«Los éxitos del país en los últimos 25 años son objeto de una amplia discusión. Frente al crecimiento experimentado y la reducción de la pobreza aparecen los problemas de la alta desigualdad, de la extrema concentración de la riqueza, el estancamiento congénito de la productividad, la alta dependencia del cobre y la baja inversión en ciencia y tecnología. Hay además muchos países con constituciones muy distintas a la chilena de 1980, que han tenido mejores éxitos aunque de signos variados como son los países nórdicos y los del sudeste asiático. Tampoco se aclaran las relaciones de causalidad entre el orden económico y el desempeño de la economía. Otros muchos factores podrían incidir en los resultados».
El día jueves 10 de marzo, tuvieron lugar dos actividades en que se abordó la pregunta de si es necesario modificar el orden público económico. Se trata de un tema complejo y en consecuencia preocupa que algunos personeros pretendan cerrar la discusión antes de siquiera iniciarla. Algunos sostienen que el orden económico inscrito en la Carta Fundamental no debe ser modificado pues la economía ha tenido resultados exitosos.
Como se sabe, los éxitos del país en los últimos 25 años son objeto de una amplia discusión. Frente al crecimiento experimentado y la reducción de la pobreza (ambos elementos han estado presentes en la mayoría de los países emergentes) aparecen los problemas de la alta desigualdad, de la extrema concentración de la riqueza, el estancamiento congénito de la productividad, la alta dependencia del cobre y la baja inversión en ciencia y tecnología. Hay además muchos países con constituciones muy distintas a la chilena de 1980, que han tenido mejores éxitos aunque de signos variados, como son los países nórdicos y los del sudeste asiático. Tampoco se aclaran las relaciones de causalidad entre el orden económico y el desempeño de la economía. Otros muchos factores podrían incidir en los resultados.
Otros sostienen que solo analizar el tema constitucional genera incertidumbre y, por tanto, se insinúa, se debería dejar de lado como si el debate constitucional se hubiese puesto de manera antojadiza y como si se pudiera descartar la afirmación de que, no hacer nada en este campo, puede implicar la acumulación de problemas y su agravamiento futuro. Otros van más lejos y con métodos inconfesables realizan una selección en la experiencia comparada para concluir que es mejor el inmovilismo.
Pese a esto, crece la convicción de que es necesario el cambio constitucional. En efecto, se ha señalado “la prudencia demanda que entremos en un proceso constituyente” (Jorge Burgos); “el costo que tiene esa sensación de ilegitimidad es muy grande para la política, la economía y la sociedad” (Enrique Barros, presidente del CEP); la actual Constitución “es un fantasma que está presente y es difícil convivir con él” (Roberto Zahler, ex presidente del Banco Central); “ya no podemos seguir viviendo en un régimen constitucional que refleja la victoria militar del 73” (Fernando Atria, constitucionalista).
Pese a la insistencia en un presunto consenso sobre el orden público económico, es posible identificar varios temas discutibles que deberían ser abordados con seriedad.
Es de conocimiento general que la Constitución de 1980 se elaboró sobre la base del informe de la llamada Comisión Ortúzar, compuesta por personeros nombrados por la Junta Militar y que incluyó solo a personeros de la derecha política del país. En virtud de ello, sus referencias ideológicas en el campo económico son las referidas a la llamada Escuela de Chicago, en particular Milton Friedman y el pensador de origen austríaco Friedrich Hayek. Sin duda que el debate constitucional económico deberá permitir analizar a fondo los alcances y problemas de esta influencia, puesta en cuestión por los avances experimentados por el pensamiento económico internacional. No es sin embargo el objeto de este artículo. Más bien interesa enumerar y describir someramente, los nudos que debería incorporar el debate constitucional sobre el orden público económico.
Como se sabe, los constitucionalistas señalan que el orden público económico está precisado en el art. Nº 1 de la Constitución que determina la autonomía de los grupos sociales intermedios, y en el capítulo III “De los Derechos y Deberes Constitucionales”, lo cual no deja de resultar llamativo, específicamente en el art. Nº 19. Estas normas configuran, según “la interpretación oficial”, el principio de Estado Subsidiario (aunque no se menciona explícitamente) y los amplios derechos económicos privados. Específicamente, en los números 21 – 26 del último artículo indicado. Complementan la definición del orden público económico lo referido a la definición en el artículo Nº 63 de lo que son materia de ley (nº 1, leyes orgánicas constitucionales; nº4, las materias básicas relativas al régimen jurídico laboral, sindical, previsional y de seguridad social; nº 7, nº8, nº9, nº10 sobre endeudamiento público y las restricciones para que las empresas estatales puedan endeudarse prohibiendo que lo hagan con el Estado). Cruciales son, también, las disposiciones del artículo Nº 65, respecto de la iniciativa exclusiva del Presidente de la República en los proyectos de ley que tengan relación con la alteración de la división política o administrativa del país, y con la administración financiera o presupuestaria del Estado, incluyendo las modificaciones de la Ley de Presupuestos. Del mismo modo, corresponde en exclusividad al Presidente iniciativas referentes al sistema tributario; la creación de servicios públicos, la contratación de empréstitos, la política de remuneraciones, las modalidades y procedimientos de negociación colectiva y las normas de seguridad social.
El control de constitucionalidad y la interpretación del texto constitucional que está en la base es un aspecto clave de su funcionamiento efectivo. En el campo económico, la interpretación del texto constitucional basado en un enfoque económico “setentero” se ha transformado en un instrumento fundamental para obstaculizar las reformas económicas y sociales necesarias, lo que hace indispensable que la sociedad chilena concuerde más explícitamente las orientaciones que deben dar un marco a nuestra convivencia y nuestro crecimiento como país. En el caso de la reforma laboral, se ha argumentado que es inconstitucional la titularidad sindical, pues la interpretación “oficiosa” de la Constitución respaldaría que la negociación colectiva es un derecho de los trabajadores y no de los sindicatos, como si la negociación colectiva no se materializara, en todos los países civilizados, vía su organización sindical.
También se ha sostenido la inconstitucionalidad de la participación del sindicato en la decisión respecto de la extensión de beneficios obtenidos al resto de la empresa. Incluso un abogado cercano a la DC cuestiona que los beneficios logrados por un sindicato en una negociación colectiva puedan ser extendidos al resto de los trabajadores solo si hay un acuerdo entre empresa y sindicato, pues ello afectaría a libertad de afiliarse o no a un sindicato. Otros incluso ponen en cuestión que la negociación se efectúe entre el empleador y el sindicato representativo.
Todo lo anterior en el contexto de que si bien el nivel de sindicalización en Chile (15,3%) está cerca de los promedios de la OCDE (16,9%), la cobertura de trabajadores con contratos colectivos es de 8%, lo que contrasta con los casos de Francia que alcanzan 85%, y los de Alemania y Uruguay que cubren un 90% de los trabajadores.
En el caso de la reforma educacional, parlamentarios de la derecha consideraron recurrir al Tribunal Constitucional, pues dicha reforma pretendía: 1) prohibir la selección en establecimientos educacionales que se financian con fondos públicos; 2) establecer que solo pueden solicitar la subvención entidades organizadas como personas sin fines de lucro; 3) disponer que los recursos que reciben los establecimientos estén afectos a fines educativos; 4) condicionar la subvención a que exista una necesidad real de un nuevo establecimiento; y 5) regular las formas de propiedad o uso de los inmuebles en los que los establecimientos funcionan, para que el “fin al lucro” sea una realidad y no solo un eslogan”.
Aún cuando abogados de la propia oposición consideraron ello un exceso, lo cierto es que la actual Constitución da pábulo a la representación de posiciones ancladas en el neoliberalismo más salvaje que hoy representan solo organizaciones como el “Tea party” de los Estado Unidos.
