La PAES es solo un síntoma de lo irreflexivo que se ha vuelto nuestra educación escolar; debemos tomar conciencia de los límites y potencialidades del mundo que vivimos y que nuestra responsabilidad, como agentes de cambio, es transformarlo por el bien de todos.
La Educación Superior es una promesa para que las personas tengan un futuro mejor, para alcanzar un país mejor, y esencialmente, de realización, de desarrollo personal y familiar. En la niñez nos enseñaron a soñar con ser médicos, abogados o ingenieros, pero pocos se preguntaron ¿por qué esta elección? ¿Qué espero para mi futuro? ¿Cómo puedo realizarme y ser feliz mediante una profesión/ocupación? La política pública parece no considerar regularmente esas inquietudes y muchos jóvenes que finalizan su educación media se integran al mundo del trabajo –por necesidad– o a la educación superior, sin una reflexión vocacional suficiente. Peor aún, esta última ha sobrevalorado la existencia de un sistema de acceso desde pruebas selectivas en desmedro de la promesa que realizamos como país a toda persona que confía en el Sistema Educativo y sus implicancias para lograr sus anhelos y esperanzas.
Nos hemos acostumbrado a hablar del acceso a la educación superior, en especial a las universidades, de manera irreflexiva, asumida como el camino prioritario a seguir una vez finalizada la educación media. Hoy es la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES) la que cumple el rol del árbitro social del éxito para miles de personas (postulantes). En los hechos, la PAES define si van a ser incluidos en el grupo de los “exitosos”, de los que fueron a la universidad versus aquellos que “no lo pudieron lograr”. Esta estigmatización cultural asociada a la prueba refleja un conjunto de problemas: un concepto superficial y discriminatorio de las capacidades, un juicio liviano respecto del acceso a oportunidades y un prejuicio acerca del esfuerzo disociado del mérito. La prueba de acceso no considera las brechas arrastradas desde la educación escolar, el nivel de educación del grupo familiar, el nivel socioeconómico, el género, la etnia o la nacionalidad. Esto nos obliga a pensar cuál es la relevancia de la educación preescolar, escolar y media como promotora de oportunidades y de la anhelada movilidad social. Es esta la pregunta que debiera colmar el debate público.
La política pública ha trivializado la ética que exige poner a la persona al centro de todo quehacer educativo. En este sentido, la PAES es más de lo mismo; si bien denota un avance respecto de los ejercicios de acceso previos, mantiene la visión unidimensional y simplificada de las pruebas estandarizadas, sin un análisis mayor de causas y efectos que generan en el reconocimiento de trayectorias, de talentos y capacidades. Como plantea Einstein: “No podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos”. ¿Seguiremos estableciendo una prueba como árbitro social o plantearemos diversos caminos de desarrollo que se sostengan en la vocación y reconocimiento sociocultural? ¿Los exitosos son quienes logran ingresar a una carrera impartida por una universidad o quienes se desempeñan en aquello que los hace ser felices y realizados?
La PAES aún discrimina por capital social y cultural, aunque facilita el acceso de estudiantes que presentan falencias formativas –agravadas por el impacto de la pandemia– a las universidades. Así, estas pueden llenar más vacantes (que antes no se ocupaban) en carreras que no eran demandadas o cuyo campo laboral está saturado, accediendo a trabajos con bajo premio por estudio, perpetuando lo que Sandel llama la “Tiranía del Mérito”. Hoy ingresarán estudiantes con mayores brechas de aprendizajes, cuya nivelación requerirá grandes esfuerzos, lo que probablemente se traducirá en una mayor deserción.
Es ahí donde surge la pregunta acerca de cómo el Sistema Educativo en su conjunto logra dar una respuesta que no sea trivial a la necesidad de proponer trayectorias formativas a estudiantes con educación escolar deficitaria. El país no debe seguir privilegiando cubrir matrícula, carente de una orientación vocacional, sin una mirada prospectiva respecto a las ocupaciones demandadas por el mundo del trabajo más una visión integral respecto a cómo podemos transformar la vida de las personas, incorporando el denominado aprendizaje a lo largo de la vida, con raigambre vocacional. No sorprende que ante el aumento de egresados de carreras con baja empleabilidad o de desertores de la educación superior, estos acumulen frustraciones y rencores al ver una realidad que no se condice con la promesa realizada.
Como Rector me asiste la preocupación, no solo por el devenir de la Educación Técnico Profesional y su reconocimiento sociocultural como pilar básico del desarrollo del país y la provisión de oportunidades para las personas, sino por el Sistema Educacional en su conjunto, incluyendo la política pública escolar y superior. Se necesita una mayor articulación entre nuestros esfuerzos, nuestras visiones y nuestro compromiso en la construcción de pasarelas que habiliten a las personas para que puedan vivir las vidas que ellos deseen vivir. Debe haber espacio y oportunidades para todos y todas en nuestra sociedad.
Debemos y podemos avanzar en un Sistema Educativo que ponga al centro a las personas. España nos ha dado un ejemplo de articulación a través de la Estrategia de Desarrollo en el plano Educativo impulsada por el reputado académico y hoy ministro Joan Subirats. Hoy, nuestro sistema de educación superior tiene la oportunidad de vincularse orgánicamente mediante una Estrategia para la Educación Superior, la cual, si bien está consagrada en la Ley 21.091, aún no ha sido desarrollada. Este podría ser un espacio donde el subsistema universitario y el técnico profesional sean pensados más allá de las necesidades inmediatas del mercado, con una visión holística de trabajo con la educación básica, media y no formal, en aras de un desarrollo sostenible para Chile. En palabras Hanna Arendt, politóloga que inspira esta columna: “(…) La educación es donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos a su suerte (…) para prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común”.
La PAES es solo un síntoma de lo irreflexivo que se ha vuelto nuestra educación escolar; debemos tomar conciencia de los límites y potencialidades del mundo que vivimos y que nuestra responsabilidad, como agentes de cambio, es transformarlo por el bien de todos. Necesitamos dar un giro moral radical que no banalice a nuestros jóvenes y adultos, para superar aquello que nos divide, trabajando por los anhelos que nos convocan. Se lo debemos al país, y, sobre todo, a la dignidad de nuestros conciudadanos y futuros titulados.