
¿Quién pone orden? El futuro fiscal de Chile en riesgo
La planificación fiscal en Chile se construye hoy sobre supuestos económicos demasiado optimistas, lo que impide tomar decisiones de ajuste a tiempo.
Hablar de déficit fiscal en Chile hoy ya no es una alarma puntual, sino una señal de alarma estructural. Desde el 2008, con la irrupción de la crisis financiera global, nuestro país ha transitado por una senda de deterioro progresivo en sus cuentas públicas. El Consejo Fiscal Autónomo (CFA) lo ha expuesto con claridad: en 15 de los últimos 17 años, el gasto público ha superado los ingresos estructurales.
En otras palabras, Chile ha gastado sistemáticamente más de lo que recauda de forma sostenible. Dicho en simple, el Estado de Chile se ha convertido en un gastador empedernido, al cual lo está pillando la máquina, ya que gasta más de lo que recauda. A estas alturas, entonces, la consolidación fiscal ya no es una opción técnica: es un imperativo político de primer orden para los próximos gobiernos.
El problema se agrava al observar lo ocurrido durante el periodo 2023 y 2024, años sin eventos extraordinarios como pandemia o recesión, pero que registraron déficits estructurales considerables del 2,7% y 3,2% del PIB, respectivamente. Lamentablemente, en el último ejercicio, el Gobierno incumplió su propia meta de déficit estructural (-1,9% del PIB), con un desvío de 1,3 puntos porcentuales.
Este resultado no solo refleja debilidad en el control del gasto, sino una sobrestimación importante de los ingresos, que fueron 1,6% del PIB menores a lo proyectado. Lo más preocupante es que esta no fue una sorpresa, ya que el CFA advirtió reiteradamente durante el año el riesgo de incumplimiento, sin que se adoptaran medidas correctivas oportunas.
Dicho de otra forma, el CFA venía ya hace tiempo advirtiendo a los políticos que existían serios riesgos de incumplir los acuerdos fiscales y, sin embargo, los políticos parecieran hacer oídos sordos ante los consejos del CFA, profundizando la crisis fiscal casi ya de forma deliberada.
Este patrón de descuido fiscal, que bordea a estas alturas la irresponsabilidad, se ha vuelto recurrente. La planificación fiscal en Chile se construye hoy sobre supuestos económicos demasiado optimistas, lo que impide tomar decisiones de ajuste a tiempo.
Así, los recortes terminan afectando principalmente a la inversión pública –como sucedió en 2024–, mientras el gasto corriente sigue su curso ascendente. El resultado es un doble daño bastante complejo: por un lado, se posterga el crecimiento futuro al afectar la inversión pública estratégica para que el país se desarrolle, mientras que, por el otro lado, se socava la credibilidad del compromiso fiscal al seguir aumentando el gasto corriente.
El deterioro acumulado comienza a tensionar el ancla fiscal del país. La deuda pública bruta cerró 2024 en 42,3% del PIB, acercándose peligrosamente al umbral prudente de 45% definido por la institucionalidad fiscal.
Aunque la Dipres proyecta que no se superará ese nivel en los próximos años, el CFA ha sido claro en advertir que desvíos como los de 2024, si se repiten, pueden empujar la deuda más allá del límite en un horizonte muy cercano. Además, factores externos como el alza de tasas o la depreciación del tipo de cambio –que afecta directamente la deuda en moneda extranjera– agravan la vulnerabilidad fiscal.
Pero más allá de los números, el gran problema es político. Lo que está en juego no es solo un balance contable, sino la capacidad del sistema político para ordenar las prioridades del Estado y tener las cuentas de nuestra nación en orden.
La falta de coordinación entre Ejecutivo y Congreso, el cortoplacismo electoral, el constante aumento de funcionarios públicos y su burocracia, y la dificultad para decir que no a nuevos compromisos de gasto sin financiamiento sostenible, han ido erosionando lentamente los pilares de una política fiscal responsable.
La regla fiscal chilena –que fue ejemplo internacional durante 1990-2010– hoy se encuentra tensionada por prácticas que desdibujan su espíritu y prácticamente hoy dicha regla no sirve para contener el gasto público. El próximo Gobierno tendrá que abordar con decisión un desafío mayor: según el CFA, entre 2026 y 2029, el gasto comprometido excede en promedio en 0,4% del PIB anual, lo que sería compatible con las metas fiscales.
Eso implica que, para cumplir con los objetivos de mediano plazo, el Estado debería reducir el gasto comprometido en casi US$ 6.000 millones. Un ajuste de esa magnitud exige un acuerdo político real, no solo para recortar, sino para redefinir prioridades y corregir malas prácticas burocráticas acumuladas en la última década (2014-2025).
Este esfuerzo no puede recaer –como ha ocurrido antes– exclusivamente sobre la inversión pública. Tampoco se puede postergar en espera de una eventual alza de impuestos. Como ha señalado el propio CFA, antes de pensar en nuevas fuentes de ingresos, se requiere un acuerdo político transversal que asegure ganancias permanentes de eficiencia en el gasto.
En cierta medida, la sostenibilidad fiscal es, en última instancia, una expresión práctica de la madurez política de una democracia y de la racionalidad y responsabilidad de sus gobiernos. Chile necesita tomarse en serio y reforzar la regla que tenemos, pero que hemos ido debilitando con la práctica.
El gran desafío del próximo ciclo político será demostrar que aún es posible combinar responsabilidad fiscal con justicia social y expansión de los servicios públicos. Para ello, se requerirá una dosis poco habitual de realismo, valentía, y la convicción de que gobernar es, ante todo, saber priorizar y tener el coraje de “pasar la motosierra” aunque nos duela. Sin responsabilidad fiscal, el futuro de las políticas públicas y del desarrollo económico y social del país está en juego.
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