Un relato testimonial de cómo vivieron dos periodistas ese terrible 11 de septiembre de 1973 en pleno corazón de la Editorial Quimantú, propietaria de la señera publicación.
Esa mañana madrugamos. Con la puntualidad que lo caracteriza, a las 6:00 clavadas, Edgardo Marín pasó a recogerme y emprendimos camino en su furgón Austin Mini verde hacia la Panamericana Norte.
Nada de periodístico tenía ese viaje: un colaborador de la revista Estadio nos había dado el dato de un amigo que acaparaba mercaderías esenciales y esquivas por esos días: aceite, café, arroz y azúcar. “Díganle que van de parte mía, y compren lo que puedan”, nos advirtió.
Y para allá partimos, con la tranquilidad de que nuestra jornada laboral comenzaba a las 9.30, sin reloj que marcar.
Edgardo vivía a un par de cuadras del Stadio Italiano. Yo, al lado de la rotonda Atenas, en Colón con Tomás Moro. No era tanta la distancia entre las dos casas.
Antes de llegar a Tobalaba ya sabíamos que algo raro ocurría: una voz se superpuso a la que entregaba noticias en la radio que escuchábamos para dar una curiosa información: “Temporal en Isla de Pascua”, dijo un registro distinto al del locutor.
Nos miramos, sin entender.
“Temporal en Isla de Pascua”, repitieron antes de continuar el noticiario.
-Apúremonos –exclamó Edgardo, y aceleró.
Dimos con el galpón de las mercaderías a la salida de Santiago, llenamos un par de cajas con lo que más necesitábamos e iniciamos el regreso. Y al llegar a Independencia, ya sabíamos que se estaba produciendo el Golpe de Estado. La radio ya había informado de movimientos extraños en el puerto de Valparaíso y de avances de camiones con tropas en otras ciudades.
Acercándonos a Mapocho vimos a militares en las calles.
Lo que nos partió el alma fue ver filas y filas de trabajadores regresando, a pie y entristecidos, a sus casas: ya se había interrumpido el transporte colectivo, y los uniformados impedían ingresar al centro.
Y, por esas corazonadas periodísticas, se nos ocurrió comprar la revista Estadio que aparecía ese martes. Entre los dos habíamos elegido la portada y le habíamos puesto los títulos, y nos tincó que no podríamos retirarla en la empresa. Nos fue mal: no había quioscos abiertos. Ya habían cerrado o no habían alcanzado a abrirlos. Y no supimos de ella hasta algunas semanas después de ese terrible 11 de septiembre de 1973.
Así era. Al acercarnos a Quimantú, cuyas dependencias estaban en Santa María a media cuadra de la Escuela de Derecho, un escuadrón militar ya había empotrado ametralladoras y cañones, y los fusiles apuntaban hacia los techos.
LA ONDA QUIMANTÚ
A la revista Estadio llegué en diciembre de 1969, con Salvador Allende en tierra derecha hacia su elección presidencial. El “Chicho” asumió en noviembre de 1970, y poco después el Estado compraba la Editorial Quimantú, dueña de revistas de todo tipo, entre ellas Estadio.
La primera decisión fue determinar quiénes trabajarían allí. Se confirmó a Antonino Vera como director, y éste pidió la continuidad de todo el personal. El único que no siguió -tal vez por razones de conciencia- fue Eugenio García, apodado el «Mago del Lente» por la calidad, oportunismo y originalidad de sus fotografías.
Hizo cosas buenas Quimantú. De partida, regularizó la situación laboral de todos sus trabajadores. En el caso de los colaboradores -nuestro caso-, les extendía contrato o los despedía. Nos contrataron a todos… También fue monumental su difusión cultural a través de los mini-libros… En días de extrema escasez de alimentos y artículos esenciales, la empresa entregaba semanalmente una canasta de productos que paliaban en parte la desesperada situación en los hogares.
