Puede ocurrir también que en octubre o noviembre la zona entre Copiapó y Vallenar se convierta en un recuerdo de primavera adelantada y entonces, la sequedad del desierto invadirá cada rincón hasta estrujarlo con su eterna aridez. Quedarán algunas fotografías, los caminos recorridos y compartidos de un viaje que también sirve para florecer en lo personal. (Fotos: Hernán Pereira, Pamela Daza y Loreto Acuña)
(*) Por estos días, es el lugar donde muchas personas quieren ir. En especial, los fotógrafos, quienes dedican gran parte de sus vidas a un oficio descrito por Julio Cortázar como una de las mejores formas de combatir la nada. Tal vez por eso los medios de comunicación se encargan de recordarnos cada semana que es un fenómeno excepcional, que pronto veremos el máximo esplendor del florecimiento y color, que hay viajes, tours, mapas, preparativos, sitios web, para no perderse el desierto florido.
Después de todo, es bueno que ocurra un fenómeno natural de semejante envergadura porque nos saca de nuestra rutina la cual a ratos se nutre de aquello que quieren imponernos día a día, las radios, la televisión y la prensa escrita. De alguna forma nos obliga a constatar que es posible un mundo, aunque sea por unas semanas, donde hay un paraíso que nos ofrece caminatas por senderos rodeados de flores.
Puede ocurrir también que en octubre o noviembre la zona entre Copiapó y Vallenar se convierta en un recuerdo de primavera adelantada y entonces, la sequedad del desierto invadirá cada rincón hasta estrujarlo con su eterna aridez. Quedarán algunas fotografías, los caminos recorridos y compartidos de un viaje que también sirve para florecer en lo personal.
Hay que ir con una cámara fotográfica porque mientras dure, será la gran oportunidad de captar un fenómeno casi irrepetible. Tal vez ayude recordar a Cartier-Bresson cuando indicó que, “ansiaba apresar en los confines de una sola fotografía toda la esencia de alguna situación que estuviera desarrollándose delante de mis ojos”.
Es claro que la democratización de la imagen, a causa del formato digital, ahora hace posible probar suerte muchas veces con una cámara de celular, amateur o profesional y fotografiar extensamente lo que uno encuentra al costado de la Ruta 5 Norte, en los 148 kilómetros que separan a Copiapó de Vallenar. Sin olvidar que se puede llegar a la costa vía Freirina, Huasco, o tomando el camino por Totoral, o Caldera y luego pasar a Puerto Viejo, los llanos del Challe y Carrizal Bajo.
Respecto al clima, el desierto florido ocurre debido al sobrecalentamiento de las corrientes marinas del litoral del país que genera un aumento en las precipitaciones. Aparecen más de 200 especies, la gran mayoría de carácter endémico. Estas germinan en tiempos diferentes, dependiendo de su cercanía con la costa o montaña. Las primeras en aparecer son los bulbos como las añañucas, rojas y amarillas y las huilli, que tienen unas flores blancas. Le siguen otras flores de semilla, como la pata de guanaco, de reconocible color fucsia que cubre un amplio sector del desierto; los lirios o las orejas de zorro. En este ecosistema también se pueden ver reptiles, insectos, mamíferos, pájaros y roedores.
Una de las ventajas de ir al desierto florido con una cámara fotográfica es la oportunidad de probarse a uno mismo en términos creativos. Hay que verlo como un excelente ejercicio para afinar la capacidad de observar, oler y sentir. Al estar allí, uno advierte que lo importante ocurre a ras de suelo, por lo tanto conviene experimentar la amplitud o cercanía del encuadre y por cierto, lo que provoca el paisaje en uno y a la gente que llega incesantemente.
Muy recomendable es tenderse en la arena, mirar todo a ras de suelo y comprobar que un océano de color y formas está re naciendo ante nuestros ojos. Hay que estar allí muchas horas, buscar o encontrarse con las imágenes, experimentar con la luz, perderse para luego volver a casa con la cámara y recuerdos llenos de flores.
* Hernán Pereira es académico de la Universidad Arturo Prat de Iquique (UNAP).