Desde el mundo empresarial se insiste en expresar preocupación por que se pueda poner en cuestión el derecho de propiedad. En sus aspectos fundamentales probablemente nadie va a levantar objeciones. Otra cosa es abordar algunos aspectos específicos. Uno de ellos es sin duda lo relativo al agua: “Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos” (Art. 19, nº24, último inciso). En momentos en que existe consenso que la disponibilidad futura del agua enfrenta amenazas sustantivas provenientes del cambio climático y la elevación de la temperatura, parece razonable discutir respecto de si su breve tratamiento constitucional es suficiente para enfrentar los desafíos futuros.
Un segundo elemento, tiene que ver con el análisis respecto de si el entusiasta tratamiento de la libertad de emprender no genera un sesgo que está relacionado con la debilidad general que afecta a la institucionalidad reguladora. No parece sensato aceptar, sin más, que el atraso con que se enfrentaron los problemas de la Polar, la colusión de los pollos y del papel, la más reciente estafa de AC Inversions y en general los problemas de la excesiva injerencia del dinero en la política no tengan que ver sesgos del orden económico constitucional. Más aún, el tratamiento generoso por parte de la Superintendencia de Pensiones de dos procesos de fusiones, revela un grave descuido del interés público en beneficio del interés de los inversionistas y de las garantías que se supone es necesario entregar a la inversión. Las objeciones planteadas a una reforma laboral moderada en cualquier comparación internacional, refuerza este punto de vista.
Las afirmaciones de la Constitución de 1980 en lo relacionado al rol del Estado están determinadas por tres elementos principales. Por una parte, el fuerte crecimiento del Estado desde los años 40 que culminó en el período de la Unidad Popular, el deseo de grupos empresariales de consolidar la apropiación a bajo precio de activos estatales y la excesiva ideologización del grupo que dirigió la política económica bajo la dictadura militar.
En este contexto, el ordenamiento constitucional establece como requisito para la actividad empresarial del Estado que ello sea autorizado por una ley de quórum calificado. Si se entiende que la empresa pública es un instrumento de la política económica, que ha jugado un papel crucial en resolver, por ejemplo, la grave crisis del gas generada cuando Argentina cerró la venta de gas a nuestro país, dejando inutilizada más del 30% de la inversión en generación eléctrica del país, no parecen razonables exigencias tan altas de quórum. Menos razonable resulta la exigencia de que las actividades emprendidas por esas empresas estén sometidas a la legislación común aplicable a los particulares (cuestión que solo puede ser aceptada con una ley también de quórum calificado) cuando justamente, se trata de una actividad que no está siendo desarrollada por los privados.
Desde un punto de vista más general, el enfoque que orienta la definición del rol del Estado en la Constitución pierde de vista, más allá de excesos que es necesario reconocer y evaluar críticamente, que el sector público ha jugado un rol central en el desarrollo de los países más avanzados del mundo. La profesora de la Universidad de Sussex, Mariana Mazzucato, concluye en su reciente libro The Entrepreneurial State que la experiencia histórica deja en evidencia que las innovaciones más radicales y revolucionarias que impulsaron al capitalismo –desde el ferrocarril, pasando por el Internet hasta la actual desarrollo de la nanotecnología y la investigación farmacéutica– provinieron de las inversiones más tempranas, más valientes, más intensivas en capital y más emprendedoras del Estado.
Del mismo modo, se sabe también que las innovaciones no son solo el resultado de inversiones en investigación y desarrollo, sino que dependen de las instituciones que hacen posible que el nuevo conocimiento se abra paso por toda la economía. Se trata además de comprender el rol insustituible del Estado en la creación y conformación de nuevos mercados, esto es, de hacer posible cosas que de otra manera no lo serían. Esta visión académica se confirma cuando se evalúa el rol que han jugado los Estados (unos mejor que otros) en la superación de la crisis que la desregulación financiera y el colapso de muchas instituciones bancarias provocó en el 2008. Esto no es inconsistente con el rol que juegan en los países más exitosos la iniciativa privada y el espíritu empresarial.