Hizo cosas malas también: el día del Golpe, la empresa estaba llena de cubanos que ganaban sueldo sin hacer nada y abundaban los tupamaros uruguayos que preparaban desde acá sus operaciones guerrilleras… Se perdía mucho tiempo en las reuniones de los CUP (Comités de la Unidad Popular), en las que los distantes del régimen tenían poco que decir y en los que Edgardo Marín tenía que defender frecuentemente la línea editorial de la revista.
Sicólogos adictos a la UP, encabezados por el connotado belga Armand Mattelart, nos visitaban frecuentemente en la revista y, en tono muy respetuoso (hay que reconocerlo), nos pedían hacer de la revista el órgano oficial del deporte popular. Antonino Vera se defendía como podía, hasta que se lo dijimos derechamente: “La revista, así como está, tiene su público cautivo. Si quieren, hacemos otra paralela que lleve el material que a ustedes les interesa, pero no contaminemos esta”.
No les gustó mucho, pero no insistieron, tal vez porque las ventas de Estadio aumentaban semanalmente gracias a la campaña de Colo Colo en la Copa Libertadores y a la clasificación de la Roja para el repechaje con la URSS, previo al Mundial de Alemania ’74.
De todos modos, Antonino les regaló una galleta: publicó en portada la escena de un partido en la Alameda correspondiente a un campeonato disputado en el marco del programa “Vóleibol en las Calles”. Tiene que haber sido el número de Estadio que menos vendió en su historia, en contraste con el que llevó el triunfo de Colo Colo sobre Botafogo en el Maracaná, cuya venta posee el récord: superó los cien mil ejemplares.
Tampoco intervino mucho Quimantú en la planta de Estadio. Sólo incorporó a un diagramador, James Smith, el comunista más simpático que he conocido, que se agregó como ayudante del eterno César Boasi, y que se ganó pronto nuestra confianza y cariño. Después llegó Andrea Varas, hija del gran escritor –también comunista- José Miguel Varas. Fue nuestra fiel y eficiente secretaria hasta el día del Golpe.
Un día llegó a la oficina el presidente del Sindicato. Y nos arengó: “Compañeros, el momiaje prepara un ataque a la empresa, así es que los necesitamos a todos para defenderla”.
Antonino se excusó, por razones de salud, y quedamos designados Edgardo, René Durney y este servidor para parapetarnos durante toda una noche en la terraza del edificio para responder al posible asalto. Cuando me pasaron un revólver lo rechacé: “Lo siento, pero no sé usar armas. Déjenme de loro”.
Fui vigilante durante un par de horas. Pasada la medianoche, ya habíamos averiguado que había una bodega vacía y allí protagonizamos, con trabajadores de otras revistas y distintas áreas, una pichanga que se prolongó hasta la madrugada. Al día siguiente reportamos que no hubo novedades.
Tiene que haber sido a principios de septiembre, porque nunca más tuvimos ese turno.
El “enfrentamiento” en Quimantú, el día del Golpe, duró poco.
EL CAMBIO
Había armamento en la empresa, escondido en los ductos, pero ahí quedó, sin ser utilizado.
René Durney, el más joven del equipo, alcanzó a ingresar a la empresa esa mañana. Cuenta que hubo tres asambleas para decidir si abandonaban el lugar o daban la batalla.
Su testimonio:
“El edificio se fue vaciando de a poco. Los milicos habían puesto tres vehículos en la avenida Santa María con cañones livianos apuntando hacia los pisos altos. Dispararon dos veces para asustarnos. Los niños del parvulario y las asistentes que estaban con ellos en el primer piso estallaron en llanto, presos del pánico. Se decidió, entonces, que salieran por la puerta trasera, que daba hacia calle Bellavista, justo al frente del edificio que ahora ocupa el diario Las últimas Noticias y que en ese tiempo pertenecía a la empresa Chile Films”.
