Confieso que envidio a los uruguayos. En particular cuando observo que existe en nuestro país una mayoría de personas que rechazan la idea de compartir el 6% adicional que deberá venir a engrosar nuestros escuálidos fondos de pensiones.
En mi último viaje a Uruguay hice una parada en un boliche en la calle Bacacay, casi frente al Teatro Solís y muy cerca del edificio gubernamental que alberga las oficinas de la presidencia nacional. Me acompañaba un buen amigo de la cancillería, quien me señaló a un señor que, en una mesa junto a la puerta, tomaba un café y leía una especie de tabloide. Se trataba del presidente de la república disfrutando un momento de asueto. No es insólito que un presidente salga a la calle en incursiones esporádicas, pero si es extraño que salga regularmente a la misma hora y al mismo lugar. Y sobre todo, que nadie lo vitoree o abuchee, según el gusto político, ni siquiera que lo saluden, como respetando la privacidad de quien, cuando se toma un café en el boliche pasa a ser un ciudadano común. Eso es Uruguay, el mismo que ha disfrutado a un presidente que vive en una casa muy modesta y conduce un auto aún más modesto, da generosos consejos sobre la vida y en invierno abre las puertas de sus oficinas para albergar a las personas sin hogar.
Por supuesto, ninguna sociedad es una creación espontánea, sino un resultado histórico que, en el caso uruguayo, comenzó a principios del pasado siglo, y que ni siquiera los militares golpistas de los 70s pudieron cambiar. Es el resultado de un país donde el estado sigue siendo propietario de los servicios públicos más importantes y provee servicios sociales de altos estándares; que sufre grados inaceptables de desigualdad, pero muy menores en comparación con el resto de América Latina; que muestra los niveles de pobreza menores del continente; y donde derecha e izquierda se han sucedido en el gobierno, sin que nadie haya intentado, ni siquiera verbalmente, producir virajes radicales distantes de la cultura política nacional expresada en las urnas.
Lo que distingue a Uruguay es que su sociedad, y la política que en ella se produce, reconocen el valor cardinal del bien común basado en el consenso de que ninguna prosperidad particular es moralmente aceptable, si conlleva la penuria de otros. Y que toda política que tienda a eliminar esta disparidad es legítima. Por eso posee uno de los sistemas provisionales más generosos de América Latina, con una cobertura de casi el 90% de los adultos mayores y beneficios equivalentes, en promedio, al 64% del salario.
Confieso que envidio a los uruguayos. En particular cuando observo que existe en nuestro país una mayoría de personas que rechazan la idea de compartir el 6% adicional que deberá venir a engrosar nuestros escuálidos fondos de pensiones. Es decir, que se muestra indolente frente a los cientos de miles de compatriotas que reciben pensiones que apenas les alcanzan para sobrevivir. Obsérvese que no hablo de remitir la totalidad del 6% al fondo común –la propuesta inicial del gobierno- sino siquiera un 3% que permitiría aliviar las pensiones actuales y eliminar el sesgo discriminatorio que pesa sobre las mujeres jubiladas, y que funcionaría como una suerte de préstamo social. “Con mi plata, no” fue el slogan más socorrido durante la última aventura constitucional y la base para fundar un partido chabacano y carente de programa, pero que sorprendió a todos(as) en las pasadas elecciones congresionales.
Estas personas, aclaremos, no son monstruos. Son personas comunes, trabajadores, probablemente buenos vecinos y miembros responsables de sus familias. Pueden incluso ser personas que, ante hechos catastróficos, despliegan ingentes actos de solidaridad. Pero son productos de una sociedad que ha secuestrado y privatizado la noción del bien común en función del consumismo y el conservadurismo. Y en consecuencia, constituyen el caldo de cultivo de opciones derechistas de signos diversos, desde la panoplia tradicional UDI/RN, hasta las cavernas extremistas emergentes.
Todo esto convierte el asunto de la reforma previsional en un campo de lucha política y moral de primer orden. Si la izquierda cede aquí, pierde en lo fundamental. Y si restringe el asunto a las querellas parlamentarias, habrá desperdiciado una oportunidad para hacer la buena política, como la definía Mujica: “… la lucha por la felicidad de todos”. La política por el bien común que requerimos como sociedad.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.