegida por la dictadura de Pinochet para un intrépido acto de espionaje aéreo. La idea fue aprovechar el relajo peruano que con total seguridad se produciría el día de la definición.

Debido a los resultados anteriores, los del Rímac llegaban a ese último duelo con todo el favoritismo clasificatorio. Un triunfo significaba no sólo volver a un Mundial después de ocho años, sino que también desquitarse de su adversario histórico que lo había eliminado del Mundial de Alemania 1974.

Según lo relata el periodista, la maniobra de inteligencia empezó días antes del partido, en la primera quincena de ese marzo de 1977. A través de conventos religiosos, las Fuerzas Armadas chilenas introdujeron en Lima decenas de televisores en color que fueron luego regalados a locales públicos para que la población pudiese presenciar el lance definitorio, a través de una tecnología inalcanzable para la mayoría de la población. Se trataba de un acto publicitario que aumentaría las ansías peruanas por volcar su atención total sobre el encuentro.

El relajo de la vigilancia peruana permitiría activar así el plan de espionaje para actualizar la antigua y desfasada aerofotogrametría peruana que poseía la Fuerza Aérea chilena (FACh).

Para la incursión serían usados aviones Hawker Hunter en su modelo de reconocimiento apostados en la base de Cerro Moreno, Antofagasta. Con cámaras fotográficas y fílmicas y estanques de combustible extras, las aeronaves podrían recorrer los 1.087 kilómetros que separan a Antofagasta de Arequipa, zona privilegiada por la FACh para comprobar la dimensión de una base aérea militar, llamada La Joya, de la cual solo se sabía por publicaciones periodísticas peruanas.

Apoyado en fuentes que le pidieron total reserva de su identidad, Urrutia relata en su libro que justamente la noche del partido los Hawker Hunter chilenos pudieron volar subrepticiamente hacia Arequipa, aprovechando el descuido peruano.

El libro no relata cuán valiosa fue la información recogida en los vuelos.

Sin embargo, Chomsky logró contactar en agosto de 2014 al general Fernando Matthei y consultarlo al respecto. El ex miembro de la Junta Militar chilena rehuyó aportar más antecedentes concretos y solamente le autorizó a reproducir lo que él mismo contó en su libro “Matthei. Mi Testimonio” (Patricia Arancibia Clavel e Isabel de la Maza, 2003).

En ese texto, tras describir el enorme auge armamentista peruano, Matthei relata que Chile suponía que gran parte de la dotación de aviones de guerra estaba guardada en La Joya: “Nadie la había visto, porque estaba prohibido sobrevolar la zona y carecíamos de un adecuado servicio de Inteligencia que nos permitiera confirmar su existencia. Recuerdo incluso que el entonces director de Operaciones, general Nicanor Díaz, ex agregado aéreo en el Perú, me aseguró que una misión norteamericana había observado una pista de proporciones gigantescas, en vuelo desde Lima hacia Arequipa, pero que ésta desapareció misteriosamente a su regreso. Concluyó que los peruanos la mantenían camuflada con arena y que la despejaban solo para realizar operaciones…

¿Nunca comprobaron la existencia de esa base?

Sí, gracias a la existencia de un piloto civil que venía de regreso a Chile y que voló sobre ella cierto día, a las tres de la tarde, aprovechando que todo el mundo estaba ocupado con un partido del Mundial de fútbol…”

Meses después de su primer encuentro, Matthei sí le da a Urrutia el nombre del piloto. “Fue Jaime Estay, oficial y capitán cuando llegué como comandante del Grupo de Aviación N° 7. Él fue mi instructor de Hawker Hunter”.

Tal como consigna el autor, salvo ese dato, Matthei eludió dar luces exactas sobre los actos de espionaje de la FACh. Incluso, confrontado por el periodista, dice no recordar lo de la incursión aérea esa noche del 26 de marzo de 1977. Nada raro tratándose de inteligencia militar y espionaje.

Espionaje de verdad. No al que temen los entrenadores de fútbol, especialmente los obsesivos, del tipo Bielsa o Jorge Sampaoli. Y, sin ir más lejos, ¿cómo impedirá el calvo estratego de la Selección Chilena un nuevo espionaje aéreo en medio de una competencia deportiva, esta vez por medio de drones que más de algún medio de comunicación hará sobrevolar sobre ese bunker en que se transformará el complejo El Monasterio Celeste, en las afueras de Rancagua?

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