Es necesario poner en evidencia que, dentro del pensamiento predominante de la izquierda tradicional chilena, del que parece no escapar en estos ámbitos el Frente Amplio, sigue siendo considerado este “extractivismo estatal” a través de una soñada nacionalización, como una solución mágica sin mayor cuestionamiento sobre la devastadora realidad que viven nuestros ecosistemas y miles de ciudadanos a lo largo y ancho de Chile que habitan en aquellos lugares donde se ubican estos proyectos.
Una apuesta central del Frente Amplio como nuevo conglomerado sociopolítico es enfocarse desde una perspectiva territorial para enfrentar las múltiples problemáticas sociales y ambientales que actualmente atraviesan al país, en especial contemplando las complejidades de las desigualdades que existen en el “Chile local” y sus territorios.
Ello implica necesariamente pensar, generar acciones y estrategias para un Chile más justo, sustentable, democrático y diverso, tomando como prioridad las desigualdades socioterritoriales múltiples que afectan a las comunidades locales donde la extracción y despojo de los mismos por parte de megaproyectos extractivistas (mineros, forestales, agroindustriales, salmoneros, entre otros) constituye una de las problemáticas vitales, donde están implicados mayoritariamente capitales transnacionales, pero también el Estado a través de proyectos liderados por empresas como Codelco o Enap.
Es necesario poner en evidencia que, dentro del pensamiento predominante de la izquierda tradicional chilena, del que parece no escapar en estos ámbitos el Frente Amplio, sigue siendo considerado este “extractivismo estatal” a través de una soñada nacionalización, como una solución mágica sin mayor cuestionamiento sobre la devastadora realidad que viven nuestros ecosistemas y miles de ciudadanos a lo largo y ancho de Chile que habitan en aquellos lugares donde se ubican estos proyectos.
Esto último, a cambio de sumar recursos a las arcas fiscales, cuando, en los territorios donde se emplazan los proyectos estatales, se observan –al igual que en aquellas iniciativas lideradas por grupos transnacionales privados– profundos impactos en los tejidos sociales locales y en los ecosistemas que dan vida a estas comunidades. Un asunto muy evidente, por ejemplo, en el sector minero, donde Codelco ha devastado territorios como Puchuncaví, Calama, o el grave daño ambiental de los relaves de la división El Teniente en la cuenca del río y lago Rapel, o la contaminación causada por Enap en Hualpén, en Concón o en la bahía de Quintero, provocando una verdadera catástrofe social y ambiental en dichas localidades.
Esta fórmula nos coloca en una doble trampa. Por un lado, se busca –con legitimidad, dirán algunos– disminuir las desigualdades y redistribuir la riqueza con el control estatal de la explotación de recursos naturales (o mejor dicho, bienes comunes naturales, otro debate necesario dentro del conglomerado) por medio de la nacionalización, sin mayor reflexión crítica sobre sus implicancias socioterritoriales, lo que implica la continuidad del extractivismo o de un neoextractivismo estatal y/o progresista. Mientras, por otro lado, se continúa condenando al país a continuar reproduciendo un modelo que sigue sacrificando territorios y sus respectivas comunidades a través de la extracción de commodities, sin valor agregado, y con una profunda huella social y ecológica que no se incorpora dentro de los balances sobre costo/beneficio de dichos proyectos, y que terminan asumiendo las comunidades locales.
Dentro del Frente Amplio existe una discusión ambiental y socioterritorial importante, pero que aún carece de una visión ontológica y estratégica clara que –dentro de la diversidad de enfoques, corrientes y experiencias existentes en América Latina– permita visibilizar con mayor nitidez el horizonte de nuestra postura colectiva frente a los conflictos socioambientales y, por lo mismo, otorgarle mayor coherencia en sus acciones y expresiones en estas problemáticas. Cayendo incluso en profundas contradicciones –a modo de ejemplo– cuando se critica, por un lado, el continuo surgimiento de conflictos socioterritoriales causados por empresas estatales o con la venia pública, en zonas de sacrificio como Puchuncaví-Quintero, Tocopilla, Tiltil o el rechazo a minera Dominga en La Higuera, pero que, no obstante, para plantearse frente a la problemática por los estragos de la minería del litio en los salares del altiplano chileno, la preocupación predominante en la mayor parte del conglomerado se reduce a usurpar a la empresa SQM los permisos para explotar y a la “nacionalización del litio” para pasar a ser extraído por el Estado, con un mayor grado de industrialización y transferencia tecnológica.
Ello sin contemplar, con la importancia que urge, las realidades de los territorios atacameños que están quedándose sin agua, donde tiene una importante responsabilidad la extracción de este mineral desde el Salar de Atacama. Zona en que SQM y Albemarle gastan, por evaporación y consumo de planta, más de 200 millones diarios de litros de agua dulce y salada (salmuera), el acaparamiento de agua potable de SQM a la comunidad de Toconao, la disminución de las aguas lacustres del territorio y el detrimento de la flora y fauna local, situaciones que generan constantes reclamos de las comunidades atacameñas y los demás habitantes de la cuenca del salar, sin dejar de mencionar que además en este territorio se ubica uno de los más importantes polos turísticos de Chile, como es San Pedro de Atacama.
La nacionalización de la extracción actual de litio –contemplando que la propiedad del mineral la tiene el Estado de acuerdo al D.L. Nº 2886 de 1979– se puede entender solamente como uno de tantos pasos necesarios que dar para un proceso de cambio respecto al actual modelo de desarrollo primario-exportador, mas no como un único horizonte, debido a que se adolece de una ausencia de preocupación mayor sobre los graves impactos socioterritoriales que ha generado –por ejemplo– esta minería en los salares y, por ende, continuando con una política neoextractivista, ahora bajo una hipotética administración estatal-progresista.
Situación de la que no han estado exentos los gobiernos progresistas latinoamericanos (ver columna “Extractivismo o subdesarrollo: el falso dilema de los gobiernos progresistas en América Latina”), pero de la que el Frente Amplio, como tercera fuerza sociopolítica del país y con gran proyección de crecimiento, debe trabajar en profundidad, deconstruyendo los viejos paradigmas sobre modelos de desarrollo insustentables, que persistentemente se escudan en definiciones limitadamente economicistas para el combate contra el subdesarrollo, la pobreza y las desigualdades, pero a costa de los ecosistemas, sus habitantes y territorialidades. De esta manera se termina generando un insalvable círculo vicioso que sacrifica las posibilidades para estimular economías locales más sustentables en sintonía hacia el Buen Vivir, y perpetuando la devastación social y ambiental del Chile local.
Bárbara Jerez Henríquez y Ricardo Bustamante