Nuevamente nos hemos enterado, por un único medio de prensa, de la reanudación del trámite del decreto que favorece la repactación unilateral de contratos en la industria financiera, según el cual el ministro de Economía espera tener operativo este reglamento antes del 20 de diciembre.
Lo que habría cambiado entre el proyecto actual y el presentado en octubre es que, en caso de rechazo por el consumidor a las alzas y los nuevos términos contractuales propuestos por el proveedor, este último tendrá la facultad de terminar el contrato en dos meses (y no de inmediato, como planteaba el proyecto anterior). Es decir, se suavizan las condiciones de la imposición del término del contrato a los consumidores refractarios al cambio unilateral, pero sigue siendo una imposición unilateral. Y ello sí tiene alternativas.
El contrato de adhesión indefinido y sus características, son una creación de las empresas proveedoras de servicios financieros. Es una manera de masificar el crédito y de capturar en una estructura segura, una cuota importante del mercado. Durante mucho tiempo estos contratos funcionaron protegidos por reglamentos administrativos que le entregaron a la industria una falsa seguridad en sus modos de operación. En opinión de la Corte Suprema ni esos contratos, ni los visados de la autoridad, ni sus modificaciones se ajustaban a la ley. La búsqueda de la máxima cantidad manejada a la mayor velocidad, en un horizonte infinito de tiempo de los contratos, constituyó una trampa diseñada para los consumidores y que actualmente, por la reversibilidad de la justicia, tiene atrapados a sus creadores. Ha bastado que la justicia insista en el respeto a la reciprocidad en los contratos, para que la industria financiera se encuentre ella enredada en las condiciones que impuso a sus clientes.
De todas las alegaciones de los representantes de la industria, por ejemplo, “que las condiciones del mercado cambian y los contratos deberían ser flexibles”, si tan sólo una de ellas resistiera la prueba de la reciprocidad, las cosas serían distintas. Si ante los cambios del mercado, la banca se abriera a modificaciones de contrato por parte de sus clientes –además de pedirlos para sí misma–, no estaríamos ante una argumentación indecorosa.
La displicencia de la Banca como alguien que no tiene más interlocutor que su sombra
Es difícil distinguir si el enojo de la banca proviene de una merma en sus utilidades, del “cambio en las reglas del juego” o del cambio cultural que enfrenta nuestra sociedad y que algunos se niegan a reconocer. Lo que se ve de afuera, es que la ley no ha cambiado, sino tan sólo se hizo exigible y, finalmente, entregó alguna protección a los consumidores. Por otro lado, no se ve una caída en las utilidades de la banca. En los últimos diez meses, el sistema tuvo utilidades por 2.950 millones de dólares, 8,74% mayores que en el mismo período del año pasado. Han aumentado los márgenes por intereses en 9.94% y han disminuido las provisiones por riesgo de créditos. Estas cifras no apoyan los argumentos de los prestadores financieros en el sentido de que el freno a las alzas unilaterales de las comisiones estaría afectando el negocio. A pesar de lo que se dice, las cifras de la SBIF dejan claro que la Banca ha sido perfectamente capaz de rentabilizar sus servicios con eficiencia y sin necesidad de apoyarse dramáticamente en el negocio comisionista.
Pareciera, más bien, que lo que se expresa es una molestia por el hecho de encontrarse ante contrapesos legales y sociales que antes habían sido ignorados.
La pregunta es si en el modelo empresarial al que aspira la banca en Chile no hay que separar el negocio bancario de su discurso jurídico y cultural. La falta de voluntad, de transparencia y de diálogo arroja una sombra de sospecha sobre toda esta polémica que, en el colmo del diálogo social, sigue siendo unilateral.
Y la unilateralidad es todo lo que está en cuestión. En ella se juega el contenido de lo que se acepta cuando se contrata. Razonablemente, nadie va a "consentir" en una pérdida, salvo que se le ofrezcan compensaciones interesantes. Del mismo modo, podemos suponer mala fe cuando se le pide a alguien que acepte condiciones peores que las que contrató originalmente; que acepte con rapidez y sin diálogo posible o arriesgue quedarse sin servicio. Qué puede haber ahí, oculto en la velocidad, sino el riesgo de un engaño.
Las alternativas que tiene el sistema desmienten categóricamente el chantaje de “mi razón o el caos”. Hay dos maneras de reformar los contratos; una decente y otra "que no se atreve a decir su nombre". Una que busca imponer unilateralmente una pérdida unilateral al cliente y en la que, sin duda, hay matices. Está la manera que busca sorprender al cliente o forzarlo mediante amenazas y está la opción escrita, que al menos da tiempo de reflexión y estudio de opciones en el mercado o ante la justicia. Pero lo único decente parece ser ofrecer una compensación al cliente y restablecer el equilibrio en los contratos
Es preciso dejar en claro, en la partida, que en este debate está involucrada la propiedad sobre los servicios adquiridos a través del contrato. Nada se puede alterar sin consentimiento del cliente. Si se le quiere privar de un servicio que adquirió en buena ley y que por lo tanto le pertenece, si se le va a despojar de la estabilidad indefinida (que se le ofreció y se le vendió), se le debe persuadir, ofreciéndole una bonificación, una rebaja de tasas o cualquier otro producto que la amplísima imaginación bancaria pueda inventar. Esto no es distinto que el pasaje aéreo que la compañía sobrevendió y que, llegado el momento, para cambiarme de vuelo, va a tener que compensarme.
Aun así, el cliente debe tener el derecho de negarse y el banco está obligado a respetar el rechazo. Podrá haber nuevas negociaciones entre el proveedor y el cliente, pero siempre sobre la base del respeto a la ley, a los compromisos asumidos y a las personas. Una vez que se haya comprendido la inaceptabilidad de la imposición unilateral, podremos sentarnos a conversar sobre los medios tecnológicos adecuados para la manifestación del consentimiento. A la autoridad, por su parte, le corresponde velar para que los derechos de los consumidores no sean pasados a llevar y para que exista en el mercado una dotación razonable de productos accesibles y competitivos.
Es importante establecer para la banca las mismas condiciones de responsabilidad respecto a sus productos que para cualquier otra industria. Si un proveedor se equivoca en la oferta de un producto debe asumir los costos de su error. ¿Por qué sería distinta la situación de un crédito, un seguro, un automóvil o un servicio básico?
Es importante que la Asociación de Bancos se abra a explorar formas no unilaterales de relación con sus clientes y a conversarlas con las Asociaciones de Consumidores.
Fernando Balcells Daniels
Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano