Eran las once de la noche del 13 de abril de 1699 en un pequeño pueblo del norte de Inglaterra.
Jane Rowth, de nueve años, entreabrió los ojos en las melancólicas sombras del anochecer. Ella y su madre acababan de despertar de un breve sueño.
Su madre, la señora Rowth, se levantó y se acercó a la chimenea de su modesta casa, donde empezó a fumar en pipa. En ese momento, dos hombres aparecieron por la ventana. La llamaron y le ordenaron que se preparara para salir con ellos.
Como Jane explicó más tarde en una sala de tribunal, su madre había estado esperando a los visitantes. Y antes de irse con ellos le susurró a su hija que se quedara quieta y que regresaría por la mañana».
Quizás la señora Rowth tenía alguna tarea nocturna que completar. O tal vez estaba en apuros y sabía que salir de casa era un riesgo.
De cualquier modo, la madre de Jane no cumplió su promesa: nunca regresó a casa. Esa noche fue brutalmente asesinada; su cuerpo fue descubierto en los días siguientes. El crimen nunca fue resuelto.
Casi 300 años después, a principios de la década de 1990, el historiador Roger Ekirch atravesó la entrada arqueada de la Oficina de Registro Público de Londres, un imponente edificio gótico que albergó los Archivos Nacionales del Reino Unido desde 1838 hasta 2003.
Allí, entre las interminables filas de papeles de vitela y manuscritos antiguos, encontró el testimonio de Jane. Y algo en ello le pareció extraño.
Ekirch estaba preparando la escritura de un libro sobre la historia de la nocturnidad, y había estado revisando registros desde la Edad Media hasta la Revolución Industrial.
Le amedrantaba escribir el capítulo sobre el sueño y no pensaba encontrar nada nuevo, aunque algunas declaraciones judiciales le habían resultado esclarecedoras.
«Son una fuente maravillosa para los historiadores sociales porque hacen comentarios sobre actividades que a menudo no están relacionadas con el crimen en sí», explica el profesor de historia del Virginia Tech, el Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia (Estados Unidos).
Pero mientras leía la declaración penal de Jane, dos palabras parecían hacerse eco de un detalle particularmente tentador de cómo era la vida en el siglo XVII que nunca había visto antes: «Primer sueño».
«Puedo citar el documento original casi palabra por palabra», dice Ekirch, cuya alegría por su descubrimiento es palpable incluso décadas después.
En su testimonio, Jane describe cómo justo antes de que los hombres llegaran a su casa, ella y su madre se levantaron de su primer sueño de la noche.
No hubo más explicaciones: el sueño interrumpido solo se mencionó con naturalidad, como si no tuviera nada de especial. «Se refirió a ello como si fuera completamente normal», dice Ekirch.
Un primer sueño implica un segundo sueño, una noche dividida en dos mitades.
¿Fue solo una peculiaridad familiar o había algo más?
En los meses siguientes, Ekirch revisó los archivos y encontró muchas más referencias a este misterioso fenómeno del sueño doble, o «sueño bifásico», como lo llamó más tarde.
Algunas eran banales, pero otras eran siniestras, como las de Luke Atkinson, un hombre que a menudo usaba el tiempo entre sus sueños para cometer asesinatos.
Cuando Ekirch amplió su búsqueda para incluir bases de datos online de otros registros escritos, pronto quedó claro que el fenómeno estaba más generalizado y normalizado de lo que jamás hubiese imaginado.
Para empezar, los primeros sueños se mencionan en una de las obras más famosas de la literatura medieval, «Los cuentos de Canterbury», de Geoffrey Chaucer (escrita entre 1387 y 1400).
También están incluidos en Beware the Cat (1561), del poeta William Baldwin, un libro satírico considerado por algunos como la primera novela de la historia, sobre un hombre que aprende a entender el lenguaje de unos aterradores gatos sobrenaturales.
Ekirch también encontró referencias al sistema de dormir dos veces en cientos en cartas, diarios, libros médicos, escritos filosóficos, artículos periodísticos y obras de teatro.
Y descubrió que el «sueño bifásico» no era exclusivo de Inglaterra: se practicaba ampliamente en todo el mundo preindustrial.
De hecho, Eckirch encontró evidencias del hábito en Europa, África, el sur y el sureste de Asia, Australia, América del Sur y Medio Oriente.
Un relato colonial de Río de Janeiro, Brasil, en 1555 describía cómo el pueblo tupinambá cenaba después de su primer sueño, mientras que otro, del siglo XIX de Omán explicaba que la gente se retiraba para su primer sueño antes de las 22:00.
Y lejos de ser una peculiaridad de la Edad Media, Ekirch empezó a sospechar que el método había sido la forma dominante de dormir durante milenios, algo que heredamos de nuestros antepasados prehistóricos.
El primer registro que encontró Ekirch fue del siglo VIII a. C., en la epopeya griega «La odisea», mientras que los últimos indicios de su existencia datan de principios del siglo XX, antes de que, de alguna manera cayera, en el olvido.
