Leonardo Mena Coronel, Director Ejecutivo Regulación y Gestión Consultores
En un mercado pequeño como el chileno, es común ver como las industrias se concentran para alcanzar mayores niveles de competitividad pues compiten globalmente por mercados e inversionistas, y en ese proceso la escala es relevante. Este fenómeno les entrega poder en el mercado local y por ello se hace necesario el diseño y aplicación de regulaciones especiales que eviten el abuso respecto de sus clientes, proveedores y competidores de menor tamaño. Sin embargo, el diseño regulatorio no resulta sencillo y muchas veces su aplicación se hace inconsistente y hasta contradictoria.
Resulta difícil de comprender cómo en la ahora cuestionada industria de administración de fondos previsionales, donde la competencia no abunda, la autoridad en vez de potenciar el desarrollo de nuevas empresas con servicios para los usuarios, se resista y busque desincentivar con gran despliegue comunicacional una nueva oferta.
Estos hechos evidencian que el Estado no siempre es amigo de los nuevos negocios. En efecto, la generación de nuevos servicios en sectores regulados enfrenta dificultades adicionales a las de cualquier emprendimiento porque, inevitablemente, lo primero que intentará la autoridad será restringir y/o uniformar su oferta con el resto del mercado.
Este comportamiento de la autoridad no es antojadizo ni exclusivo del regulador previsional:
En una economía dinámica, la competencia es sólo otro nombre para innovación y emprendimiento. Nuevas tecnologías y modelos de negocios desafían a la industria tradicional y éstos a su vez responden, o se adelantan, con nuevas propuesta de valor atractivas para los clientes.
Uno de los principales mecanismos para que este fenómeno ocurra es la disrupción, concepto acuñado por el profesor Christensen de Harvard. Él observó en diversas industrias cómo irrumpen nuevos competidores, generalmente armados de nuevas tecnologías, quienes terminan por desplazar a las empresas dominantes. Efectivamente, las que hoy conocemos como industrias tradicionales, en su mayoría, en sus inicios o en algún momento, provino de actores y propuestas de valor marginales que luego se masificaron.
Teniendo generalmente a una nueva tecnología como habilitador del proceso, una compañía crea un nuevo producto o servicio, pero debido a su inmadurez y baja escala inicial, este no es capaz de emular los aspectos de calidad o prestaciones de las soluciones más comunes. Ejemplos hay muchos, basta con recordar los primeros automóviles coreanos y sus deficiencias en calidad, o las manchas de las primeras fotocopiadoras de oficina, o la intermitencia de la comunicación telefónica de larga distancia vía Skype u otro servicio sobre Internet.
En esta condición inicial de inmadurez, la nueva compañía sólo es capaz de ofrecer servicios competitivos de manera marginal entre aquellos clientes excluidos de acceder a éstas por ingreso, localización u otras razones o aquellos que con las ofertas existentes en el mercado se ven obligados a pagar por atributos que no valoran. Luego, cuando la tecnología y/o el modelo de negocio van madurando, esta oferta se masifica y desplaza a los servicios tradicionales, en un proceso generalmente democratizador del acceso a los bienes y/o servicios de los que se trate.
Ante un competidor que busca la disrupción, la empresa tradicional reacciona agregando nuevos atributos a los existentes, muchos de ellos provenientes de necesidades declaradas por clientes sofisticados o exigentes. Las compañías tradicionales compiten entre sí proveyendo nuevos atributos, defendiendo con ello los segmentos de clientes más rentables mientras se retiran de aquellos atacados por competidores disruptivos.
Ejemplo paradigmático es el de la telefonía móvil. El que partió como un lujo y sólo para pocos clientes, cambió luego su modelo de negocios al prepago. Esta estrategia supuso que algunos clientes estaban dispuestos a tolerar algunas interrupciones y mayor ruido que en las líneas fijas, así como un precio mayor por comunicación con tal de controlar su gasto o no tener que pagar una cuenta fija todos los meses.
Así el servicio telefónico móvil desplazó a la telefonía fija, obligando a las compañías tradicionales a enfocarse en el segmento empresas, dispuestas a pagar por una mayor calidad de telefonía, y hogares de ingreso medio-alto, con mayor valoración de la velocidad de acceso a Internet. Lo anterior, mientras los modelos de negocios asociados a la banda ancha móvil de 3ª y, recientemente, de 4ª generación buscan desplazar nuevamente dicha oferta hacia servicios y segmentos más exclusivos.
En el caso de las AFP, la regulación ha creado grandes conglomerados encargados de gestionar el ahorro previsional de los trabajadores. Estos disponen de personal especializado, modelos matemáticos, directores acreditados, políticas de gestión de riesgo, capitales mínimos y otros orientados a asegurar la estabilidad sistémica y lograr rentabilidades adecuadas para el agregado de los fondos.
Una oferta que empodere al trabajador con información y otros instrumentos para buscar su rentabilidad individual sin estar amarrado a un grupo mayor con quienes compartir un portafolio de inversión o sin tener que replicar por completo las capacidades de análisis financiero, tendrá potencial disruptivo. Esta se refleja también en la tolerancia de un grupo importante de usuarios a los ripios de calidad que tenga la solución, como un número reducido de instrumentos de inversión (cinco fondos por ejemplo), un plazo artificialmente fijado por norma para el cambio entre fondos (cuando la administradora puede invertir o desinvertir entre los instrumentos financieros en forma casi instantánea), o incluso el descrédito de las nuevas compañías de servicios por parte de la autoridad.