La revista Estadio reapareció el 2 de octubre, pero nuestra reanudación de trabajo se produjo, lógicamente, la semana anterior.
El lunes 24 de septiembre pudimos volver a nuestras oficinas. Funcionábamos un par de puertas más al oriente de la principal, colindando con edificios residenciales. Era un ingreso que sólo ocupábamos los de Estadio. Y nos llevamos una sorpresa mayúscula: los militares las habían saqueado.
El desorden era dantesco: todos los papeles en el suelo, la colección de la revista tirada en un rincón, los cajones abiertos, el archivo fotográfico desparramado. Un chiquero que tardamos más de un día en limpiar y ordenar.
Casi todos perdieron alguna pertenencia. Para mí casi fue un drama. En mi escritorio tenía, lista para presentarla, una rendición de gastos efectuados durante la primera final de la Copa Libertadores en Buenos Aires. El trámite había demorado, porque antes del control interno, tuve que ir al Banco Central a justificar los dólares gastados.
Me había sobrado unos cien dólares (una fortuna en esos días), y ahora no estaban. El detalle de gastos apareció entre los tantos papeles que tiraron al piso. “Habla con el gerente”, me aconsejó Antonino; “yo te respaldo después”.
Me presenté ante el militar que se había hecho cargo de la empresa: el general Fernando Krumm. Me atendió, me dijo que no me preocupara y que olvidara el asunto. Ahí me enteré también de que la empresa ya no se llamaba Quimantú, sino Editora Nacional Gabriel Mistral.
El otro susto grande ese día se produjo cuando, haciendo orden, encontramos encima de un mueble un linchaco, un arma tradicional japonesa (nunchaku) muy usada en esos días por los ultraquierdistas. Todavía no me explico cómo no la vieron los militares saqueadores. De ser así, nos habría significado más de un interrogatorio o, peor aún, la acusación de que éramos terroristas.
La vida ya no fue igual. Ni para nosotros ni para el país.
Perjudicados hubo muchos trabajadores de Quimantú. La mayoría. Cambiaron todas las jefaturas, salvo la nuestra. De Estadio tuvieron que salir Smith, el diagramador, y Andrea, la secretaria.
René Durney estaba en la lista de simpatizantes de la UP y lo quisieron echar. Siguiendo consejos de Mattelart, que sugirió hacer entrevistas a deportistas destacados que tuvieran más “cacumen”, entrevistó a Eduardo “el Hualo” Herrera, jugador de O’Higgins y Wanderers (después jugó en Colo Colo), constructor civil y simpatizante socialista. Y eso lo marcó.
Antonino Vera lo defendió frente a las nuevas autoridades. Les dijo que René no participaba en agitaciones políticas ni hacía proselitismo con sus compañeros de la revista.
Igual sufrió daño el pobre Durney. Viajando desde San Antonio, una patrulla militar detuvo el bus, bajó a los pasajeros y rapó a los que tenían pelo largo. Él fue uno de los perjudicados.
Para beneficio de todos, a cargo de la gestión editorial de la nueva empresa quedó Diego Barros Ortiz, general de la FACH y miembro de la Academia Chilena de la Lengua, poeta, cronista y escritor, con gran sentido de la ecuanimidad.
Bajo su tutela, los de Estadio nunca tuvimos problemas, a pesar de que la mayoría no comulgaba con el régimen militar. Siempre le agradecimos que no nos metiera gente extraña y que no interviniera en las pautas ni en los contenidos.
De todos modos, el equipo de Estadio, que durante la UP estaba considerado “momio”, en este período fue calificado como “upeliento”.
No le achuntamos nunca. Pero en las dos situaciones nos respetaron, tal vez porque hacíamos una gran revista.
Lectura de foto:
Julio de 1973: a días del Golpe, la plana mayor de Estadio (Salviat, Marín y Vera, en orden inverso de responsabilidades) con el entrenador Luis Santibáñez.