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Por nuestro propio bien: recuerdos del cura acusado de abusos sexuales del Opus Dei Opinión

Por nuestro propio bien: recuerdos del cura acusado de abusos sexuales del Opus Dei

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Me cuesta creer que hace no tantos años, hubiera un lugar donde nadie mirara con extrañeza el afán de indagar en áreas tan íntimas de la vida de un adolescente, sin siquiera cuestionarse las razones de fondo que pudieran existir para ello. Por otro lado, esas “tutorías involuntarias” solo podían darse dentro de una esquema de relaciones asimétricas de poder, donde la posibilidad de decir “no” por parte del invitado era casi inexistente, convirtiéndola, en la práctica, en una coacción. En otras palabras, un uso abusivo de poder, completamente normalizado.


Pasé buena parte de mi infancia y adolescencia en el mismo colegio donde Patricio Astorquiza (el sacerdote del Opus Dei recientemente acusado de abusos) ejercía sus funciones ministeriales.

Se destacaba por sobre los demás sacerdotes por su alta dedicación al colegio, su figura espigada y atlética (corría alrededor del colegio varias veces a la semana, siempre más de una hora, y a muy buen tranco), y por el rumor de ser un hombre preparado en finanzas (se decía que era economista).

Pero lejos, su conducta más llamativa era la de buscar comida en los basureros… y comerla.

Se decía que había adquirido ese hábito en sus años de misionero en África, y que era un ejemplo de renuncia, sacrificio y austeridad. Algo que debíamos valorar. Sin embargo, para la mayoría de nosotros, simplemente comía basura.

En un colegio de hombres, ello le significó más de alguna broma pesada. Como por ejemplo cuando dejamos cuidadosamente una mohosa marraqueta con mermelada laxante dentro del basurero, y nos dispusimos a observar desde lejos el inevitable resultado de la tentación…. el cura no alcanzó a llegar al oratorio, pero logró refugiarse en el baño de la enseñanza media, hasta donde lo seguimos.

[cita tipo=»destaque»]En los recreos que siguieron, alumnos de distintos cursos se acercaron para preguntarme discretamente “si era verdad lo que había hecho”. Pero ese buen clima fue pasando, y en las semanas venideras más de algún profesor me pidió reflexionar sobre mi actitud para con la autoridad, mi negativa a recibir la formación que se me ofrecía e incluso a pensar en dejar mi cupo en el colegio a otra persona que sí lo valorara. Estas invitaciones fueron incluso más perturbadoras que las conversaciones y caminatas a las que me había resistido.[/cita]

A pesar de que sabíamos perfectamente quién era (asomaban de la caseta sus inconfundibles zapatos lustrados talla 44), nos burlábamos de su sonajera como nos hubiéramos burlado de cualquier compañero en esas circunstancias. O incluso, un poco más. “Muñoz, déjale a tus hermanos alguna ciruela, ándate para la casa”.

El cura, estoico, guardaba silencio.

Hasta que comenzó el rumor de las denuncias, nunca escuché historias explícitamente sexuales sobre él u otros religiosos del colegio. Aunque sí recordé varias formas de “ayuda y acompañamiento espiritual”, bastante habituales en aquellos patios, que difícilmente hoy serían bien consideradas.

Para ilustrarlo, contaré una pequeña historia personal que en ningún caso pretende ser ni la única, ni la más especial. Simplemente un ejemplo de cosas que sucedían, y que eran parte de la educación que me tocó vivir.

Era común que don Patricio interrumpiera las clases y pidiera a algún alumno, para llevarlo a dar unas vueltas y hacerle “acompañamiento espiritual”. Muchas veces ese alumno fui yo.

Al comienzo, el solo hecho de ser “elegido”, a los 12 o 13 años, era un pequeño “triunfo” en el ambiente de la clase, que se recibía con buen ánimo, pues permitía capear con protección oficial, así como comenzar antes el recreo (en eso, el cura solía ser muy generoso).

Las vueltas eran largas y podían extenderse por más de una hora. De pronto, algo pasó, en el caso mío, que comenzaron a volverse más frecuentes y también más largas, alcanzando un límite que comenzó a molestarme: abarcaban a veces incluso parte del recreo.

La dinámica era siempre similar: comenzaba con explicaciones sobre la santidad, la vida eterna o algún otro tema teológico, seguía con elogios personales y con llamados a aprovechar los talentos, para pasar luego a muestras de preocupación que derivaban rápidamente en el gran obstáculo: “la pureza”. Es decir, la sexualidad.

Como no estaba acostumbrado a hablar de esas materias con adultos, y menos con desconocidos (en ese entonces no incorporaba en mi análisis que el interlocutor era soltero, célibe y casi 40 años mayor), siempre me cerré en bloque a responder, envuelto en un sentimiento de pudor, vergüenza e incluso miedo, pues había aprendido que “en el ámbito sexual no hay parvedad de materias”. Es decir, todo pecado es igualmente grave, y basta solo uno para garantizar la condenación eterna.