Roberto Gargarella, en su libro La sala de máquinas de la Constitución ha llamado la atención de que en el debate constitucional de las últimas décadas sufre “por la obstinada atención que se ofrece a las cuestiones de derechos, en desmedro de la organización del poder. Ello, sostiene, como si la democratización política y el robustecimiento social que se quieren promover a través de cambios en las secciones de derechos, fueran compatibles con la concentración del poder y el centralismo autoritario que se preserva en la sección relativa a la organización del poder… La consecuencia de ello es que el poder concentrado entra fácil y previsiblemente en tensión con las demandas sociales por más derechos, lo cual termina implicando que una parte de la Constitución comienza a trabajar en contra del éxito de la segunda”.
Sin duda este no fue un problema de la Constitución de 1980. Como se ha reiterado, Jaime Guzmán señalaba que la finalidad de las reglas constitucionales era que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas posibles que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil, lo contrario” (citado por Fernando Atria).
En este contexto, son conocidos los llamados amarres constitucionales, como fueron los senadores designados, el sistema binominal entre otros que se han ido modificando a medida que pierden su eficacia. Sin embargo, permanece un aspecto que da fuerza al modelo económico predominante: los mecanismos de designación de las autoridades de los organismos como el Tribunal Constitucional, la Corte Suprema y el Banco Central, entre otros, que establecen una distancia insuperable entre la decisión democrática ciudadana y las orientaciones de estas autoridades, que va más allá de la relativa autonomía que estas funciones exigen.
El problema aparece en el caso de la Corte Suprema. El procedimiento exige que sus miembros sean nombrados por el Presidente de la República elegidos sobre la base de una nómina de 5 personas propuesta por la propia Corte Suprema. Hasta aquí el procedimiento resulta razonable. El problema surge con la exigencia que su designación debe ser aprobada por los 2/3 del Senado, lo que ha tenido como consecuencia el establecimiento de acuerdos políticos espurios que obstaculizan el objetivo de que estas autoridades expresen las mayorías democráticas. Algo similar sucede en los casos del Fiscal Nacional, el Servicio Electoral y la Contraloría (en este caso se exigen 3/5 de los senadores en ejercicio).
En el caso del Tribunal Constitucional, de los 10 miembros, no presentan problemas de los designados por el Presidente de la República, pues se trata de una autoridad elegida por una mayoría de ciudadanos y en consecuencia tiene un origen en la decisión ciudadana democrática. En el caso de los designados por la Corte Suprema el mecanismo proyecta en el Tribunal Constitucional los propios déficits democráticos de su generación. En el caso de los designados por el Senado (tanto los propuestos por la Cámara de Diputados, como los nombrados directamente por el Senado) la exigencia de 2/3 congela la incidencia de las “preferencias” del régimen dictatorial.
Enfrentamos aquí un debilitamiento muy fuerte del control político democrático sobre el poder político y administrativo. El resultado de las contiendas democráticas no incide prácticamente en la designación de esas autoridades, lo cual naturalmente afecta las confianzas de la ciudadanía en sus instituciones. Se constituye así un sistema de regulación tecnocrática en el cual la decisión democrática ciudadana no se plasma de manera efectiva.
Es ya tema recurrente el desprestigio del Congreso de la República. Se conocen también las múltiples iniciativas que se han tomado para revertir esta situación. Se espera que las propuestas en materia de probidad de la llamada Comisión Engel tengan una influencia positiva. No obstante, se insiste en ignorar un aspecto crucial: el carácter subordinado del Congreso frente al poder presidencial que se traduce en la iniciativa exclusiva del Presidente de la República en todo tipo de materias económicas, sociales y de organización del Estado. Toda esta legislación resultó de los traumas de los 60 y 70, que a su vez fueron consecuencias tanto de excesos propios de una democracia moderna en formación como de la forma dominante en la época, de cómo se entendía el funcionamiento económico. Es indispensable revisar estas normativas, recoger la experiencia internacional en los últimos años y avanzar hacia un nuevo equilibrio entre los poderes colegisladores del país.
