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Uber y Spotify: la “destrucción creativa” del capitalismo llega a Chile Opinión

Uber y Spotify: la “destrucción creativa” del capitalismo llega a Chile

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«La alicaída industria de los taxis, por décadas protegida por gobiernos y aislada de los avances tecnológicos, está bajo seria amenaza de desaparecer. ¿Te imaginas si fueras panadero y el gobierno prohibiera absolutamente la entrada de cualquier panadería al mercado? Sería tremendamente injusto para los demás, pero beneficioso para ti. Podrías cobrar mucho más y no tendrías que preocuparte por hacer buen pan. Bueno, eso es lo que han logrado los taxistas en Chile desde hace varios años».


Año 1996: una joven de 15 años fanática de Pearl Jam quiere escuchar una de sus canciones favoritas, que viene en el nuevo álbum. No le alcanza la mesada para comprar el disco, por lo que la única opción que le queda es rezar para que en la radio toquen la canción justo en el momento en que ella esté escuchando o encontrar algún amigo que le preste el álbum en donde viene esa canción. Por el momento, debe contentarse con tararearla.

Año 2016: una joven de 15 años fanática de Lady Gaga quiere escuchar una de sus canciones favoritas. Se mete a YouTube desde su celular y… la escucha.

¿Alguien en su sano juicio podría decir que la situación de la joven de 1996 es mejor que la de la joven de hoy? Por supuesto que no. Las facilidades que existen hoy para escuchar música en cualquier momento y lugar eran inimaginables hace 20 años. Es bueno preguntarnos, entonces, ¿qué pasó entremedio? Nada de esto habría sido posible sin que en 1999 un grupo de jóvenes norteamericanos hubiera creado un innovador software que permitía “descargar desde internet” (concepto hasta ese entonces muy raro) todas las canciones que quisieras y almacenarlas en tu computador personal… Todo bien, ¿no? Por supuesto que no. La poderosa industria discográfica lanzó todo el peso de su dinero y poder contra el software, intentando impedir cualquier cambio en la industria.

A través de lobby con el gobierno, demandas de todo tipo, publicidad e incluso el apoyo de los mismos artistas, lo lograron, y Napster se declaró en quiebra en el año 2002, para pesar de millones de usuarios. Las compañías discográficas respiraron por un tiempo, pero se había abierto una brecha, se había inventado un mejor producto que la tradicional “venta de discos”. Aunque las descargas gratuitas no eran la mejor solución, pues por supuesto había que obtener la venia de los artistas a través de un pago, sí abrían la puerta a otros actores relacionados con internet que amenazaban a la tradicional industria. Uno tras otro, programas que empezaban a cobrar pequeños montos y así pagaban a los artistas fueron surgiendo. La diferencia entre lo que ofrecían las viejas compañías y los nuevos servicios era abismal para el usuario. Después de innumerables batallas, demandas e iteraciones, hoy en día podemos disfrutar de servicios de streaming de primer nivel como la genial Spotify o iTunes, muy superiores a los viejos CD. Era necesario e inevitable que los antiguos servicios musicales se destruyeran para que nacieran los nuevos.

Este concepto en economía se conoce como “destrucción creativa”, y fue popularizado por Joseph Schumpeter en 1942, en donde afirmaba que el proceso de innovación en una sociedad necesariamente implica la destrucción de viejas empresas, productos y modelos de negocio. Cualquier intento por sostener viejas y pesadas compañías es ir en contra de lo nuevo, de lo innovador, es rechazar el progreso. Schumpeter incluso afirmó que “la destrucción creativa es el hecho esencial del capitalismo”. Por supuesto, los dueños de viejas empresas van a usar todos sus recursos para impedir ser removidos de la posición ventajosa que antes ostentaban, buscando ayuda del único que los puede proteger: el Estado. Ejemplos en la historia sobran: la destrucción del negocio de carruajes y caballos frente al surgimiento del automóvil, el desuso de los trenes y barcos como transporte masivo en pos de los aviones, el declive del correo físico debido al E-mail, la extinción de las cámaras fotográficas básicas frente a las de los smartphones o la desaparición de la renta de VHS (Blockbusters) debido al internet.

Esta historia de viejas compañías oponiéndose a lo nuevo… ¿suena conocida? Hoy en día se vive en Chile y el mundo un ejemplo de libro de “destrucción creativa”. La alicaída industria de los taxis, por décadas protegida por gobiernos y aislada de los avances tecnológicos, está bajo seria amenaza de desaparecer. ¿Te imaginas si fueras panadero y el gobierno prohibiera absolutamente la entrada de cualquier panadería al mercado? Sería tremendamente injusto para los demás, pero beneficioso para ti. Podrías cobrar mucho más y no tendrías que preocuparte por hacer buen pan. Bueno, eso es lo que han logrado los taxistas en Chile desde hace varios años: aliarse con el gobierno de turno para prohibir la entrada de nuevos taxis, generando un verdadero monopolio, en donde los perjudicados somos los usuarios. ¿La excusa? “Proteger el medioambiente y descongestionar la ciudad”. Nos ven la cara.

Este escenario provoca que los taxis no tengan ningún incentivo a mejorar. Pero esta industria se enfrenta por fin al desarrollo: la novedosa aplicación Uber, que permite entregar a sus usuarios un servicio muchísimo mejor que el de los taxistas tradicionales. Respeto, puntualidad, higiene, aire acondicionado, seguridad y hasta precio son las ventajas de un Uber contra un taxi tradicional. La gente reconoce esto y lo prefiere, tal y como lo hicieron con todos los productos novedosos arriba mencionados. ¿Cuál es la respuesta de los taxistas? Podrían intentar mejorar el servicio y competir en calidad pero… no. Corren a los brazos de su gran aliado de siempre, el Estado, para que prohíba un servicio, simplemente porque es mejor. Como muestra la historia, no van a poder aguantar por mucho tiempo.

Sería bueno saber si los parlamentarios y funcionarios de gobierno a favor de proteger a los taxistas también están a favor de volver a las carretas, de volver a viajar en tren, de volver a enviar cartas físicas, de volver a “mandar el rollo a revelar” o de prohibir Netflix. Están en su derecho a querer todo eso. Simplemente no nos obliguen a todos.

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