Cerrado como estaba a ser parte de la conversación, las vueltas se transformaron en largos y aburridos monólogos, que comencé a vivir como ejercicios de resistencia, e incluso de poder y control, pero más de parte mía hacia el cura (o así lo sentía yo desde mi candidez infantil). Era evidente que él ya comenzaba a impacientarse con mis evasivas y mis siempre nuevas excusas para eludir la oferta de alivianar mi carga, de aceptar la gracia que acompañaría una buena confesión, o mi evidente desconfianza a las promesas de paz interior que resultarían de “echar todo fuera”, entre otras.

Recuerdo como si fuera hoy la clase de Artes Plásticas en que el cura apareció, por tercera vez en dos semanas, tocando la puerta. Acto seguido, el profesor se me acercó y me dijo lo que yo ya sabía: “don Patricio quiere hablar contigo”.

Movido por esos misteriosos vértigos que a veces nos hacen actuar en forma irreflexiva, respondí: «¿Y qué pasa si yo no quiero hablar con él”?
Se produjo un breve silencio, y el cura se fue sin protestar.

En los recreos que siguieron, alumnos de distintos cursos se acercaron para preguntarme discretamente “si era verdad lo que había hecho”. Pero ese buen clima fue pasando, y en las semanas venideras más de algún profesor me pidió reflexionar sobre mi actitud para con la autoridad, mi negativa a recibir la formación que se me ofrecía e incluso a pensar en dejar mi cupo en el colegio a otra persona que sí lo valorara. Estas invitaciones fueron incluso más perturbadoras que las conversaciones y caminatas a las que me había resistido.

Nunca más volví a tener trato con Patricio Astorquiza. Hasta que hace poco nos topamos a la salida del Hospital de la UC. Habían pasado casi 30 años, pero se acordaba tan bien de mi como yo de él. Aquel ícono de nuestra infancia había dado lugar a un anciano con un problema motriz que afectaba la mitad de su cara, y que estaba asociado, según me contó, a una enfermedad poco conocida. Cruzamos algunas palabras y nos despedimos amablemente.

Mientras caminaba de regreso, pensé en todos esos alumnos que pudieron haber vivido esas conversaciones escrutadoras como una experiencia incómoda, de transgresión de los límites de la propia intimidad, o incluso más, con distintas consecuencias.

En los años ochenta había pocos espacios para desafiar a la autoridad. En aquellos patios, llevar una vida escolar adaptada pasaba básicamente por dos caminos: sumisión irreflexiva o astucia pícara, de aquella que llevaba a muchos de mis compañeros simplemente a mentir, cuando sus confesores insistían en preguntar “cuántas veces”.

Más allá de lo que las investigaciones determinen sobre las denuncias realizadas en este caso, el escueto comunicado del Opus Dei no adelanta casi nada. Habla de acoso persistente en el tiempo y abuso de conciencia, ambos con posible connotación sexual, ocurridos hace más de 20 años. Pero con ello puede estar haciendo alusión a un repertorio demasiado amplio de conductas.

Sea como sea, y pese a que en lo personal nunca viví ni supe de acercamientos físicos explícitos, creo que es necesario que afinemos nuestros criterios sobre la ética que debe regir sobre las relaciones de poder y los límites de la educación, mucho más allá de la exigencia básica de no cometer delitos.

Me cuesta creer que hace no tantos años, hubiera un lugar donde nadie mirara con extrañeza el afán de indagar en áreas tan íntimas de la vida de un adolescente, sin siquiera cuestionarse las razones de fondo que pudieran existir para ello. Por otro lado, esas “tutorías involuntarias” solo podían darse dentro de una esquema de relaciones asimétricas de poder, donde la posibilidad de decir “no” por parte del invitado era casi inexistente, convirtiéndola, en la práctica, en una coacción. En otras palabras, un uso abusivo de poder, completamente normalizado.

Pero lo más grave de todo es el mensaje de fondo que ese tipo de educación puede llegar a imprimir en una persona: tu propio sentido moral y tus referentes internos no son confiables. Lo bueno ya está definido, y es lo que dicen otras personas, que tienen un saber especial. A ti no te corresponde ni levantar la voz ni oponerte.

Quien acepte este mensaje, estará entrenado para aceptar acríticamente cualquier orden o instrucción, aunque le cause daño a sí mismo o a terceros. Y estará llano a respetar cualquier esquema dado, más allá de su moralidad o conveniencia por el hecho de venir de la autoridad y ser consistente con el orden establecido. Hoy en día sabemos, incluso a nivel científico, que precisamente esa mentalidad es el sustrato que hay detrás de cualquier experiencia, fórmula o estructura abusiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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