Ahora bien, la experimentación es la esencia de la disrupción. En un mercado sano son muchos los negocios que parten en forma marginal buscando la disrupción. Muchos de ellos van a fallar antes de masificarse, pero algunos tendrán éxito y “democratizarán” el acceso a bienes y servicios para la población. La velocidad del cambio tecnológico es uno de los motores de estos procesos.
En industrias como los servicios públicos (sanitarias, electricidad, telecomunicaciones, etc.) y la provisión de bienes públicos como educación y salud, la interacción entre las compañías tradicionales y nuevos competidores disruptivos se encuentra fuertemente condicionada por la actuación del Estado. Este juega un rol regulador del mercado, introduciendo permanentemente nuevas obligaciones y condiciones, operacionales y/o comerciales, que complejizan la oferta de las compañías. Estas obligaciones se realizan invocando la defensa de objetivos tan relevantes como la protección de los usuarios, la calidad del suministro de los servicios o la estabilidad del sistema.
Para asegurar la "factibilidad" técnica y operacional de las nuevas obligaciones, es común que el regulador las discuta con la industria tradicional. Este proceso permite un mejor alineamiento con los modelos de negocios imperantes, arribando con ello a nuevos estándares de mercado. Pueden verse como ejemplos la incorporación de patologías AUGE por parte de las Isapre —que ha derivado en un alza significativa de sus utilidades— o las obligaciones de capacidad de mensajería de texto (SMS), producto de la experiencia del terremoto de 2010, impuestas a los operadores de telecomunicaciones
Las oportunidades y el potencial de mayor bienestar para los chilenos son muchas. No obstante, los eventuales competidores disruptivos enfrentan grandes dificultades producto del compromiso del Estado con las restricciones que él mismo ha impulsado, muchas veces, con la colaboración de la industria tradicional. Este fuerza a las nuevas compañías a parecerse a las tradicionales y con ello a la pérdida de su impulso competitivo dado que la disrupción tiene que ver con la forma de hacer negocios más que con la tecnología empleada.
A mayor abundamiento, una misma tecnología puede ser empleada en forma disruptiva o para defender la forma tradicional de hacer las cosas. Ejemplos: la existencia de servicios de voz sobre Internet y telefonía IP, basadas ambas en las mismas tecnologías pero disruptiva una y defensiva la otra; el uso de herramientas de e-learning en educación puede desplazar la oferta tradicional o reforzarla. El accionar público no es neutral en este proceso.
Esta suerte de trampa, en que caen los reguladores en la defensa de nobles objetivos, ocurre muchas veces a pesar de la voluntad de las personas que integran los equipos técnicos del Estado, pues para que sus acciones no inhiban por completo estas nuevas ofertas deben establecer excepciones de alto costo político para la autoridad. Tampoco los órganos de defensa de la libre competencia serán de ayuda porque no disponen de herramientas adecuadas para ponderar el potencial de las ofertas marginales, muchas de ellas provenientes de actores distintos a los tradicionales —a veces sólo es posible especular. En último término, en industrias reguladas la autoridad tiene vocación para controlar y no contribuir a “incubar” nuevos negocios y empresas. Esto requeriría herramientas que permitan la permanente entrada y salida de actores “experimentales” con y un rol proactivo por parte del Estado en el uso de su control sobre facilidades esenciales para la conformación de nuevas ofertas.
En telecomunicaciones resulta particularmente ilustrativo el uso que la autoridad ha dado a las licencias experimentales que contempla la normativa. Estas no han permitido incubar compañías ni servicios relevantes desde su introducción a principios de los 90. Para muestra un botón, en el caso de la televisión digital, en los hechos, se ha otorgado este tipo de licencias a la industria tradicional para que emita, en la nueva tecnología, la misma programación de su señal principal. En el sector eléctrico la situación no es muy distinta, pues brillan por su ausencia las facilidades para negocios experimentales y, por el contrario, las iniciativas en energías renovables no convencionales mueren en el intento con los trámites y garantías que deben cubrir para contar con los permisos y autorizaciones habilitantes y medios de transmisión que les conecten a alguno de los sistemas interconectados.
Como se aprecia en los párrafos anteriores, en un contexto donde la comunidad demanda cada vez más regulaciones sobre la industria tradicional, el Estado tendrá dificultades para permitir que emerjan modelos de negocios disruptivos y deberá, al menos, considerar bajo este prisma los cambios normativos que introduzca. En particular, se requiere la incorporación de mecanismos que favorezcan la entrada y salida de actores con modelos de negocios experimentales. Para lograr aquello, liberación de espacios y/o, al menos, licencias experimentales, así como el establecimiento de normas que apunten más al resultado que a la “forma” de alcanzarlos serán centrales.
Finalmente, la autonomía del poder político por parte de los reguladores sectoriales, tan efectiva para prevenir la captura respecto de aquel, no previene la emergencia del fenómeno descrito y, por el contrario, puede acentuar estas conductas y el rol de filtro "antidisrupción" del regulador. Cabe preguntarse si sería mejor que los reguladores sectoriales pasen a depender de una entidad transversal que internalice los efectos de sus actos en el bienestar general. Esto ya ocurre en algunos países de la OCDE que han avanzado hacia reguladores multisectoriales.
La generación de nuevos servicios en sectores regulados enfrenta dificultades adicionales a las de cualquier emprendimiento porque, inevitablemente, lo primero que intentará la autoridad será restringir y/o uniformar su oferta con el resto del mercado.