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La universidad pública: entre ideologías y un coffee break Opinión

La universidad pública: entre ideologías y un coffee break

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Carlos del Valle R. y Mauro Salazar
Por : Carlos del Valle R. y Mauro Salazar Académicos del Doctorado en Comunicación U. de La Frontera
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En el caso chileno no es simple suscribir a la tesis de un régimen de universidades estatales durante el petit siglo XX.


En función del complejo institucional de mixturas, orientaciones semiestatales, “provisiones compartidas”, “semipúblicas”, “estatales” y “posestatales”. Ello alienta categorías descontroladas para mitificar el modelo chileno, develando una anorexia comprensiva que exuda trasnochados esquemas ideológicos, como si habitáramos holgadamente en modelos universitarios propios del Estado de Bienestar. En suma, la experiencia chilena ha oscilado entre un mecenazgo estatal, esencialmente centrado en la Universidad de Chile, y un mecenazgo privado con vocación pública.

En este sentido, más allá del inevitable estatuto de “lo público”, es necesario consignar que, en la oleada 1965-1973, tuvo lugar un primer “momento de inflexión”, donde la masificación de la educación superior comprendía que la demanda por acceso a la universidad chilena superaba la oferta estatal, según la literatura especializada.

Tampoco existe acuerdo –stricto sensu– cómo en el mismo ciclo (1965-1973) la aceleración de la demanda implicaba una especie de tráiler de las aluvionales desregulaciones autoritarias, cuyo colofón comenzó el año 1976. A ello se agrega el feroz “shock antifiscal” que consumó la feroz desestatización de lo social, la privatización de la demanda, consolidando la tercerización de la educación universitaria.

Como se suele admitir, el “proceso de masificación” que se abrió en Chile con las leyes de 1981 (DFL 1) constituye un momento sensible del debate. Para algunos expertos, el caso chileno representa el paradigma de una “masificación segregadora” que dio lugar a la “universidad del commodity”.

En cambio, para otro campo de especialistas, fue la respuesta más satisfactoria, dado el aluvión de cohortes que reclamaban inclusión, especialmente desde 1990, al régimen de educación superior, amén de una drástica mercantilización de la matrícula. Con todo, en materia de masificación la cobertura comprendía en 1990 un 14% de prestación (doscientos mil jóvenes), que a la altura del año 2012 sumaba un 70% de respuesta a la demanda de grupos medios (casi un millón doscientos mil jóvenes).

Pese a ello, no apelamos a un “modelo cerrado de referencia”, sino a un mejoramiento de la inclusión en medio de un “campo minado”, pues no hay evidencia de que la bullada cobertura (1990-2012) pueda seguir respondiendo sostenidamente con la “eficiencia” –fortalezas y debilidades– que este proceso representó a la entrada de los años 90.

Sin embargo, pese a que la masificación alentó la deselitización de la universidad, la premisa subyacente –al margen de la despolitización de lo social– es que la manera prevalente de incorporar a los grupos postergados es mediante el mercado y el lastre del endeudamiento familiar.

Si ello es así, y hemos de celebrar la inclusión, abrazamos sin más el mercado y la mercantilización del campo social.

Lo anterior deja al descubierto otro problema que asoma como un dato naturalizado en el campo de un “reformismo inflacionista”, a saber, si bien la universidad nacional (1938-1970) respondía a criterios elitarios-laicos de calidad, de ello no se deriva una inclusión –cobertura– exitosa para el mundo popular o un régimen mesocrático. En suma, desde el punto de vista de la inclusión social de los grupos vulnerables, ello no se expresó en tasas de magnitud.

Cabe reconocer que lejos de la mixtura y la vocación pública del Chile republicano (1938-1970), tal proceso se ha agudizado en el marco de una modernización posestatal. Hoy el Estado dista de hacerse responsable de las universidades que velozmente suelen ser denominadas como estatales.

Efectivamente, desde hace algunos años los aportes estatales fueron transversales a través de un régimen de financiamiento que operaba bajo la soberanía decisional de cada estudiante. El voucher es un modelo que, a priori, no es ni bueno ni malo. No se trata de demonizar el procedimiento, sino de repensarlo.

En este sentido, es importante debatir la categoría de “lo público”, en el sentido que excede al Estado. Por ello, la definición de lo público del movimiento 2011, pese a una ética universal, era un tanto radical –no menos romántica a la luz de la historia del caso chileno– e iba mucho más allá de sustentar indicadores públicos o ideologías del emprendimiento, sino un diagrama institucional que pudiera garantizar que los actores (triestamentalidad) debían estar involucrados, segmentados y horizontalmente, en el proceso educativo, a saber, estudiantes, trabajadores, académicos, directivos y autoridades.

En suma, una especie de representación de la diversidad social, político-cultural dentro de una institución, por la vía de gobiernos cargados de inventividad.

¿Qué significa exactamente lo anterior? Desde el punto de vista de las libertades que nos definen actualmente como sociedad, simplemente el funcionamiento de un modelo. Pensar lo contrario es vivir en una utopía decimonónica tan estéril como graciosa.

Sin perjuicio de las virtudes de la modernización, la educación pública ha padecido drásticas reducciones de cobertura, agravando el “individualismo posesivo” mediante indicadores y servicios. A partir de lo último, existen preguntas sustanciales, a saber, la importancia social, la vitalidad, el arraigo y el porvenir de la educación pública en comparecencia dependen de una articulación colectiva –un “horizonte movilizador”– hacia los diferentes agentes sociales, los poderes públicos y la ciudadanía.

Ello implica retomar economías creativas y territorios del saber para confluir en la creatividad, la invención y la planificación en un marco dirigido hacia las nuevas formas de “racionalidad colaborativa” como una contemporaneidad del ethos público.

En todo caso, esta imagen es una parte del relato, pues existen también orientaciones discrepantes, cuya finalidad es promover una formación desde la creación, cuyo objetivo es transitar de lo público a lo común. Tal propósito requiere una discusión de los fundamentos epistémicos y políticos de la educación curricular y repensar las nuevas mediaciones (“territorios de lo público”).

En suma, los bienes públicos son una mediación local-comunitaria que intenta articular los logros académicos y su desarrollo integral, estimulando la imaginación crítica en la sociedad, en el campo económico, cultural, social y político, desplegando autónomamente proyectos de vida, organizando instituciones que promuevan la convivencia colaborativa y la complementariedad entre ellas; e incentivando el aprendizaje horizontal, el trabajo en red, y el desarrollo de capacidades formativas a nivel territorial, en todos sus extensiones posibles.

Algunas explicaciones intentan persuadirnos de que la definición de lo público radica en el carácter de “servicio público” o, bien, como externalidades ciudadanas. Pero si tal condición pública del servicio (o vocación) define a todas las universidades desde el momento que reciben recursos regulados por el Estado, entonces, ¿no deberían regirse por un mismo régimen burocrático de control y transparencia?

Por fin, uno de los problemas más curiosos reside en aquellos “activismos discursivos” que interpelan al Estado –hasta el Presidente de turno– desde la nostalgia y la leyenda organizacional, donde impera la impaciencia y la ingenuidad inexperta. Con tal adolescencia cultural, las propuestas no solo resultan exultantes, sino que dan cuenta de insólitas acrobacias hermenéuticas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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