¿Pero cómo funcionaba? ¿Por qué la gente lo hacía? ¿Y cómo algo que una vez fue completamente normal cayó en el olvido?
En el siglo XVII, una noche de sueño era algo así:
Desde las 21:00 hasta las 23:00, quienes tenían la suerte de poder pagarlos, se tendían en colchones rellenos de paja o trapos —o plumas, si eran muy ricos— listos para dormir durante un par de horas. (En la parte más baja de la escala social, la gente tendía que arreglárselas con acurrucarse sobre un brezo o, peor aún, en un suelo de tierra desnuda, posiblemente sin ni siquiera una manta).
En ese momento, la mayoría de la gente dormía en comunidad, y a menudo se encontraban acurrucados con una acogedora variedad de chinches, pulgas, piojos, familiares, amigos, sirvientes y, si viajaban, completos desconocidos.
Para minimizar cualquier incomodidad, dormir implicaba una serie de estrictas convenciones sociales, como evitar el contacto físico o moverse demasiado.
Y había posiciones designadas para dormir. Por ejemplo, las niñas generalmente se acostaban a un lado de la cama, el más cercano a la pared, seguidas por la madre y el padre, luego los niños varones, nuevamente ordenados por edad, y después quienes no eran de la familia.
Un par de horas más tarde, la gente comenzaría a despertarse de este sueño inicial.
La vigilia nocturna solía durar desde las 23:00 hasta la 01:00aproximadamente, dependiendo de la hora a la que se acostaban.
Por lo general, no era causada por ruidos o perturbaciones nocturnas, ni por ningún tipo de alarma (fueron inventadas en 1787). El despertar entre sueños ocurría de forma natural, así como en la mañana.
El período de vigilia que seguía se conoció como «el reloj», y era una ventana de tiempo sorprendentemente útil para hacer cosas.
«[Los registros] describen cómo la gente hacía casi cualquier cosa tras despertarse de su primer sueño», dice Ekirch.
Bajo el débil resplandor de la luna, las estrellas y las lámparas de aceite, la gente se dedicaba a tareas ordinarias, como agregar leña al fuego, tomar remedios, o ir a orinar (a menudo en el mismo fuego).
Para los campesinos, despertarse significaba volver al trabajo, ya fuera para aventurarse a vigilar a los animales de la granja o realizar tareas domésticas.
Pero «el reloj» también fue un tiempo de religión.
Los cristianos tenían oraciones específicas para este período de tiempo.
Además, los más filosóficos podían usar «el reloj» como un momento pacífico para reflexionar sobre la vida y sobre nuevas ideas.
A finales del siglo XVIII, un comerciante londinense incluso inventó un dispositivo para recordar todas sus ideas nocturnas más agudas: un «recordatorio nocturno», que consistía en un bloc de pergamino con una abertura horizontal que podía usarse como guía de escritura.
Pero, sobre todo, «el reloj» era útil para socializar y para tener sexo.
Como explica Ekirch en su libro At Day’s Close: A History of Nighttime, la gente a menudo se quedaba en la cama charlando. Y durante esas extrañas horas del crepúsculo, los compañeros de cama podían compartir un nivel de informalidad que era difícil de lograr durante el día.
Para los cónyuges que lograron manejar la logística de compartir una cama con otros, también era un intervalo conveniente para la intimidad física: si habían tenido un largo día de trabajo manual, el primer sueño les había quitado el cansancio y el período posterior era un momento excelente para concebir un gran número de hijos.
Una vez que las personas habían estado despiertas durante un par de horas, generalmente regresaban a la cama.
El siguiente paso se consideraba un sueño «mañanero» y podía durar hasta el amanecer o más tarde.
Según Ekirch, hay referencias al sistema de dormir dos veces a lo largo de la era clásica, lo que sugiere que ya era común entonces.
Se menciona casualmente en obras del biógrafo griego Plutarco (del siglo I d. C.), el viajero griego Pausanias (del siglo II d. C.), el historiador romano Tito Livio y el poeta romano Virgilio.
Más tarde, la práctica fue adoptada por los cristianos, quienes inmediatamente vieron el potencial del «reloj» como una oportunidad para recitar salmos y confesiones.
En el siglo VI d. C., San Benito exigió que los monjes se levantaran a medianoche para estas actividades, y la idea se extendió por toda Europa.
Pero los humanos no son los únicos que descubrieron los beneficios de dividir el sueño: la práctica está muy extendida en el mundo natural, y muchas especies descansan en dos o varios tramos separados. Eso les ayuda a mantenerse activos en los momentos más beneficiosos del día.
Un ejemplo es el lémur de cola anillada. Estos icónicos primates de Madagascar, con sus espeluznantes ojos rojos y sus colas erguidas, tienen patrones de sueño muy similares a los de los humanos preindustriales.
