Eduardo Labarca, periodista y escritor, y uno de los testigos privilegiados del Gobierno de Salvador Allende, así como de su ocaso, fue también testigo de cómo la patrulla armada que asesinó al camarógrafo argentino-sueco, Leonardo Henrichsen –durante el Tanquetazo del 29 de junio de 1973–, escondió en un subterráneo del centro de Santiago la cámara con la que el mismo camarógrafo registró su muerte. En este relato –adelanto del libro Pésima memoria– y a 50 años de los hechos, Labarca narra los detalles que siguieron al hallazgo del material fílmico y cómo esta secuencia fatal se convirtió en uno de los registros audiovisuales más vehementes del horror que vendría meses después.
29 de junio de 1973, hace 50 años.
El telefonazo retumbó a primera hora, yo dirigía el noticiario de cine de Chile Films y veinte minutos más tarde el camarógrafo Jorge Pacheco y yo subíamos a un balcón del noveno piso del edificio de Codelco, Agustinas esquina Morandé, mirador privilegiado frente al drama.
Estacionados en una Plaza de la Constitución completamente vacía, tres tanques, que desde arriba parecían de juguete, apuntaban sus cañones hacia la puerta principal de La Moneda. Y ese día tú, Leonardo Henrichsen, y yo, nos encontramos sin conocernos por primera vez.
Has llegado a Santiago desde la Argentina como camarógrafo free-lance a filmar la revolución de Allende, los desfiles y contradesfiles, los festejos de los trabajadores y los cacerolazos de la oposición, hasta que ese 29 de junio los tanques han salido a la calle. Spoerer se llama el oficial que subleva al Blindados Nº 2 y parte a dar cañonazos a La Moneda.
Disimulando la cámara para que no la tomen por un arma de fuego, Pacheco filma desde el balcón de Codelco con serenidad. Un oficial llega a pie a parlamentar con los alzados: el comandante en jefe Carlos Prats ha enviado a su ayudante a exigirles rendición, y yo aprovecho para asomar medio cuerpo por el balcón, y allí lo veo. Lo veo a pique, justo bajo nosotros: un camión militar con media docena de soldados cubre la retaguardia a los amotinados. Transcurre el tiempo, súbitamente los motores de los tanques petardean, los escapes sueltan volutas azules y los alzados, a quienes ningún regimiento ha seguido, emprenden la retirada por Teatinos hacia la Alameda: el Tancazo, primer intento de golpe contra Allende, ha fracasado.
Vuelvo a asomarme y cuando el camión se va a poner en movimiento, el suboficial de casco y uniforme de combate que está al mando del vehículo da una orden. Dos soldados bajan de un salto, uno levanta en la vereda la tapa de una instalación subterránea de teléfonos y el otro arroja dentro, la veo nítidamente, una cámara cinematográfica. Cierran la tapa y el camión escapa tras los tanques. Ese camión, tú, Leonardo Henrichsen, lo conocías demasiado bien.
La Moneda recupera tímidamente su dignidad después del susto, aparecen los primeros curiosos. Las tropas fieles al Gobierno avanzan a pie por Morandé al mando del general “leal” que se yergue a bordo de un jeep: Augusto Pinochet. Los soldados ocupan la plaza y finalmente las motos policiales y los Fiat 125 del GAP, la guardia personal de Salvador Allende, irrumpen espectacularmente. El Presidente recupera su puesto en La Moneda: “¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!”. Pero eso, tú, Leonardo, no alcanzas a registrarlo.
Avanza la tarde, decido volver a los estudios de Chile Films con el material que hemos filmado. Pero yo quiero también la cámara misteriosa que los alzados han escondido. Los soldados han tendido barreras y el jefe del GAP y yo decidimos dejarla donde está y él se compromete a retirarla más tarde. Cuando salimos a la calle, en la vereda un GAP, parado sobre la tapa, cuida la cámara de punto fijo.
Oigo tu nombre por primera vez en la radio del vehículo en que regresamos a los estudios. Informan que entre los muertos de la balacera hay un corresponsal de televisión llegado desde Buenos Aires y que su cámara ha desaparecido: se aclara el misterio, es la tuya. Yo sé muy bien dónde está tu cámara, tu película es “mi película”.
Los hombres del GAP han retirado tu cámara y a las ocho de la mañana del día siguiente, sábado 30, el presidente de Chile Films, Eduardo “Coco” Paredes y yo llegamos a Tomás Moro, la residencia presidencial. Allende aparece envuelto en la capa negra de forro rojo, regalo del embajador de España, nos saluda y se va con el “Coco” por un pasillo. Al cabo de un rato, el “Coco” regresa con aire satisfecho y luego Augusto, el “Perro” Olivares, colaborador de Allende, aparece trayendo tu cámara. Olivares la pasa a Eduardo Paredes y ahí mismo Paredes me la entrega a mí.
