Pareciera que rápidamente la amenaza del coronavirus se esta transformando en una amenaza económica de proporciones no vistas en Chile desde la crisis bancaria de los 80. Esta crisis económica autoinducida –producto de los cierres del comercio, las cuarentenas y el distanciamiento social– se está exacerbando y alcanzando ribetes amenazantes, empero el país todavía no termina de superar el peak de su primera onda de contagiados. La situación económica, producto del coronavirus, es ya compleja en sí misma, pero es necesario reconocer que para Chile resulta aún peor, debido a que arrastramos una contracción económica significativa producto de la ola de violencia y saqueos que se vivieron desde octubre del 2019.
La destrucción y la violencia que el país experimentó en los últimos 6 meses causó una contracción económica tal, que dejó al mercado laboral en una condición de marcada vulnerabilidad mucho antes de la llegada del coronavirus. Producto del así llamado estallido social, miles de personas perdieron sus empleos y otras tantas sus pequeños negocios, haciendo que muchos ciudadanos cayeran en la informalidad, la precariedad y en el comercio ambulante para sustentar a sus familias –cualquiera que haya pasado por el centro de Santiago durante diciembre podía haber constatado esta triste realidad laboral: desde el 19 de octubre del 2019 al 28 de febrero del 2020, se produjeron 374 mil despidos por necesidades de la empresa–.
Gran parte de aquellas desvinculaciones se tradujeron en una mayor precariedad del mercado laboral y un aumento de la informalidad, haciendo que los ocupados informales pasaran desde los 2,4 millones de julio-septiembre del 2019, hasta casi los 2,7 millones a términos de ese año.
Con todo, y gracias al estallido social, el desempleo llegó al 8,2% durante el primer trimestre del 2020, anotando un alza de un punto porcentual respecto al mismo periodo del 2019. Mas aún, y según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), esta cifra es la más alta registrada desde el trimestre junio-agosto del 2010. Es decir, que ya en marzo –cuando el shock económico del coronavirus todavía no aparecía– el país ya poseía las tasas de desempleo más altas de la última década. Los desocupados ya han superado las 800 mil personas y todo indica que con el shock pandémico esta cifra continuará aumentando, a medida que las empresas continúen desvinculando trabajadores o caigan en la quiebra durante los próximos meses.
Economistas de todos los sectores proyectan que el desempleo volverá a tasas de los dos dígitos (12-18% aproximadamente), algo nunca visto en Chile desde hace una década. Entre diciembre y febrero se experimentó una masiva salida de personas del mercado laboral: las personas inactivas totalizaron 1,24 millones, prácticamente el doble de inactivos de los que había a mitad del 2019.
Es importante reconocer que las cifras mencionadas son solo hasta marzo del 2020, por lo que ni siquiera alcanzan a reflejar el efecto de la pandemia en el mercado laboral. Pero todo lo anterior lamentablemente nos sugiere que ya desde febrero-marzo, el contexto microeconómico y del mercado laboral está en una posición extremadamente precaria para hacerle frente a la recesión pandémica que se avecina y que será la más severa desde 1983. Peor aún, en el caso de que la violencia volviese, existe la posibilidad de que esta segunda ola social pospandémica impida y coarte la recuperación económica del país, generando un efecto negativo adicional en el mercado laboral y truncando todas las políticas públicas hechas recientemente para sostener y mitigar los daños en este contexto.
Así, es de esperarse que la desocupación sobrepase el 10% durante los próximos meses y es posible que se sitúe incluso entre un 12-15% durante la segunda mitad del año, para quedarse en aquellos niveles en espera de una posible recuperación económica. Frente a este nuevo virus del desempleo y la precariedad –que llegará casi simultáneamente con el plebiscito constitucional y en un contexto político radicalmente polarizado– es probable que algunos grupos extremos retomen sus actividades desestabilizadoras, buscando tensionar aún más la situación del país. Un escenario local virulento de este tipo durante el segundo semestre sería una conmoción que podría hundir las esperanzas de una recuperación económica y de progreso para el mediano y largo plazo.
Ante esta realidad, el gobierno ha lanzado un razonable paquete de medidas económicas de preservación del empleo y de bonos para distintos sectores del mercado laboral, con el objetivo de poder amortiguar los efectos inmediatos y de corto plazo.
Si bien el plan de emergencia laboral apunta en la dirección correcta, sus resultados son meramente de corto plazo y paliativos. Existe la concreta posibilidad de que, dada la realidad de nuestro mercado laboral lleno de lagunas y fricciones, muchas de aquellas personas que caigan en desocupación hoy no podrán volver al mercado laboral formal, y que permanezcan en la informalidad y en la precariedad por un tiempo considerable y con todos los efectos negativos que esto conlleva: menores ingresos que se arrastran por décadas, lagunas en las cotizaciones previsionales, peores jubilaciones, peor calidad de vida y de salud, etc.
Dada la realidad de nuestro fragmentado e ineficiente mercado laboral, es muy probable que aquellas altas cifras de desempleo se transformen de transitorias a permanentes, exacerbado la informalidad y la precariedad ya existente, transformándolo no solo en una nueva realidad laboral problemática, sino también en un verdadero problema social-nacional de máxima urgencia, del cual resultará difícil salir si no aunamos fuerzas políticas y económicas para hacerle frente.
Al prescindir de los bonos y del buenismo de la clase política, solo el crecimiento económico bajo un contexto de no violencia –junto con una discusión racional y tolerante referente a una correcta modernización de la legislación laboral vigente– permitirán reconducir esta preocupante tendencia del mercado laboral nacional. Es de esperar que tanto los sectores políticos recuperen el dialogo racional en búsqueda de disminuir las rigideces e ineficiencias de las relaciones laborales, como también la sociedad civil recupere aquellos diálogos necesarios para restablecer la paz y el orden social. Solo así podremos estar a la altura de semejante desafío social y de poder erradicar el virus más difícil e importante de todos: el virus del desempleo y la precariedad.