«Hay mucha variabilidad en cómo los primates distribuyen su actividad a lo largo de 24 horas», dice David Samson, director del laboratorio de sueño y evolución humana de la Universidad de Toronto Mississauga, en Canadá.
En 1995 Ekirch encontró un artículo en el New York Times sobre un experimento de sueño de unos años atrás.
Una investigación realizada por Thomas Wehr, un científico del sueño del Instituto Nacional de Salud Mental, en EE.UU., con 15 hombres reveló nuevos datos sobre cómo cambian los patrones de sueño.
Después de cuatro semanas de días de 10 horas, sus patrones de sueño se habían transformado: ya no dormían de un tirón, sino en dos mitades de aproximadamente la misma duración.
Las mediciones de la hormona del sueño melatonina mostraron que sus ritmos circadianos también se habían ajustado, por lo que su sueño se había visto alterado a nivel biológico.
Wehr había reinventado el sueño bifásico. «[Leer sobre el experimento] fue, además de mi boda y el nacimiento de mis hijos, probablemente el momento más emocionante de mi vida», dice Ekirch.
Más recientemente, la propia investigación de Samson ha respaldado estos hallazgos, con un giro emocionante.
En 2015, junto a colaboradores de otras universidades, Samson reclutó a voluntarios en Madagascar para un estudio.
La ubicación era un gran pueblo que da a un parque nacional, sin infraestructura para la electricidad, por lo que las noches son casi tan oscuras como lo habrían sido durante milenios.
A los participantes, que en su mayoría eran agricultores, se les pidió que usaran durante 10 días un «actímetro», un sofisticado dispositivo de detección de actividad que se puede usar para rastrear los ciclos de sueño.
«Lo que hallamos fue que había un período de actividad justo después de la medianoche hasta alrededor de la 01:00-01:30 de la mañana», dice Samson, «y luego volvían a dormirse y a la inactividad hasta que se despertaban a las 06:00, coincidiendo generalmente con la salida del sol».
Resulta que el «sueño bifásico» nunca desapareció por completo: hoy en día sigue vivo en algunas partes del mundo.
Esa investigación le dio a Ekirch la explicación que anhelaba de por qué gran parte de la humanidad abandonó el sistema de dos sueños, a partir de principios del siglo XIX.
La respuesta está en la Revolución Industrial.
«La iluminación artificial se volvió más predominante y poderosa, y además de alterar los ritmos circadianos de las personas, permitió que se quedaran despiertas más tarde».
Sin embargo, aunque la gente ya no se acostaba a las 21:00, tenían que despertarse a la misma hora de la mañana, por lo que su descanso se vio truncado. Ekirch cree que esto hizo que su sueño fuera más profundo, pues estaba comprimido.
Además de alterar los ritmos circadianos de la población, la iluminación artificial alargaba el primer sueño y acortaba el segundo. «Pude comprobar [esto], casi década por década, a lo largo del siglo XIX», dice Ekirch.
A finales del siglo XX, la división entre los dos sueños había desaparecido por completo: la Revolución Industrial no solo había cambiado nuestra tecnología, sino también nuestra biología.
Un efecto secundario importante de gran parte del cambio de la humanidad en los hábitos de sueño ha sido un cambio de actitud.
Por un lado, rápidamente comenzamos a avergonzar a quienes se quedan dormidos y desarrollamos una preocupación por el vínculo entre levantarse temprano y ser productivo.
También está la cuestión de quienes sufren insomnio nocturno. El historiador explica que nuestros patrones de sueño ahora están tan alterados que cualquier vigilia en medio de la noche puede llevarnos al pánico.
«No pretendo tomar eso a la ligera; de hecho, yo mismo sufro de trastornos del sueño y tomo medicamentos para eso, pero cuando la gente se entera de que esto pudo haber sido completamente normal durante milenios, disminuye un poco su ansiedad», explica.
Sin embargo, Ekirch enfatiza que el abandono del sistema de dos horas de sueño no significa que la calidad de nuestro sueño sea peor hoy en día.
Ekirch argumenta que, a pesar de los titulares prevalecientes sobre los problemas de sueño, de alguna manera, el siglo XXI es una edad dorada para dormir, una época en la que la mayoría de nosotros ya no tenemos que preocuparnos por ser asesinados en nuestras camas, congelarnos hasta morir o quitarnos los piojos.
Podemos dormir sin dolor, sin la amenaza del fuego o sin tener extraños acurrucados a nuestro lado.
En resumen, los períodos individuales de sueño pueden no ser «naturales», pero, tampoco lo son los elegantes colchones ergonómicos ni la higiene moderna. «No hay vuelta atrás porque las condiciones han cambiado», dice Ekirch.
Puede que ahora nos perdamos conversaciones confidenciales, sueños psicodélicos y revelaciones filosóficas a medianoche, pero al menos no nos despertamos cubiertos de mordeduras de chinches.