La agresión a la Casa de la Memoria José Domingo Cañas nos recuerda que la memoria se encuentra en un estado de amenaza.
Este lunes 30 de septiembre, la Casa de la Memoria José Domingo Cañas fue vandalizada a plena luz del día por una pareja que hacía campaña electoral por el ultraderechista Partido Republicano. La pareja “destruyó imágenes de detenidos desaparecidos, pisoteó las fotografías de las víctimas y arrasó con la instalación del jardín, mientras se reían y fotografiaban”, denunció la propia Casa de la Memoria.
Este lugar, conocido durante la dictadura como Cuartel Ollagüe, fue utilizado durante ese periodo como centro de tortura y exterminio. El terreno fue recuperado por organizaciones de la sociedad civil y se ha transformado en un espacio de transmisión de los crímenes de la dictadura y de las historias de vida de las víctimas, pero también en un centro para la promoción de los derechos humanos. Esta agresión contra la Casa de la Memoria no es la primera, sino al menos la quinta que ha registrado.
Desafortunadamente, estos ataques no son hechos aislados, sino parte de una oleada de agresiones que se ha intensificado durante los últimos cinco años, afectando a cientos de lugares de memoria relacionados con la violación a los derechos humanos perpetrada por la dictadura civil militar (1973 – 1990). Estas acciones han sido de diferente tipo, pero podríamos clasificarlas en al menos 8 categorías: incendio, destrucción, lanzamiento de pintura, instalación de carteles, robo, dejar objetos agraviantes (como excremento) y rayados (ver también Olivares & Bustamante, 2024).
Respecto a los rayados, podemos afirmar que hoy el fenómeno resulta especialmente preocupante no solo por el aumento que se ha observado desde 2018, sino por la violencia simbólica de los mensajes dejados en estos sitios, que se muestran cada vez más virulentos y odiosos, celebrando la muerte de miles de personas, vanagloriando a Pinochet o a Manuel Contreras, festinando sobre la desaparición forzada, o festejando el golpe de Estado. Algunos lamentables ejemplos de estas expresiones son: “Viva Pinochet”, “Faltaron algunos” o “Feliz 11 de septiembre”.
Pese a que, en algunas ocasiones, grupos de extrema derecha tales como “Brigada Lobo”, “Legión Zorro” o “Patria y Libertad” se han adjudicado estas acciones a través de rayados o de sus redes sociales, en la mayoría de los casos ningún grupo se atribuye la destrucción del lugar, dejando un manto de dudas respecto a las responsabilidades de dichos actos.
Los daños físicos en algunos casos son irreparables, en especial la quema de inmuebles o destrucción total, como la Casa de los Derechos Humanos en Punta Arenas, que fue quemada en 2020. En otras situaciones, se requieren cuantiosos recursos para poder limpiar, reconstruir placas o reparar las edificaciones, recursos que en muchos casos tienen que juntar las propias organizaciones que han levantado estos lugares de memoria.
Además de esta dimensión económica y material, también existe un daño emocional y moral hacia las comunidades de memoria que se han organizado para la creación, cuidado y mantención de estos espacios de recuerdo que honran a sus seres queridos. Tales daños son una amenaza simbólica y concreta para estas comunidades.
En este contexto, podríamos decir que estamos en presencia de lo que hemos conceptualizado como un Memorialicidio, es decir, acciones que apuntan a la desaparición y “muerte” de memoriales y sitios de memoria que recuerdan el pasado reciente para el “Nunca más”. Estas acciones tienen el propósito no solo de eliminar la memoria de las víctimas de la dictadura, sino también dañar a las comunidades de memoria que con esfuerzo han protegido, recuperado y gestionado estos espacios para el recuerdo.
El Memorialicidio va más allá de una acción iconoclasta que busca la eliminación o destrucción de imágenes o símbolos y que sabemos se trata también de acciones con fuerte contenido político (Freedberg, 2017). El Memorialicidio busca suprimir aquellos símbolos construidos en el espacio público que han sido protegidos, construidos y/o recuperados con la intención de reparar a quienes se les arrebató a un familiar, amiga(o), o vecina(o), pero también para reparar a la sociedad en su conjunto (Badilla, Infante y Abarca, en preparación). Así, el Memorialicidio buscaría destruir aquello que ha sido recuperado o preservado para sanar.
En Chile, desde el término de la dictadura civil militar, responsable de más de 3.200 personas asesinadas o desaparecidas y más de 40 mil supervivientes de torturas y encarcelamientos ilegales, la sociedad civil, a través de personas y organizaciones de derechos humanos, ha ido construyendo un verdadero patrimonio de los derechos humanos, es decir, una gran cantidad de lugares que son testimonio material y simbólico de procesos relacionados con la violación, defensa o promoción de los derechos humanos (Bustamante & Carreño, 2020; Seguel, 2019).
