Es necesario construir un sistema de financiamiento con sentido de justicia intergeneracional, que recaude lo suficiente para ser autofinanciado, que no sea una carga mayor para el Estado y que permita desplegar la autonomía y la calidad universitaria con transparencia.
Desde su anuncio hace cerca de una semana, el Proyecto de Ley que establece un nuevo Financiamiento Público para la Educación Superior (FES) y que reorganiza la deuda del Crédito con Aval del Estado (CAE) ha suscitado un creciente debate. Las reacciones han sido casi inmediatas y se han discutido múltiples aristas. Sin pretender agotar la discusión, quisiera referirme a cuatro aspectos especialmente debatidos y sus omisiones.
Un primer aspecto ha sido la atingencia -o no- de generar un sistema de condonación de las deudas educativas, alegando criterios de “justicia” y catalogando la medida como un “perdonazo”. Esta crítica desconoce lo que implica la deuda del CAE (más de 1,2 millones de personas endeudadas, el 50% con ingresos de menos de 750.000 pesos), pero también oculta la realidad mundial del problema de la deuda educativa, que ha llevado a que se tomen medidas parecidas en países con niveles similares de endeudamiento, como Estados Unidos en 2023.
Una segunda crítica se ha focalizado en el supuesto gasto fiscal que implicaría el nuevo sistema, como ha expresado por ejemplo Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar. Llamativamente, esta veta crítica desconoce que el CAE ha significado un desembolso de 9 billones (sí, billones) de pesos al fisco, principalmente por la compra de créditos por parte del Estado, y no menciona los beneficios que implicará para las arcas fiscales la desbancarización del CAE y la generación de un sistema gestionado directamente por el Estado que se debería autocontener.
En tercer lugar, varios rectores y directivos del sistema han puesto -con distintos tonos- una alarma por los aranceles regulados que traería la ley y por las normas sobre transparencia que podría implicar el involucramiento en el FES. Sobre este punto, ha sido sorprendente que, hasta la fecha, no se haya hecho mención a los múltiples mercados que tienen precios o aranceles regulados (farmacias, electricidad o seguros, por mencionar algunos) ni a los efectos positivos de la regulación en estos mercados. Tampoco se ha mencionado que esta medida se sustenta por el alto costo de los aranceles en el país (según el informe de la OCDE Education at a Glance 2020, por ejemplo), ubicando a Chile dentro de los países con educación más costosos del mundo. Finalmente, la fórmula aranceles regulados=pérdida de autonomía=baja en la calidad, ha sido penosamente simplificada, disminuyendo (y no mejorando) el debate público sobre la materia.
Algunos han visualizado consecuencias nefastas de este proyecto. Quizás la columna de Federico Valdés, rector de la UDD, publicada en El Mercurio, es la más patente al respecto. Valdés concluye que el proyecto traerá “menos recursos, menos calidad, más segregación y menos oportunidades”. La mención al problema de la segregación es especialmente cuestionable, pues argumenta que “como algunas no se incorporarán al nuevo sistema, terminaremos con un sistema muy segregado”. La frase no solo desconoce la evidencia de la actual segregación socioeconómica en la educación superior, sino que también desconoce la que hace referencia al rol de los procesos de admisión, la cultura universitaria o los apoyos institucionales en la segregación universitaria.
Sin querer cerrar la discusión y siendo consciente de lo acotado de las respuestas, mi invitación es, en este momento inicial, a afrontar la discusión sobre el FES y el fin al CAE con perspectiva. Es necesario construir un sistema de financiamiento con sentido de justicia intergeneracional, que recaude lo suficiente para ser autofinanciado, que no sea una carga mayor para el Estado y que permita desplegar la autonomía y la calidad universitaria con transparencia y rendición de cuentas es una tarea larga, que requiere un debate amplio, sin reducciones y con perspectiva de futuro.