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Las claves para entender las elecciones francesas y británicas ANÁLISIS

Las claves para entender las elecciones francesas y británicas

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Los laboristas británicos se prepararon con antelación en una estrategia ganadora para desembarcar en el 10 de Downing Street. En Francia, las fragmentadas izquierdas y el centro liberal respondieron contra el tiempo, redituando las viejas fórmulas frentistas de unidad contra los ultras.


Aunque fueron tradicionalmente adversarias o competidoras hasta el siglo XIX, y aliadas desde la Entente Cordiale de 1904, las historias nacionales de Francia e Inglaterra discurren paralelas e influyentemente en la vida de Europa Occidental. Ya sea con el normando francés Guillermo el Conquistador de Inglaterra, hace casi mil años, el auge y la captura de la Doncella de Orleans (Juana de Arco) en el contexto de la Guerra de los Cien Años en el siglo XV, o la unidad de la gaullista “Francia Libre” con el Gobierno de Churchill, las trayectorias francesas y británicas se tocan al punto de entrelazarse. Uno de los que mejor lo advirtió fue el novelista Charles Dickens al ambientar su obra Historia de dos ciudades (1859) en Londres y París, símbolo de orden y estabilidad la primera y de agitación e imprevisibilidad la segunda, durante los tiempos de cambio social y político que supuso la era dieciochesca.

Ante la tesitura de un adelantamiento electoral de ambos Estados, suscitada por distintos eventos –la derrota de los conservadores británicos en los comicios municipales del 2 de mayo y el fracaso del macronismo en las euroelecciones del 9 de junio–, la posibilidad de renovación de un nuevo gabinete tory (o Partido Conservador) en Reino Unido, así como un inédito Gobierno de ultraderecha en Francia –hay que decirlo, con muy poco en común, aunque ambos casos con cuotas no menores del euroescepticismo que llevó a Reino Unido al Brexit–, encendieron las alarmas de sus adversarios a ambos lados del Canal.

Los laboristas británicos, tras 14 años en la oposición, se habían estado preparando con antelación en una estrategia ganadora para desembarcar en el 10 de Downing Street. En Francia, las fragmentadas izquierdas y el centro liberal respondieron contra el tiempo, redituando las viejas fórmulas frentistas de unidad contra los ultras, el llamado “cordón sanitario”, cada vez menos firme, aunque aún en pie, una verdadera línea Maginot frente al antisistema.

Sin duda, hay diferencias. Para comenzar, si Reino Unido fuera Francia, Jordan Bardella habría sido el primer ministro desde la jornada del 30 de junio. El “modelo Westminster” de democracia es simplemente el dominio de la primera mayoría, por relativa que sea, mediante la elección distrital de un representante único (uninominal) hasta completar los 650 escaños. Es un sistema idealmente bipartidista –hoy con más de dos partidos–, donde gobierna quien obtiene 326 asientos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los laboristas lo consiguieron en 4 oportunidades, la última entre 1997 y 2010, renovándola este 4 de julio al disfrutar de 412 asientos contra 120 de los conservadores y 71 de los liberal-demócratas. Se podría decir que pulverizaron a sus adversarios, pero el dato es que aquello fue conseguido con 33,7% de los votos, apenas 10 puntos arriba de los tories que, sin embargo, bajan mucho en representación. De hecho, el anterior líder laborista, Jeremy Corbyn, obtuvo más votos para su partido en 2017 y 2019, aunque menos que sus rivales conservadores, que tuvieron mayor número de representantes.

Catorce años de predominio conservador que tuvo al referéndum por el Brexit como parteaguas (2016), marcado por una gestión deficitaria de la pandemia, con señales erráticas por parte de un primer ministro que imponía confinamiento mientras iba a fiestas semiclandestinas; recortes sostenidos a los servicios públicos –particularmente salud–; una economía que declinó acompañada de una sensación general de decadencia, aunque los promotores de la salida de Europa prometieron que sería revertida por la nueva Bretaña Global, versión 2.0 del viejo Imperio.

Después de 8 años del plebiscito y tres de entrada en vigor del acuerdo de separación, nada de aquello ha ocurrido, aunque sí emergió el hartazgo social contra el campo conservador que varió sus fórmulas con cada gabinete (5 primeros ministros, incluido uno propenso a polarizar), además de un Partido Reforma del Reino Unido, de derecha radical y populista, que arrancó al voto tory más de una docena de representantes.