El artículo Nº 108 de la Constitución determina que el Banco Central es un organismo autónomo, con patrimonio propio, de carácter técnico y su composición, organización, funciones y atribuciones serán definidos por una ley orgánica constitucional. La independencia de esta institución es probablemente el punto crucial que deberá ratificar o atenuar el debate constitucional en marcha. Desde el punto de vista de sus funciones se han expresado dudas respecto de su focalización en los problemas de inflación y la no especificación del deber de preocuparse por la actividad y el empleo como sí sucede en otras latitudes, específicamente, en el caso de la Reserva Federal de los Estados Unidos, que aparece como su modelo.
Transcurridos un poco más de 25 años de existencia de la ley orgánica del Banco Central, no existe un estudio independiente reciente que realice un evaluación del desempeño de la entidad. De esta forma, diferentes personeros han expresado una alta valoración de su gestión sin los fundamentos suficientes para ello. A lo largo de su existencia se han vertido opiniones críticas respecto de su desempeño en relación con la llamada crisis asiática; sus decisiones que han determinado bastante la alta volatilidad que ha caracterizado el tipo de cambio, dificultando el desarrollo de inversiones en áreas distintas a las exportaciones de commodities, su tardía reacción frente a la crisis financiera internacional, cuando en enero del 2009 todavía la tasa de Política Monetaria alcanzaba una cifra en torno al 8%, entre otras.
Desde el punto de vista de su funcionamiento, se han expresado dudas respecto a que la independencia se entiende a veces como falta de accountability, pues más allá de informar al Presidente de la República y al Senado respecto de las políticas y normas generales que dicte en el ejercicio de sus atribuciones, el Consejo del Banco Central no está sujeto a la supervisión del Congreso Nacional como sucede en otros países.
Por otra parte, los problemas indicados más arriba sobre las formas de generación del Consejo del Banco se expresan con mucha fuerza. Los consejeros son nombrados por el Presidente de la República previo acuerdo del Senado, duran 10 años en funciones y se renuevan cada dos años. Aunque en este caso, el mecanismo de designación es de mayoría calificada, existe un acuerdo político que debilita el control democrático. Más aún, la incidencia del Consejo del Banco Central en el nombramiento de autoridades de diferentes instituciones reguladoras proyecta este problema en ellas.
En el campo de los derechos sociales aparecen inconsistencias: mientras que en el campo de la salud se indica que debe el “Estado garantizar la ejecución de las acciones de salud, sea que se presten a través de instituciones públicas o privadas” (Art. 19, nº9) no se garantiza la posibilidad de elegir en materia previsional, lo que se ha traducido que los chilenos están obligados a incorporarse al sistema privado de AFP, aun cuando no estén de acuerdo con ello (Art. 19, nº19).
El lugar que los derechos sociales deben tener en el texto Constitucional es un problema que los chilenos debemos debatir. No es razonable el criterio de exigibilidad absoluta para considerar un derecho como tal. Para no sufrir en caso alguno el ataque de un delincuente, sería necesario contar con protección permanente y personalizada de Carabineros. ¿Significa eso que el Estado y la Constitución no deben asegurar el derecho de libre circulación? El desarrollo de la ciudadanía se estructura a partir de una ampliación permanente de los derechos (también de las obligaciones). Sin duda que el país ha avanzado notablemente en este campo. Basta señalar lo relativo a la vivienda, al derecho a una pensión, al derecho a la salud y a la educación. Concuerdo en que tiene sentido que la Constitución Política garantice los derechos sociales. Ello marca un horizonte para el debate político. Ello no significa que se deba judicializar la satisfacción de estos derechos. La experiencia colombiana en salud no ha sido positiva al respecto. La materialización de esos derechos depende del grado de desarrollo de la economía y del debate democrático respecto a las prioridades, alcance y estructura del sistema tributario y de la forma y con qué prioridades se asignan los recursos públicos disponibles.
Eugenio Rivera
Economista
Fundación Chile 21