¿Qué siento en ese instante? Tu cámara es una Éclair y el cordón que la unía a la batería de tu cinturón fue cortado para arrebatártela, pero el chasis con la película está intacto. En el jeep en que rodamos hacia los estudios de Chile Films, llevo tu cámara en las rodillas. La cargo con respeto, con solemnidad, con excitación.
El técnico Osvaldo del Campo se lleva la cámara para revelar la película cerca de Estación Central, en el laboratorio de Chile Films. Al poco rato me da la mala noticia: tu cámara se niega a entregar sus secretos. Filmaste con película Agfa reversible en colores de 16 mm adecuada para la TV. Chile Films no tiene equipo para revelarla y no existe un laboratorio de confianza que lo pueda hacer. Resolvemos que Del Campo volará a Buenos Aires, tu ciudad, y así tu película regresa por un día a tu tierra, pero no para quedarse, sino para ser procesada en un laboratorio argentino y volver a Chile. Cuando Del Campo regresa a Santiago, el momento llega por fin.
Somos tres o cuatro personas en la pequeña sala de montaje, en la oscuridad. Tus primeras imágenes son decepcionantes. ¿Dar la vida para eso? Unas escenas archiconocidas de camioneros en huelga, unos manifestantes con banderas… Cuando el rollo está por acabarse: los tanques. Los tanques frente a La Moneda filmados por ti desde lejos. Y en los últimos pies de película, el camión, situado a una media cuadra de ti, y en la oscuridad de esa sala nos revelas la verdad de tu muerte.
Silencio frente a la moviola, gargantas apretadas, un carraspeo: “¡A trabajar!”. La secuencia es tan breve que la visionamos en cámara lenta. Y la tragedia se va desmenuzando con imágenes y encuadres congelados hasta la torturante progresión del desenlace. No, no es una bala perdida. No, no es la mala suerte de un camarógrafo temerario. No, no eres cogido entre dos fuegos. No. Tú, Leonardo Henrichsen –y en ese instante lo sé, lo veo, lo vemos– eres asesinado a sangre fría.
Estudiamos cada movimiento, repetimos –adelante, atrás– cada cuadro. El suboficial de casco y uniforme de camuflaje, cuyo nombre, Hernán Bustamante Gómez, se revelará un día, te ha visto de repente. Ya conocemos cada uno de sus gestos, adivinamos sus palabras cuando grita: “¡Mátenlo!”, ¡fuego!”. Maten al testigo, maten a ese que nos está filmando. Los soldados obedecen y apuntan sus fusiles desde arriba del camión hacia el lente de la cámara. Ya conocemos a cada soldado, el ademán de cada uno, cada balazo. Descubrimos el destello de cada fusil, la humareda casi invisible que alcanzaste a capturar para siempre. Tu pulso no ha temblado, no has dudado en filmar y filmar y filmar ganándole segundos a la muerte. Tú apuntándolos, filmándolos: un disparo, otro disparo, otro disparo… Tienen que matarte para que pares. Ese, el último, es el balazo que te da de lleno. E incluso así, sigues filmando mientras vas cayendo: barridos, lamparazos, gris, luz, blanco, cielo, tierra. Oscuridad.
Cada disparo ha cuajado en la imagen marcando el tiempo de tu martirologio. En tu cámara dejas la prueba y con tu vida pagas por haberlo hecho. Tú, Leonardo Henrichsen, invisible en la pantalla, cobras tierna dimensión humana. Desde detrás de tu cámara pareces presentarte, sin que veamos tu rostro nos saludas en silencio, nos cuentas sin palabras las pequeñas peripecias de tu vida corriente, y en la tenacidad con que sigues filmando muestras tu pasión de camarógrafo, exhibes tu carácter y te extingues con modestia ante nosotros. Y yo, al ver y rever y volver a ver lentamente en la moviola esas imágenes que termino por conocer de memoria, caigo contigo cada vez.
En un número triple del noticiario en blanco y negro de 30 minutos, incluí hacia el final la secuencia de tu muerte a todo color, una imagen muda, sin música ni locución que pudiesen atenuar el espanto o turbar el recogimiento ante tu sacrificio. Solo pusimos a cada disparo un chasquido con eco, para que retumbe en los oídos, en la conciencia del espectador.
Lo que sucede después ya no es secreto. El noticiario triple de Chile Films, que se conocerá como el documental Chile, junio de 1973, del que soy director y que obtendrá algunos premios por ahí, sale a los cines con las imágenes de tu muerte que pasa a ser mundialmente conocida, mientras tú, mi amigo, el mártir Leonardo Henrichsen, entras en la Historia y nos legas tu secuencia póstuma.