El nuevo premier, Keir Starmer, reside en las antípodas de las actitudes populistas típicas de Nigel Farage y frecuentes del exlíder Boris Johnson. El maniqueísmo retórico simplemente no está en su gramática política, mas sí un carácter sobrio y circunspecto que ha logrado llevar al laborismo por una senda distinta a la radicalidad del antiguo líder Corbyn.

Es decir, un estilo centrista que a ratos recuerda al nuevo laborismo de Blair. Crecimiento y disciplina fiscal son sus enseñas, junto a la reconstrucción sanitaria, nuevas energías limpias y mayor seguridad ciudadana. De plano descartó la política de deportación de inmigrantes a Ruanda, aunque reforzará el control fronterizo a través de un Mando Unificado temático. En materia exterior no variará la postura británica de respaldo a Ucrania y la tradicional cercanía a Israel. Una mezcla de cambio y continuidad que se resume en moderación y pragmatismo, virtudes que calzan con el templado espíritu británico.

Aun así, la inmediatez de resultados que exigen los electorados actuales no dará tregua. Los casos de Biden y el propio Macron muestran que un discurso centrista e incluyente puede imponerse a la ampulosa pirotecnia verbal de las nuevas derechas radicales, aunque los mismos ejemplos ilustran que la confianza de los electorados puede evaporarse si no se satisfacen demandas urgentes.

Precisamente, al otro lado del Canal, la ansiedad producida por la definición de los asientos en la Asamblea Nacional fue la tónica la semana pasada. Los candidatos de la Reagrupación Nacional (RN) de Marine Le Pen lideraron la primera vuelta en 296 de los 577 distritos electorales de Francia, ganando 38 de ellos con más del 50% de los votos, por lo que estos últimos ocuparon directamente su lugar en el Palacio Legislativo, junto a otros 39 de diversos partidos. Los restantes pasaron al balotaje de ayer, a menudo triangular, con los abanderados de las izquierdas reunidas en el Nuevo Frente Popular y lo que quedó del macronismo y sus afines.

El sismo político parecía un hecho. No por la novedad de la ultraderecha, ya que casi cada República francesa ha tenido una de estas: la Tercera República Francesa lidió con el nacionalismo fanático del boulangismo (1886-1891) y la Cuarta con el movimiento sindical –pro comerciantes y artesanos y antiparlamentario– del poujadismo (1953-1958).

Precisamente uno de los seguidores de Pierre Poujade fue un exmilitar veterano de Argelia, elegido diputado en 1956 y que en la V República, inaugurada por De Gaulle, creó su propio referente en 1972, el Frente Nacional, con un estilo provocador y políticamente incorrecto –como cuando respondía a las críticas del cantante judío Patrick Bruel “invitándole” a un asado– y de corte neofascista. Jean-Marie Le Pen sorprendió cuando su partido rondó el 10% del sufragio a mediados de los ochenta, y más aún cuando disputó el balotaje a la presidencia en 2002 con el neogaullista Jacques Chirac, llegando a cerca del 18% de los votos.

Hasta el patriarca Le Pen, la ultraderecha había sido semimarginal –si descontamos la entreguerra europea con el auge fascista–, pero a partir de la llegada al timón del Frente Nacional de Marine Le Pen en 2011 aquello se alteró. El partido abandonó parte de la incorrección ancestral, renunciando a la judeofobia paterna y abriéndose a aspectos de la laicidad francesa tolerante con aspectos de la diversidad sexual en un auténtico pinkwashing. El nativismo antimigratorio persistió con sesgo islamofóbico, combinado con la reivindicación de un Estado de bienestar solo para los nacionales.

Le Pen se alejó del neoliberalismo, lo mismo que de las instituciones de Bruselas, a las que mira con euroescepticismo. Internacionalmente ha mostrado mayor afinidad con el nacionalismo ruso de Putin que con el atlantismo de otras derechas radicales vinculadas a Washington. Para Marine, su partido no es de extrema derecha simplemente porque, para ella, dicha tendencia solo existe en Estados Unidos, coincidiendo con ciertas izquierdas en el vértice denominado en Francia “obsesión antiamericana” (Revel, 2002).

En suma, un partido posfascista –más que neo– de derecha radical que mudó su nombre al actual en 2018, y que parecía ser la primera fuerza política en Francia por su adhesión porcentual en primera vuelta, la misma que hoy goza el laborismo británico: un tercio del electorado.

Como se trata de un sistema semipresidencial, la posibilidad de “cohabitación” entre Macron y el cabeza de serie de RN, Jordan Bardella, añadía una tensión derivada de la práctica de un presidente nombrando a un opositor como primer ministro, lo que ha ocurrido tres veces en la V República, aunque nunca con la ultraderecha de visos antisistema.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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