La remoción de Vivanco se produce en un momento especialmente delicado para la legitimidad de nuestras instituciones. Hoy, la sociedad chilena exige mayores niveles de transparencia y, en consecuencia, cada acto del poder público parece estar bajo el más celoso escrutinio.
La reciente destitución de la exministra de la Corte Suprema, Ángela Vivanco, por parte del máximo tribunal, ha puesto en el centro del debate los estándares éticos que rigen la judicatura chilena. En efecto, estamos frente a la primera consecuencia concreta del denominado Caso Hermosilla, que salió a la luz hace casi un año, y que gira en torno a la falta de probidad de distintos funcionarios públicos. Sobra decir que este hecho no solo impacta a una de las más altas autoridades judiciales, sino también a uno de los poderes fundamentales del Estado democrático de derecho.
Este episodio, sin embargo, no es un fenómeno aislado en la historia reciente de Chile. En 2001, el entonces magistrado del máximo tribunal, Luis Correa Bulo, fue removido por una serie de faltas éticas graves que ocurrieron durante la década de los ’90. Junto con el de Vivanco, ambos casos refuerzan una lección clave: el principio de separación de poderes no es sinónimo de pura autonomía o inmunidad.
Los jueces son, por esencia, independientes e inamovibles, según lo establece el artículo 80 de la Constitución. Esto significa, en términos generales, que ningún otro poder del Estado puede ejercer funciones judiciales. Sin embargo, esta independencia no debe confundirse con inmunidad, ya que la responsabilidad es igualmente un principio esencial de la jurisdicción. En otras palabras, la independencia de los jueces siempre debe estar acompañada de altos estándares éticos, dado que ningún poder del Estado es absoluto ni está por sobre el derecho.
Debe recordarse, en este punto, que el rasgo más característico del Estado constitucional de derecho (también conocido como Rule of Law) consiste en el inexorable sometimiento del poder público —incluso del Poder Judicial— al ordenamiento jurídico. Este principio forma parte de la tradición constitucional chilena y se encuentra consagrado en el artículo 7 de la carta fundamental.
La remoción de Vivanco se produce en un momento especialmente delicado para la legitimidad de nuestras instituciones. Hoy, la sociedad chilena exige mayores niveles de transparencia y, en consecuencia, cada acto del poder público parece estar bajo el más celoso escrutinio. Por tanto, casos como estos sólo abonan al descrédito de nuestras autoridades y confirman una enseñanza que proviene de la política griega: la legitimidad del sistema de gobierno está estrechamente relacionada con la virtud de los magistrados civiles. La única autoridad legítima es aquella que se percibe justa y digna de confianza. Visto esto desde la óptica del Poder Judicial, significa que los magistrados no solo deben aplicar el derecho, sino también encarnar los valores de justicia, imparcialidad y transparencia.
Por otra parte, este acontecimiento ha reavivado el debate sobre la necesidad de reforzar los mecanismos de control disciplinario y mejorar el sistema de designación de jueces. El sistema actual, donde —requisitos más, requisitos menos— el Presidente de la República nombra a todos los jueces del país, es un modelo notablemente agotado y politizado. Urge, por tanto, encontrar nuevas reglas para el nombramiento de jueces y ministros.
Pareciera que las palabras de Piero Calamandrei, en Elogio de los jueces, escritas hace más de 80 años, tienen más vigencia que nunca en nuestro contexto judicial: “el Estado siente como esencial el problema de la elección de los jueces porque sabe que les confía un poder mortífero que, mal empleado, puede convertir en justa la injusticia (…) El juez es el derecho hecho hombre; sólo de este hombre puedo esperar en la vida práctica la tutela que en abstracto me promete la ley; si este hombre sabe pronunciar a mi favor la palabra de la justicia, podré comprender que el derecho no es una sombra vana”.
Es crucial implementar medidas que aseguren una supervisión más estricta y promover una cultura ética sólida entre los jueces. Al final, el verdadero valor del Poder Judicial radica en su capacidad de rendir cuentas ante la sociedad, asegurando que la justicia no sólo se imparta, sino que también se refleje en el comportamiento íntegro de quienes la imparten.