El apoyo por parte del Estado para la construcción y posterior cuidado de memoriales, la recuperación e implementación de sitios de memoria y la instalación de placas o monolitos, se ha enmarcado en el paradigma de la justicia transicional, por lo que estos apoyos han sido destinados a la labor de restituir el tejido social y reparar el daño causado por el Estado a las víctimas directas, sus familiares y la sociedad civil.
Los memoriales y sitios de memoria –que a lo largo de Chile se cuentan en cientos– tienen la función de marcar el espacio en lo que Jelin y Langland (2003) llamarían las “marcas territoriales”. Estas “marcas” apuntan principalmente a cuatro de los cinco objetivos de la justicia transicional: la verdad, la reparación, la memoria y las garantías de no repetición.
Cuentan la verdad de los hechos sobre la desaparición, ejecución, o tortura de las víctimas; intentan reparar moral y simbólicamente a las víctimas y sus familias a través del reconocimiento y la dignificación; tienen como pilar fundamental la memoria del pasado, para evitar caer en negacionismos; y, finalmente, buscan formar parte de los mecanismos de no repetición, al instalarse como evidencia de lo que ocurre cuando el Estado de Derecho es quebrantado. Todo esto funciona como una plataforma de sanación ética no solo de las víctimas, sino de la sociedad en su conjunto.
Sin embargo, a pesar de la relevancia de estos sitios y del alcance de las políticas de la memoria en el país, la experiencia reciente muestra que no necesariamente estas políticas logran evitar la aparición de conflictos y nuevas tensiones alrededor de la memoria, y tampoco parecieran impedir el surgimiento de acciones que intentan borrar o destruir la memoria de las violaciones a los derechos humanos.
Así lo expresan las distintas agrupaciones de familiares de víctimas de la dictadura cívico-militar y las organizaciones vinculadas a sitios de memoria a lo largo de todo Chile, quienes vienen denunciando estas agresiones hace ya bastantes años. Pero no solo denuncian y registran el número y tipo de ataques; estas organizaciones también dan cuenta de las dificultades de la política pública para abordar dichos agravios (tiempos prolongados, burocracia, escasas fuentes de financiamiento, entre otros), apelando a la necesidad de construir una política nacional de memoria que resguarde tanto los lugares de memoria como a quienes los protegen o se configuran alrededor de ellos.
Aun cuando en el presente el Estado de Chile ha promovido, organizado y/o apoyado numerosos espacios de diálogo para crear una regulación que contribuya a la denuncia e idealmente la disminución de las agresiones a estos lugares, el Memorialicidio continúa sin consecuencias judiciales.
Hasta donde hemos sido informadas, ningún caso ha concluido en un fallo judicial o encarcelamiento de los responsables, dejando estos actos en la impunidad, considerados como hechos aislados y perpetrados por sujetos desconocidos y, por tanto, difíciles de enjuiciar.
Lo anterior denota una evidente precariedad por parte del Estado en su rol de protección de estos sitios y una debilidad en su rol de promotor de los DD.HH. La precariedad se intensifica al constatar un hecho conocido por muchos: la actual legislación de monumentos nacionales no logra reconocer y proteger adecuadamente los memoriales y sitios de memoria, y es por eso que urge una ley que reconozca explícitamente las necesidades de estos lugares para que puedan desenvolverse con todo su potencial en nuestra sociedad.
Desde aquí, entonces, nos preguntamos: ¿cómo enfrentar el Memorialicidio que afecta a lugares de memoria y sus comunidades, amenazando aquello que ha costado tanto construir y resguardar? ¿Qué opciones existen para los familiares, agrupaciones y sitios de memoria en términos de protección a sus espacios y a ellos mismos? ¿Cuándo comprenderemos que la destrucción de sitios de memoria y memoriales no es un simple “vandalismo” a un espacio físico, sino que tiene una dimensión profunda de daño moral a las víctimas, y de deterioro democrático en nuestra sociedad?
La agresión a la Casa de la Memoria José Domingo Cañas nos recuerda que la memoria se encuentra en un estado de amenaza. En palabras de la historiadora Angélica Illanes (2002), vivimos una constante batalla de la memoria, una que se agudiza en tiempos de auge de las extremas derechas a nivel global y regional. El Memorialicidio se ha convertido en una triste alarma para no perder de vista el patrimonio que ha costado tanto construir.